Era una carpeta típica, salvo que estaba mucho más ordenada que la mayoría. La correspondencia, en su propio sobre, solo contenía cartas de Renee y ninguna respuesta de Eileen. Tiré el sobre a un lado sin importarme dónde caía.
El índice del sumario contenía órdenes de prohibiciones contra el marido de Eileen. Quince órdenes en total con citas de contumacia cuando la orden anterior había sido desobedecida. Había multas impuestas al marido, pero este debía haber sido a prueba de jueces. Había órdenes de prisión, pero había desaparecido. El expediente contaba una historia, si uno era capaz de leerla entre citaciones y órdenes. La justicia no podía lograr que el marido dejara de golpear a Eileen. Jamás se lo quitaría de encima, por más que cambiara de domicilio o de forma de vida.
Hasta que murió.
¿Se había tomado Eileen la justicia por su mano? ¿La había encubierto Renee o lo había hecho ella misma? ¿Era posible? Recordé el drama de la infancia de Renee y las palizas que había sufrido. Había cosas peores que podían hacer los padres a sus hijas que abandonarlas. Renee había dicho que conocía la profundidad de mi rabia, quizá porque ella conocía muy bien la propia. Y tal vez la ira de Eileen había puesto el dedo en la llaga. Me dolía la cabeza. Me dolía hasta pensar. Necesitaba dormir, descansar y comer, pero ahora no podía hacerlo.
Dejé el índice del sumario y busqué las notas de Renee. Arriba estarían sonando las sirenas en mi búsqueda. Azzic y sus policías estarían barriendo la ciudad. Creía que nadie me había visto entrar en el edificio, pero acaso estuviera equivocada. Quizá ya estaban en la puerta, entrando en el edificio y a punto de encontrar la escalera del sótano. O ya habrían dado con la puerta.
Todavía no. Ahora no. Me faltaba un último paso.
Renee estaba relacionada con el asesinato del marido de Eileen y yo no sabía cuál era la conexión con la muerte de Mark. ¿Había descubierto Mark la verdad y por eso Renee lo había matado? Ambos hombres habían sido apuñalados.
Encontré unas notas con mis dedos húmedos. Entrecerré los ojos para poder leerlas, pero no podía enfocar bien. Me sentí desorientada, débil. Las notas estaban escritas con bolígrafo sobre papel oficial; al parecer eran notas sobre una entrevista con Eileen. Estaba tan cerca que podía olerías, pero no las podía leer. El dolor de cabeza me estaba matando y la letra era ilegible. Alcé el papel. Renee no tenía tan mala letra. Traté de recordar, pero mi cerebro se negaba a funcionar.
Arrojé el papel a un lado y pasé rápidamente las páginas. Me sentí enferma, demente, desconcertada. ¿Dónde estaba? ¿Qué era lo que buscaba? Tenía que haber una respuesta. Mark estaba muerto. Bill estaba muerto. Tenía que hallar la respuesta. Tenía que estar ahí. La primera denuncia estaba delante de mis ojos. Arranqué página tras página, haciéndolas volar. Hasta que llegué a la última. Las firmas.
Atención. La firma de Renee Butler. Se movía y me desafiaba como un pez en el agua. Puse la página con la firma al lado de la página con las notas. Eran totalmente diferentes. Renee tenía una buena caligrafía, pero las notas eran horrendas. ¿Quién había tomado esas notas? ¿Quién más había trabajado en el caso de Eileen? ¿Otro abogado del centro? ¿Quién?
Repasé otra vez el expediente, y finalmente lo tiré al sucio suelo de cemento. Pasó una cucaracha por las inmediaciones, pero no le presté atención mientras volvía a pasar las páginas que volaban en todas direcciones. Estaba perdiendo el juicio. Encontré el recorte y volví a leerlo, luego lo arrojé al otro extremo del cuarto.
Piensa. Piensa, piensa. Supongamos que Renee mató al marido de Eileen, ¿qué tenía que ver eso con la muerte de Mark? ¿Dónde estaba Renee la noche de la muerte de Mark? ¿Qué había dicho la mujer de la limpieza justo antes de que llegaran los policías? ¿Y qué había dicho Hattie sobre que Renee había llevado a casa una caja con cosas mías?
