Cogí el mapa Keystone AAA que encontré en la guantera y lo comparé con el de la señora Zoeller. La habría llamado de no haber sido por un posible pinchazo telefónico. No quería dejar pistas, en especial las que pudieran confirmar la teoría policial de que Eileen y yo éramos cómplices. No, tendría que arreglármelas sola. Miré los mapas. Diablos, tenía que estar cerca.
Mierda. Era mejor que siguiera conduciendo y tratara de encontrarla. Tiré los mapas sobre los papeles de envolver las salchichas, puse las luces cortas y di marcha atrás. Al cambiar a las largas, brillaron sobre un pequeño cartel entre los árboles. 149. ¿Qué? Limpié el parabrisas con la palma de la mano. 149 Cogan Road. ¡Había acertado! ¡La cabaña!
Apagué el motor y salí del coche cubriéndome con la portada de un disco de Eddie Vedder. La lluvia traspasaba las ramas de los árboles y me empapaba el vestido. Avancé trastabillando por la maleza con mis zapatos de ciudad y abriéndome paso con una mano extendida en la oscuridad. De haberlo previsto, habría dejado las luces puestas, pero de haberlo previsto todo de antemano, tampoco ahora me estarían buscando por un doble asesinato.
Me guiaba la luz de la cabaña, que tenía un brillo amarillo y forma cuadrada a través de los árboles. Por suerte, no oí ningún ruido siniestro de animales alrededor. Me gustaba la vida al aire libre, pero con correa para los animales y con animalitos a los que poder besar! Proseguí mi camino y me llevé por delante una rama que me empapó un hombro.
Mierda. Pasé por encima de un tronco caído con los zapatos llenos de agua. Sólo podía ver la silueta de la cabaña. El foco de luz crecía y se hacía más próximo. Pisé el lodo y las hojas mojadas y en diez minutos llegué a un claro del bosque. Allí estaba. La cabaña. Era de madera gastada y envejecida, de un solo piso y bastante estrecha.
Me sentí llena de ánimos. Vería a Bill y llegaría al fondo del asunto. Me acerqué a la puerta también de madera. Me situé sobre la gastada alfombrilla de la entrada llamé a la puerta.
– ¿Bill? -llamé en voz baja, demasiado paranoica para gritar aunque no se viera a nadie. No hubo respuesta.
– Soy Bennie. Déjame pasar. -Volví a llamar, esta con más fuerza. Tampoco hubo respuesta.
– Me envía tu madre. Quiero ayudarte. – Busqué el pomo de la puerta, pero no existía; solo había un pie porte y un gancho oxidados desde hacía años. Supuse que la seguridad no era un problema en este desierto.
Empujé la puerta. De repente, algo se me clavó en tobillo.
– -¡Ay! --chillé. Di una patada y aquello se desprendió? La portada del disco cayó por los suelos.
– -¡Miau! --me llegó a los oídos, y miré hacia abajo. A mis pies y agachado en el resplandor de la luz que venía de la habitación había un gatito con el lomo encorvado. Dios santo. Tragué saliva, cogí al gato y le pedí a mi corazón que dejara de palpitar tan fuerte. Traspasé e umbral y entré en la cabaña.
– -Bill, mira lo que te ha traído el gato -dije, pero no se oyó más sonido que la lluvia sobre el tejado. Mi quedé inmóvil en medio de la sala, que estaba vacía y silenciosa. Tenía un viejo camastro, una lámpara con una tenue bombilla y una pequeña cocina de campaña. Colgaban útiles y ropa de caza de un estante en la pared. No había televisor, teléfono ni radio. Bill no estaba a la vista. No había nadie. Nada parecía fuera de lugar, pero me estaba poniendo nerviosa.
– ¿Miau? -El gato saltó desde mis brazos con el rabo doblado como un signo de interrogación.
– No me lo preguntes a mí, gato.
El gato se dirigió a una habitación contigua que supuse que era el dormitorio. Lo seguí presa de nervios y tanteé la pared para encontrar la luz.
La encendí. La visión fue horrenda. Allí, sobre la cama, con pantalones y una camiseta, yacía Bill.
Muerto.
