Lisa See - El Abanico De Seda

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En una remota provincia de China, las mujeres crearon hace siglos un lenguaje secreto para comunicarse libremente entre sí, el nu shu. Aisladas en sus casas y sometidas a la férrea autoridad masculina, el nu shu era su única vía de escape. Mediante sus mensajes, escritos o bordados en telas, abanicos y otros objetos, daban testimonio de un mundo tan sofisticado como implacable. El año 2002, Lisa See viajó a la provincia de Huan, cuna de esta milenaria escritura fonética, para estudiarla en profundidad. Su prolongada estancia le permitió recoger testimonios de mujeres que la conocían, así como de la última hablante de nu shu, la nonagenaria Yang Huanyi.
A partir de aquellas investigaciones. concibió esta conmovedora historia sobre la amistad entre dos mujeres. Lirio Blanco y Flor de Nieve. Como prueba de su buena estrella, la pequeña Lirio Blanco, hija de una humilde familia de campesinos, será hermanada con Flor de Nieve, de muy diferente ascendencia social. En una ceremonia ancestral, ambas se convierten en laotong -“mi otro yo” o “alma gemela”-, un vínculo que perdurará toda la vida. Así pues, a lo largo de los años. Lirio Blanco y Flor de Nieve se comunicarán gracias a este lenguaje secreto, compartiendo sus más íntimos pensamientos y emociones, y consolándose de las penalidades del matrimonio y la maternidad. El nu shu las mantendrá unidas, hasta que un error de interpretación amenazará con truncar su profunda amistad…

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Durante cinco días me ocupé de mi suegra e hice por ella todo cuanto habría hecho cualquier nuera decente. Le lavaba las partes íntimas cuando ella ya no tenía fuerzas para utilizar el orinal. Le preparaba el mismo congee que había preparado a mis hijos; luego me hacía un corte en el brazo, como había visto hacer a mi madre, para añadir mi fluido vital a las gachas de arroz. Ese era el regalo más valioso que podía hacer una nuera, y yo se lo hice con la esperanza de que, por medio de algún milagro, lo que a mí me había dado vitalidad le devolviera a ella la suya.

Pero no es necesario que os diga lo terrible que es esa enfermedad, y ya podéis imaginar lo que pasó. Mi suegra murió. Siempre había sido justa conmigo, incluso amable, de modo que me costó decirle adiós. Cuando exhaló su último suspiro, comprendí que yo no podría hacer todo lo que merecía una mujer de su categoría. Lavé su sucio y reseco cuerpo con agua caliente aromatizada con madera de sándalo. Le puse las prendas mortuorias y metí sus textos de nu shu en los bolsillos, las mangas y los pliegues de su túnica. El propósito de esos textos no era que las generaciones venideras recordaran su nombre; los había escrito para expresar sus pensamientos y sus emociones a sus amigas, y ellas habían hecho otro tanto. En otras circunstancias yo habría quemado todo eso junto a su tumba pero, a causa del calor y la epidemia, había que enterrar los cadáveres deprisa sin pensar mucho en cosas como el feng shui, el nu shu o el deber filial. Lo único que podía hacer era asegurarme de que mi suegra tendría el consuelo de las palabras de sus amigas para leerlas y cantarlas en el más allá. Cuando hube terminado, se llevaron su cadáver en un carro para enterrarlo cuanto antes.

Mi suegra había vivido muchos años. En ese sentido yo podía alegrarme por ella. Y, tras su muerte, me convertí en la mujer más importante de la casa, aunque mi esposo no hubiera regresado. A partir de ese momento las cuñadas tendrían que obedecerme. Tendrían que congraciarse conmigo si querían recibir un trato favorable. Como las concubinas también habían muerto, confiaba en conseguir una mayor armonía, porque tenía muy clara una cosa: bajo ese techo no iba a haber más concubinas.

Tal como las criadas habían intuido, la enfermedad estaba abandonando nuestro condado. Abrimos las puertas y evaluamos la situación. En nuestra casa habían muerto mi suegra, mi tercer cuñado, toda su familia y las concubinas. Hermano Segundo y Hermano Cuarto sobrevivieron, y también sus familias. En mi familia natal habían muerto mi padre y mi madre. Yo lamentaba no haber pasado más tiempo con ellos en mi ultima visita, por supuesto, pero mi padre y yo habíamos dejado de relacionarnos cuando me vendaron los pies y nada había vuelto a ser como antes con mi madre después de nuestra discusión sobre las mentiras que me había contado acerca de Flor de Nieve. Como hija casada, mi única obligación era llorar a mis padres durante un año. Intenté agradecer a mi madre lo que había hecho por mí, pero no puedo afirmar que me consumiera la pena.

