Diane Liang - El Ojo De Jade

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La moderna y emprendedora Mei acaba de abrir una agencia privada de detectives en pleno corazón de Pekín. Esta mujer joven es un símbolo evidente del gran cambio cultural y ecónomico que está viviendo China. Al volante de su Mitsubishi rojo, y con un hombre como secretario, Mei está preparada para su nuevo trabajo. Cuando un cliente le pide que encuentre un valioso jade de la dinastía Han sustraído de un museo en plena Revolución Cultural, Mei se verá obligada a profundizar en ese oscuro periodo de la historia de China.
La investigación de Mei revela una trama que tiene mucha más relación con el pasado y la historia de su propia familia de lo que podría haber esperado. Esto la llevará a la trastienda de Pekín y a un secreto tan bien guardado que, desenterrarlo, amenazará con destruir lo que Mei consideraba sagrado…

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Mei se quitó el abrigo y se soltó el pelo. Fingió que estaba interesada en comprar litografías, y mientras tanto no le quitaba el ojo a la entrada del sitio de Wu el Padrino.

Era un caserón de dos plantas con una entrada elevada, flanqueada por largas ventanas y un balcón en el primer piso. Las barandillas de las ventanas y del balcón estaban hechas de finos listones de madera, conformando delicados dibujos geométricos que recordaban a los caracteres chinos.

Al cabo de veinte minutos Mei vio salir a Wu el Padrino, vestido con una chupa negra de cuero con el cuello levantado. Se detuvo en lo alto de la escalera y se encendió un pitillo con ademanes lentos y calculados. Mientras lo fumaba, ojeó la calle en ambos sentidos; luego bajó los escalones, volvió a comprobar la calle, escupió entre sus propios pies y giró hacia la derecha.

Mei aprovechó la ocasión, incorporándose a la riada de compradores que derivaban hacia la parte sur de la calle Xinhua, sin despegar la vista de Wu el Padrino.

Un taxi rojo dio un giro de ciento ochenta grados y se paró en la entrada de la zona peatonal. Su luz se apagó y emergieron una mujer china y un hombre blanco. Wu el Padrino agitó el pitillo que llevaba emparedado entre los dedos, haciendo señas al conductor para que diera la vuelta con el taxi. Cuando éste se hubo detenido, Wu el Padrino tiró el pitillo al suelo de un golpe de muñeca y se metió dentro. La luz del taxi se encendió. Con un carraspeo de humo negro arrancó en dirección a la Puerta de la Paz.

Mei corrió hacia su coche.

Los escalones que llevaban a la entrada del Centro Lufthansa estaban invadidos de compradores y bolsas con compras. Por todas partes había confusión: amigos que buscaban a sus amigos, familias que discutían cómo volver a casa. Un hombre zigzagueaba entre la multitud vendiendo los relojes que llevaba en el forro del abrigo. De vez en cuando, un coche de lujo se detenía frente al centro comercial para verter a una chica guapa y su Dakuan: su Potentado.

Wu el Padrino se apeó del taxi y subió despacio los escalones, mirando alrededor. Parecía estar buscando algo o a alguien.

Mei continuó hasta el aparcamiento y apagó el motor. En lo alto de la escalera, Wu el Padrino se detuvo. Encendió un pitillo.

Desde un kiosco, un altavoz arrojaba publicidad de la última edición de una guía de la programación televisiva. Los taxistas se disputaban a los pasajeros. Los coches particulares se disputaban las plazas de aparcamiento.

No pasó mucho tiempo hasta que Wu el Padrino se puso en movimiento. Machacó el pitillo con el tacón y en dos zancadas bajó a recibir a un gran coche negro que acababa de detenerse. La puerta del coche se abrió. Un hombre alto con una lustrosa chaqueta deportiva salió de él, seguido de una joven patilarga de la misma estatura.

Los dos hombres se dieron la mano y conversaron. La chica fue presentada. La gente se volvía a mirar a la guapa pareja. El chófer señaló hacia un sitio cercano a la entrada y le dijo algo al hombre, probablemente indicando que esperaría allí. Mientras el coche se iba, Mei se fijó en que era un Audi, y en que tenía matrícula de Pekín.

Wu el Padrino y la guapa pareja entraron en el centro comercial.

Mei salió de su coche para seguirlos.

Capítulo 11

La soledad es lo que nos acompaña hasta el final, pensó Ling Bai, mientras su cuerpo golpeaba el suelo. Oyó el ruido de la porcelana al romperse, primero un sonoro estallido, luego un leve tintineo. La «sopa de flores de tofu» estaba ahora por todo el suelo: blancos pedazos gelatinosos que temblaban encima de un espeso caldo oscuro. Dos panes al vapor cayeron rodando hacia la estantería. Súbitamente el cuarto se llenó de olor a comida.