Bill tenía los ojos abiertos y su rostro parecía congelado; la piel tenía el típico color gris blanquecino de los cadáveres. Había sangre reseca que le había salido de la nariz y permanecía sobre sus pecas infantiles manchando de marrón la camisa y empapando una vieja alfombra al pie de la cama. Yo no podía creer lo que veía, incluso mientras inspeccionaba su cuerpo con la mirada.
Un globo rojo retorcido estaba anudado en el antebrazo como un torniquete. Parecía escandalosamente fuera de lugar, tan alegre y brillante, al lado de una aguja letal aún clavada en el brazo. El globo todavía estaba tenso, de modo que el brazo era la única parte del cuerpo de Bill que seguía conteniendo sangre. Lo tenía enrojecido y grotescamente hinchado, como del tamaño de una gran porra con los dedos amorfos y abultados. A su lado, sobre la cama, había una bolsa de plástico.
Me apoyé en la puerta del dormitorio. Me escocían los ojos, pero no podía apartar la mirada. Bill, ¿con drogas? ¿Una sobredosis? ¿Era posible?
El gato maulló. Saltó sobre la cama y se rascó inútilmente contra la pierna demasiado pálida de Bill.
Yo no había tenido la sensación de que Bill estuviera! metido en las drogas. ¿Era su primera dosis o se trataba de un error? ¿Acaso lo sucedido con Eileen y el presidente de Furstmann le había empujado a la adicción?
Recordé a la señora Zoeller. Bill era su único hijo. Si yo hubiera llegado antes… Si no me hubiera perdido.
¿Por qué había muerto?
Me obligué a reflexionar. Volví a la imagen de Bill en la comisaría, sus brazos delgados y fofos y la camisa de obrero. ¿Acaso no tenía los brazos en perfecto estado cuando yo lo vi? Yo había tenido un cliente drogadicto que me había mostrado los brazos en una ocasión. Estaban tan llenos de heridas y hematomas que parecía recién llegado de la guerra.
El gato volvió a maullar andando de una punta a la otra de la cama.
Traté de controlar mis emociones y me agaché sobre el cuerpo de Bill; me llegó un olor de sangre y heces. Tenía los brazos rígidos y los inspeccioné. No había rastros de inyecciones en ninguno de los dos. No tenía sentido. ¿Era la primera vez que Bill se inyectaba heroína? ¿Era eso posible? ¿Y Eileen? ¿Tenía ella algo que ver con esto? ¿Qué sabía Bill?
Miauu.
Miré la habitación.
Había una mesita de noche sin nada encima y una cómoda barata con algunos papeles junto a un peine Ace. No había nada que revelara lo que había sucedido. Más allá de la cómoda estaba el lavabo, adonde me dirigí para echar un vistazo. Sobre un fregadero diminuto y roñoso había un tubo de pasta dentífrica y otro de Clearsil. No había ningún botiquín de medicinas, nada más que el aseo y un viejo espejo con el marco destartalado.
Miré desde allí el dormitorio y al pobre Bill sobre la cama. Sentía los palpitos de mi corazón y el pecho congestionado. Por lo que se podía ver, él se había sentado en la punta de la cama, inyectado la primera dosis de heroína y caído hacia atrás fulminado por la sobredosis.
– -¡Miau! ¡Miau!
– -Oh, cállate --le grité al animal, y al momento me arrepentí. Después de todo, era el gato de Bill. Lo alcé de la cama. Lo sentí flaco y huesudo, pero lo abracé. Me dio más ánimos de lo esperado. Me resultó evidente que lo necesitaba. Eché una ojeada a Bill y realicé un último e inútil examen ocular de la habitación, luego recogí la funda del disco y me fui.
Volví a cruzar el bosque a trancas y barrancas con las garras del gato clavadas en la ropa. La lluvia nos empapó hasta que al final logré ver el coche que brillaba en la oscuridad. Me encaminé hacia él confusa y aún atónita, tratando de pensar en Bill. Tenía que llamar a la señora Zoeller. Al diablo con mis temores telefónicos; su hijo había muerto. Temí su reacción. Llegué al coche, dejé al gato y marqué el número de los Zoeller.
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