En general podíamos considerarnos afortunados. Tío Lu y yo no nos dijimos nada, pues eso habría sido indecoroso. Cuando salió de su habitación, ya no era un anciano benévolo que pasaba las horas muertas durante su retiro. Enseñaba a mi hijo con tanta intensidad, concentración y dedicación que nunca tuvimos que volver a contratar a un maestro venido de fuera. Mi hijo jamás eludía sus estudios, animado por la certeza de que la noche de su boda y el día en que su nombre apareciera en la lista dorada del emperador serían los más felices de su vida. En el primero estaría cumpliendo su papel de buen hijo; en el segundo pasaría de la oscuridad de nuestro pequeño condado a una fama tan grande que toda China sabría de él.

Pero antes de que eso sucediera mi esposo regresó a casa. No puedo describir el alivio que sentí cuando vi su palanquín acercarse por el camino, seguido de una caravana de carros tirados por bueyes y cargados de bolsas de sal y otros productos. No iba a pasarme nada de aquello que yo había temido y por lo que tantas lágrimas había derramado, o al menos no todavía. Me contagié de la felicidad que expresaban las mujeres de Tongkou mientras nuestros hombres descargaban los carros. Todas llorábamos liberando la tensión, el miedo y el dolor que habíamos soportado. Para mí -para todas nosotras-, mi esposo era la primera buena señal que veía desde hacía varios meses.

Vendieron la sal por todo el condado a gente desesperada pero agradecida. Los insólitos beneficios obtenidos con esas ventas nos libraron de toda preocupación económica. Pagamos nuestros impuestos. Volvimos a comprar los campos que habíamos tenido que vender. La familia Lu recuperó su prestigio y su riqueza. La cosecha de ese año resultó abundante, y por ese motivo el otoño fue aún más festivo. Habíamos capeado los malos tiempos y sentíamos un gran alivio. Mi suegro contrató a unos artesanos, que vinieron a Tongkou y pintaron bajo los aleros de la casa unos frescos que hablarían a los vecinos, y a todos cuantos visitaran el pueblo en el futuro, de nuestra prosperidad y nuestra buena suerte. Podría salir hoy mismo y verlos: mi esposo subiendo a la barca que lo llevaría río abajo, sus tratos con los comerciantes de Guilin, las mujeres de nuestra casa, ataviadas con amplias túnicas, bordando mientras esperábamos y el feliz regreso de mi esposo.

Está todo pintado bajo los aleros tal como sucedió, excepto el retrato de mi suegro. Está representado en una silla de respaldo alto, contemplando con gesto orgulloso todas sus propiedades, pero la verdad es que añoraba a su esposa y ya no tenía ánimos para ocuparse de las cosas mundanas.

Murió un día mientras paseaba por el campo. Nuestro principal deber era ser los mejores dolientes que el condado hubiera visto jamás. Pusieron a mi suegro en un ataúd y lo dejaron fuera cinco días. Con el dinero que habíamos conseguido, contratamos a una banda para que tocara música día y noche. Vino gente de todo el condado para postrarse ante el ataúd. Traían regalos o dinero envuelto en sobres blancos, banderines y rollos de seda decorados con caracteres de la escritura de los hombres que elogiaban a mi suegro. Todos los hermanos y sus esposas fueron de rodillas hasta la tumba. Los vecinos de Tongkou y mucha gente venida de los pueblos cercanos nos siguieron a pie. Con nuestra ropa de luto, formábamos un río blanco que avanzaba lentamente por los verdes campos. Cada siete pasos, todos nos postrábamos y tocábamos el suelo con la frente. La tumba estaba a un kilómetro de distancia, de modo que podéis imaginar cuántas veces nos paramos por aquel pedregoso camino.

Jóvenes y viejos entonaban sus lamentos, mientras la banda tocaba cuernos, flautas, címbalos y tambores. Mi esposo, como era el primogénito, quemó unos billetes y lanzó petardos. Los hombres cantaron sus canciones, y las mujeres, las suyas. Mi esposo también había contratado a varios monjes, que oficiaron ritos para guiar a mi suegro -y a todas las víctimas de la epidemia- hasta una existencia feliz en el mundo de los espíritus. Después del entierro ofrecimos un banquete al que estuvo invitado todo el pueblo. A medida que los comensales regresaban a sus casas, los primos Lu de mayor estatus les entregaban una moneda de la buena suerte envuelta con papel, un trozo de caramelo para eliminar el sabor amargo de la muerte y una toallita para limpiarse. Así transcurrió la primera semana de los rituales. En total hubo cuarenta y cinco días de ceremonias, ofrendas, banquetes, discursos, música y lágrimas. Al final -aunque mi esposo y yo todavía no habíamos terminado el período oficial de luto- todo el condado sabía que nosotros dos nos habíamos convertido, al menos de nombre, en el señor y la señora Lu.

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