– ¿Crees que mi suegra lo notará? -preguntó Flor de Nieve.
– Si yo no lo noté, no creo que… -La risa no me dejó terminar la frase.
Quizá sólo las niñas y las mujeres le vean la gracia. Se nos considera completamente inútiles. Aunque nuestra familia natal nos quiera, somos una carga para ella. Cuando nos casamos, nos presentamos ante un hombre al que jamás hemos visto, nos acostamos con él y nos sometemos a las exigencias de nuestras suegras. Si tenemos suerte, engendramos hijos varones y aseguramos nuestra posición en la casa de nuestro esposo. Si no, nos enfrentamos al desprecio de nuestra suegra, a las burlas de las concubinas de nuestro marido y a la cara de decepción de nuestras hijas. Recurrimos a artimañas femeninas -de las que las niñas de diecisiete años no saben casi nada-, pero eso es lo único que podemos hacer para alterar nuestro destino. Vivimos para satisfacer los caprichos y placeres de los demás, y por eso lo que habían hecho Flor de Nieve y su madre era casi inconcebible. Habían recuperado la tela que en su día la familia de Flor de Nieve enviara a su madre como regalo de boda, la tela con que ésta había confeccionado el ajuar de una elegante doncella y que más tarde había utilizado de nuevo para vestir a su hermosa hija; ahora habían vuelto a retocarla para anunciar las virtudes de una joven que iba a casarse con un impuro carnicero. Todo aquello era obra de mujeres -obra que los hombres consideran meramente decorativa- y se servían de ella para cambiar el curso de sus vidas.
No obstante, hacía falta mucho más. Flor de Nieve tenía que presentarse en su nuevo hogar con ropa suficiente para vestirse durante muchos años y de momento tenía muy pocas prendas. Me puse a pensar qué podíamos hacer en el mes que nos quedaba.
Cuando llegó la señora Wang para el rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba de Flor de Nieve, me la llevé a un rincón y le supliqué que fuera a mi casa natal.
– Necesito ciertas cosas… -dije.
Aquella mujer siempre había sido muy crítica conmigo. Además, había mentido, no a mi familia sino a mí. Nunca me había inspirado mucha simpatía, pero hizo lo que le pedí porque, al fin y al cabo, ahora yo gozaba de una posición superior a la suya. Volvió de mi casa al cabo de varias horas con dos cestas; una contenía mis golosinas de boda, unos trozos de carne de cerdo que mis suegros me habían regalado y hortalizas del huerto, y la otra, la tela que yo tenía pensado cortar cuando regresara al hogar paterno. Nunca olvidaré cómo se comió aquella carne la madre de Flor de Nieve. Le habían enseñado a comportarse como una dama y, pese a lo hambrienta que estaba, no se lanzó sobre la comida como habría hecho cualquiera de mi familia, sino que desprendía pequeños trozos de carne con los palillos y se los llevaba con delicadeza a la boca. Su contención y compostura me enseñaron algo que siempre he tenido presente: aunque esté desesperada, debo conducirme en todo momento como una mujer educada.
Todavía no había terminado con la señora Wang.
– Necesitamos muchachas para el rito de Sentarse y Cantar -dije-. ¿Puedes traer a la hermana mayor de Flor de Nieve?
– No. Sus suegros no la dejarán volver a esta casa.
Traté de digerirlo. Jamás había oído que semejante cosa fuera posible.
– Pues necesitamos muchachas -insistí.
– No vendrá nadie, Lirio Blanco -me confió la señora Wang-. Mi cuñado tiene muy mala reputación. Ninguna familia permitirá que una niña soltera traspase este umbral. Quizá tu madre y tu tía, que ya conocen la situación…
– ¡No!
Todavía no estaba preparada para verlas, y a Flor de Nieve no le serviría de nada su compasión. Lo que necesitaba mi laotong era la compañía de muchachas desconocidas.
Yo tenía algunas monedas que me habían regalado por mi boda. Deslicé unas pocas en la mano de la señora Wang y dije:
– No vuelvas hasta que hayas encontrado a tres muchachas. Paga a sus padres la cantidad que consideres oportuna. Diles que yo me hago responsable de sus hijas.
