Diane Liang - El Lago Sin Nombre

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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pekín, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostración pacífica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena política en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurrió ante los ojos de millones de personas.
Los dramáticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sueños de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos jóvenes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse.
Siete años más tarde, Diane regresa a su país natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus años universitarios y aquellos trágicos sucesos.
El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traumático periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, así como un testimonio político que nos lleva desde la Revolución Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.

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El campus era un hervidero de confianza. En cuanto pasé por el tranquilo riachuelo que serpenteaba por el jardín chino situado en las proximidades de la puerta sur, me encontré de inmediato a unos estudiantes que llevaban pinturas y pinceles. En un momento dado tuve qué parar y dejar paso a una gran pancarta en la que se leía: «Libertad para China». Un joven con el cabello largo y una banda en la cabeza y que llevaba una bandera plegada en una mano pasó por mi lado en bicicleta a toda velocidad; los dos extremos de la banda, anudados en la parte posterior de la cabeza, se agitaban en el aire como las alas de una mariposa blanca. Más estudiantes se dirigían al Triángulo, algunos iban asidos de la mano en silencio, otros hablaban en voz alta.

Mientras caminaba por el Triángulo, me fijé en varios carteles nuevos que cuestionaban la estrategia general del Movimiento y de los dirigentes estudiantiles. Aquellos llamados «pensamientos» habían aparecido con más frecuencia durante los últimos días. Uno de los carteles ponía en duda el estilo combativo de los dirigentes estudiantiles y argumentaba que ello podría aumentar la tensión y conducir a trágicas consecuencias. Unos días antes, temiendo un inminente derramamiento de sangre, la Alianza para Proteger la Constitución, un grupo de enlace entre trabajadores, ciudadanos y estudiantes había pedido a éstos que abandonaran la plaza, pero el Centro de Mando Estudiantil de la Plaza de Tiananmen, liderado por Chai Ling, rechazó la petición. Otro de los carteles de la pared planteaba la cuestión de las facciones políticas dentro de las más altas esferas gubernamentales, y afirmaba que algunos altos cargos podrían estar utilizando el Movimiento Estudiantil para eliminar a los reformistas. «Tened cuidado, queridos compañeros estudiantes, con los zorros astutos. No dejemos que nos utilicen. No sólo tenemos que ser valientes, sino también políticamente prudentes. De momento parece que han ganado los partidarios de la línea dura.»

De vuelta en mi nueva casa -la pequeña habitación de Eimin en el Edificio para el Joven Profesorado-, mi esposo me esperaba para ir a la puerta sur. Estaba previsto que hiciéramos el turno de noche en la plaza. Eimin insistió en que me llevara un jersey para la noche, pero no quise.

– Da igual. Ya he estado allí antes. La primera mitad de la noche tampoco hace demasiado frío. Y vamos a volver antes de medianoche, ¿no?

Bajamos y nos dirigimos hacia la puerta sur. Le hablé a mi nuevo marido sobre los textos provocativos que había visto en el Triángulo.

– ¿Tú crees que los estudiantes deberían abandonar la plaza? -pregunté.

– Personalmente creo que fue un error que el Centro de Mando Estudiantil rechazara la idea; he oído que, en realidad, la mayoría de los miembros de la AAE votó a favor de ella. Cuanto más se intensifica el conflicto, más hay en juego. Es necesario que uno de los dos bandos se eche atrás. Pero me temo que no va a ser el gobierno.

– ¿Por qué no?

– Porque las tropas y los tanques ya están aquí. Mao Zedong siempre había dicho, y con toda la razón: «El que tiene las armas tiene el poder» -respondió Eimin.

– Pero hemos detenido a los tanques. No pueden entrar. Lo que el gobierno está haciendo no es más que un Zhi Louhu, un tigre de papel, temible sólo en apariencia.

– ¿Por qué crees que ningún movimiento estudiantil que actuara solo ha tenido éxito alguna vez en la historia de China, incluido el Movimiento del 4 de Mayo? Los estudiantes universitarios son un grupo demasiado selecto en China. Sólo una persona de cada mil.

Hablaba de una manera un tanto extraña, como si no estuviera de parte de los estudiantes. Imaginé que se daba cuenta de su edad, así como de su posición como miembro del profesorado.