Apenas podía respirar. Me zumbaba la cabeza. Había jugado todas mis cartas y ahora no tenía más. Me eché hacia adelante y caí al suelo desnuda como una loca en régimen de aislamiento. Cerré los ojos con fuerza y gemí en silencio con cada músculo al límite del miedo y del cansancio. Era el grito silencioso de una mujer desnuda sobre el suelo. Un aullido secreto de angustia pura.
Y entonces todo se aclaró. Abrí los ojos y me senté.
Había estado delante de mí y yo no lo había visto. Escondido ante mi vista.
Ahora lo único que debía hacer era probarlo y evitar que me asesinasen en el proceso.
– Buenos días -dije por mi teléfono móvil-. ¿Es Leo, el León?
– ¡Rosato! -gritó, atónito, Azzic-. ¿Qué mierda…?
– -Estoy en el juzgado federal. Décimo piso. Es mejor que se presente lo antes posible.--Colgué, guardé el teléfono y salí del taxi. Todo estaba dispuesto y a punto de ponerse en movimiento.
Traspasé las puertas del juzgado. La comisaría central estaba a pocas manzanas y el tráfico no sería problema. Azzic vendría volando. Verifiqué la hora. Las nueve y media. Pensé que tenía unos diez minutos como máximo para hacerlo. Crucé la recepción.
Había empleados empujando carritos sobre el suelo lustrado. Los abogados conspiraban con los clientes antes del juicio. Los oficinistas se encaminaban a sus trabajos. No había policías a la vista, solo unos pocos guardias de seguridad con uniformes azules hablando entre ellos cerca del ascensor. Mantuve la cabeza gacha y me puse a la cola ante el detector de metales. No era tan larga como había esperado. Se me hizo un nudo en el estómago. Miré el reloj. Las nueve y treinta y cinco.
Eché un vistazo a un diario sensacionalista que llevaba una joven delante de mí. BUSCADA POR DOBLE ASESINATO, anunciaba el titular. Oh, no. Era mi propio rostro en primera página. Un retrato del tamaño de un bolígrafo, completo y con un nuevo peinado. Se me retorcieron las tripas. Si alguien me reconocía, era mujer muerta.
Bajé la cabeza. Me resonaba el corazón en el pecho. Manten la calma, muchacha. Nadie espera ver a una asesina en el juzgado, en especial con mi vestimenta, ya que llevaba una clásica chaqueta roja sobre un vestido negro y elegantes gafas oscuras. Era la única ropa de mujer de negocios que me había enviado el tendero y no tenía ninguna pinta de fugitiva. Parecía una alta ejecutiva. Enderecé las hombreras, puse cara de profesional atareada y fruncí el entrecejo cuando miraba el reloj. Las nueve y treinta y ocho.
La mujer puso la cartera y el diario en la cinta transportadora. El diario mostraba mi cara. Resistí la tentación de salir disparada. ¿La había visto alguien? El guardia de seguridad estaba sentado al lado de la cinta, pero observaba el desfile de imágenes en rayos X de su monitor. Si levantaba la mirada, vería la primera página. Le bastaría con echar una ojeada.
– Señorita, siga adelante -dijo a mi izquierda un guardia de mayor edad. Ni siquiera me había percatado de que estaba allí.
– Sin duda… Lo siento -tartamudeé apartando los ojos del diario. Pasé por el detector con el diario viajando en paralelo conmigo y abrumándome con la falsa acusación de su primera página. Observé al guardia sentado en el taburete, pero seguía con la mirada fija en el monitor. La mujer recogió el periódico y sus otras pertenencias y pasó de largo. Respiré hondo y cogí la cartera en cuanto apareció sobre la cinta.
– -Está muy oscuro para llevar gafas de sol, ¿no le parece? --dijo el guardia con una sonrisa de chulo.
– -Ojos enfermos --dije. Pasé a su lado y me perdí entre la multitud que esperaba impaciente los ascensores. Miré la hora con la mayor naturalidad posible. La nueve y cuarenta. Los segundos pasaban casi palpablemente. Los ascensores tardaban una eternidad. Dios santo. Tendría que haberme dado más tiempo, haber previsto las demoras. Las sirenas policiales sonaron en la calle y nadie, salvo yo, les hizo caso. «Dadme otros cinco minutos de libertad.» Tenía que llegar arriba y pronunciar la declaración de mi vida. Me la jugaba.
Читать дальше