Estaba convencida de que, como esposa de la mejor familia de Tongkou, podría conseguir lo que quisiera, y sin embargo lo que estaba haciendo era muy arriesgado, porque mis suegros no tenían ni idea de que utilizaba su posición de ese modo. No obstante, la señora Wang evaluó la situación. Ella necesitaba seguir haciendo negocios en Tongkou y estaba a punto de cosechar los frutos de haberme introducido en la familia Lu. No quería poner en peligro su posición, pero ya se había saltado muchas normas para beneficiar a su sobrina. Al final resolvió mentalmente la ecuación, asintió con la cabeza y se marchó.
Al día siguiente regresó con tres crías, hijas de unos campesinos que trabajaban para mi suegro. Dicho de otro modo: eran niñas como yo, pero que no habían disfrutado de mis ventajas.
Fue un mes agotador. Enseñé a cantar a las niñas. Las ayudé a buscar palabras bonitas para describir a Flor de Nieve -a quien no conocían de nada- en sus libros del tercer día. Si no sabían un carácter, yo se lo escribía. Si se dedicaban a perder el tiempo cuando debían confeccionar las colchas, las llevaba aparte y les susurraba que sus padres las castigarían si no realizaban bien las tareas para las que las habían contratado.
¿Recordáis cómo se sentía mi hermana mayor durante los ritos nupciales? Estaba muy triste por tener que marcharse de su casa natal, pero todos consideraban que iba a hacer una buena boda. Las canciones que entonó no eran ni demasiado trágicas ni demasiado alegres, y reflejaban lo que iba ser su futuro. Por mi parte, había tenido sentimientos encontrados acerca de mi matrimonio. También estaba triste por tener que abandonar mi casa natal, pero al mismo tiempo me sentía emocionada porque mi vida iba a cambiar para mejor. En mis canciones había elogiado a mis padres por haberme criado y les había dado las gracias por lo mucho que habían trabajado por mí. El futuro de Flor de Nieve, en cambio, se vislumbraba sombrío. Era algo que nadie podía negar ni cambiar, de modo que nuestras canciones estaban impregnadas de melancolía.
– Madre -cantó Flor de Nieve un día-, padre no me plantó en una colina soleada. Viviré para siempre en la sombra.
Y su madre contestó:
– Ciertamente, es como plantar una flor hermosa en un muladar.
Las tres niñas y yo no podíamos sino estar de acuerdo, y alzamos nuestras voces al unísono para repetir ambas frases. Así es como hacíamos las cosas: con sentimiento, pero a la manera tradicional.
Hacía cada vez más frío. Un día, vino el hermano menor de Flor de Nieve y tapó las celosías con papel, aunque eso no impidió que la humedad siguiera entrando en la casa. Teníamos los dedos rígidos y enrojecidos a causa del frío. Las tres niñas campesinas no se atrevían a quejarse. Como no podíamos continuar de aquella manera, propuse que nos trasladáramos a la cocina, donde podríamos calentarnos junto al brasero. La señora Wang y la madre de Flor de Nieve se plegaron a mi deseo, demostrando una vez más que yo tenía poder.
El libro del tercer día que había escrito para Flor de Nieve tiempo atrás estaba lleno de espléndidas predicciones acerca de su futuro, pero aquellas frases ya no eran pertinentes. Empecé de nuevo. Corté un trozo de tela añil para confeccionar las tapas, entre las que coloqué varias hojas de papel de arroz que cosí con hilo blanco. En las esquinas de la primera hoja pegué recortes de papel rojo. En las primeras páginas escribiría mi canción de despedida; en las siguientes presentaría a mi laotong a su nueva familia, y las últimas las dejaría en blanco para que ella escribiera lo que quisiera y guardara las muestras de sus bordados. Molí tinta en el tintero de piedra y cogí el pincel. Dibujé los trazos de nuestra escritura secreta con gran esmero. No debía permitir que mi mano, tan temblorosa a causa de las emociones de aquellos días, estropeara los sentimientos que pretendía expresar.
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