– Pero esta vez es distinto. Esto ya no es sólo un movimiento estudiantil; los obreros de las fábricas han marchado hacia la plaza de Tiananmen, y también periodistas, miembros del Partido y oficinistas. Esta vez está todo el mundo incluido.

– Pero el ejército no está del lado de los estudiantes, ¿verdad? -me interrumpió Eimin.

– No. Todavía no. Pero podría suceder, nunca se sabe. Tal vez uno de los generales se rebelará, igual que en 1910, cuando los soldados se implicaron en el levantamiento que derrocó al emperador.

– ¿De verdad piensas eso? -insistió Eimin.

– Bueno…, incluso si no obtenemos el apoyo del ejército, ¿qué puede ocurrir? Están aquí todos los periodistas extranjeros, un montón de cámaras de televisión. El mundo está observando -repliqué recordando las palabras de Jerry.

Eimin se detuvo. Habíamos llegado a la puerta sur.

– Supongo que eso es lo que nadie sabe. Pero ¿acaso al gobierno le preocupará tanto guardar las apariencias como para dejar que su poder se vea amenazado?

Acababa de detenerse un camión. No cabía duda de que los que estaban a bordo regresaban de un turno bastante largo en la plaza: iban sucios y tenían aspecto de estar exhaustos. Los vitoreamos, pero pocos respondieron. Algunos parecían tener problemas para mantener los ojos abiertos. Vi a Wu Hong, un antiguo compañero de clase, y lo saludé con la mano. Llevaba su característico cabello largo y ondulado metido en una banda blanca que entonces estaba torcida y tenía las letras, que se habían escrito con pintura roja, arrugadas. Me respondió con una sonrisa.

Subimos al camión en cuanto éste acabó de descargar al grupo anterior. Cuando el vehículo dobló la esquina en Zhongguancun, el barrio de la Puerta Media, nuestro jefe de grupo desplegó la bandera y dejó que ondeara.

En la calle, la gente agitaba las manos para saludar a nuestro paso y gritaban:

– ¡Apoyo a los estudiantes que se manifiestan!

– ¡Queremos libertad!

– ¡Larga vida a los estudiantes!

Nosotros respondíamos:

– ¡Gracias por vuestro apoyo!

– ¡Lucharemos hasta conseguir la victoria!

– ¡Larga vida a la libertad y a la democracia!

Nos agarrábamos a los paneles laterales del camión, agitando las manos y gritando con entusiasmo, con el viento en los cabellos y el sol en los hombros. Saludé a las personas que iban en los autobuses, a las abuelas que pasaban cargadas con la compra y a los niños con el cuello abrigado con bufandas rojas. Saludé a los peatones que caminaban por detrás de las vallas de las calles y a los que vivían en los altos edificios de apartamentos. Aquel día, mientras me desplazaba en el camión abierto, estaba de muy buen humor, lo mismo que todo el mundo en Pekín. Me moría de ganas de estar allí, en la plaza de Tiananmen. Sentía que estaba realizando mi contribución, por pequeña que ésta fuera, a un mejor futuro para China, que tal vez hasta podía estar ayudando a forjar la historia.

Llegamos a la plaza de Tiananmen en el camión abierto alrededor de la hora de la cena. Al igual que en días anteriores, decenas de miles de estudiantes llenaban la enorme plaza de cuarenta y nueve hectáreas. Algunos de ellos, que habían recorrido hasta ochocientos kilómetros en tren, se manifestaban a la manera tradicional china: sentados en silencio. Sentarse en silencio para desafiar a la ley marcial y al gobierno.

Habían llegado tiendas donadas por partidarios de Hong Kong y de otros países del sudeste asiático. Los manifestantes, agrupados por universidades, estaban sentados junto a las tiendas, bajo sus banderas y pancartas. En el extremo sur de la plaza, cerca de la Puerta Zheyang, la Puerta del Sol Sincero, había una pancarta desplegada a medias rezaba: «Democracia, Libertad, Derechos Humanos».

En el centro de la plaza se alzaba el Monumento a los Héroes del Pueblo. Iluminado por la cálida luz del sol, el obelisco parecía una espada gigantesca que penetrara en el cielo azul. Al pie del monumento había establecido su base el Centro de Mando Estudiantil de la Plaza de Tiananmen, una organización creada el 21 de mayo, un día después de declararse la ley marcial en Pekín. Los altavoces no dejaban de transmitir noticias y discursos de los dirigentes estudiantiles.

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