Ling Bai estiró la mano tratando de agarrar la pata de la mesa, para tirar de ella y acercar el cuerpo al teléfono rojo cubierto con un paño que había en la mesita del vestíbulo. Sentía ya cómo se amortiguaba el dolor en el lado izquierdo de su cuerpo y supo que en unos segundos ya no sería capaz de moverse en absoluto. El corazón le batía con fuerza. Boqueó y boqueó, pero no podía respirar. Se debatió como una mujer que se ahoga pidiendo ayuda.

Yacía con la cabeza sobre el frío suelo. Recordó la primavera que entraba por la ventana de su cocina, abertura de un metro cuadrado en una caja de cerillas de seis pisos. Pensó en la pintura inacabada que tenía en su estudio; era un tema tradicional: un gato jugando con una pelota en un jardín de rocas. Ante ella estaba, contemplando la composición, mientras los panes rellenos de carne se cocían al vapor en el hornillo.

La luz del sol se había colado en la salita. Ahora el día era transparente y ligero. Ling Bai sintió su cuerpo flotar hacia la claridad y la paz del más allá. Cerró los ojos y dejó de luchar.

Sin embargo el dolor, terrenal y pesado, empezó a tirar de ella hacia abajo, para recordarle la oscuridad de la muerte. Ling Bai se contrajo involuntariamente y gimió. No le importaba morir, pero no quería irse antes de ser perdonada.

Capítulo 12

Cuando Mei llegaba a lo alto de las escaleras, su móvil sonó, sorprendiéndola. En lugar de cogerlo empujó la puerta de cristal para entrar en el blanco vestíbulo de una perfumería. Frente a ella, magníficos carteles de Shiseido y Dior. Las vendedoras con su maquillaje perfecto hablaban en murmullos de cremas y carmines. No había ni rastro de Wu el Padrino y sus amigos. Mei miró alrededor con irritación, preguntándose cómo habían podido desaparecer tan rápido y por dónde debería empezar a buscar. Su móvil sonó otra vez.

Esta vez lo cogió, intentando mantener la voz en un susurro:

– ¿Quién es?

Era Gupin, gritando. Tenía más acento de lo habitual.

– Cálmate. No entiendo lo que estás diciendo.

– ¡Rápido, Mei! A tu madre le ha ocurrido algo.

Veinte minutos más tarde, Mei machacaba el acelerador por las concurridas calles de Chaoyang en su Mitsubishi rojo. A la entrada de la carretera de circunvalación se detuvo, bloqueada en un atasco de taxis y coches particulares que pugnaban por meterse en la autopista. Mei dio un bocinazo largo y ruidoso.

La carretera de circunvalación se abrió como una navaja relampagueante bajo el cielo azul. Mei pasó el Puente de los Tres Principios y otros lugares que recordaba bien de camino al apartamento de su madre.

Años antes, cuando estaba en los últimos cursos de la universidad, hizo una excursión en bici por la costa Este. Había respondido a un anuncio de un tablón del recinto universitario que decía: «Tres estudiantes de doctorado de Ciencias Políticas buscan tres chicas que vayan con ellos en bicicleta para asistir al aniversario del terremoto de Tangshan. Que sean divertidas y aventureras».

Doscientas mil personas habían muerto en aquel terremoto de 1976. Diversión y aventura no eran exactamente las palabras que venían al pensamiento. Pero Mei respondió al reclamo de todas formas. Aquel viaje los llevó a los seis más allá de Tangshan. Tres semanas y ochocientos kilómetros más tarde, dos de las bicicletas estaban para el desguace. Las chicas estaban agotadas. Haciendo señas, detuvieron un camión para que los llevara en el último tramo de su recorrido y llegaron al Puente de los Tres Principios de Pekín cubiertos de picaduras de mosquito y arañazos menores. Ella todavía tenía una foto de los seis, sonriendo triunfantes en el puente, las bicicletas amontonadas en la acera como pura chatarra.

Aquél solía ser para Mei el camino de vuelta a casa. En aquellos tiempos era el símbolo de la recién hallada prosperidad pekinesa. Todavía quedaban campos verdes al norte de la carretera. «¿Dónde está mi casa ahora?», se preguntó Mei. Ella y Lu se habían marchado del apartamento de su madre hacía mucho tiempo. A medida que se construían más alturas, el paisaje que bordeaba la carretera fue adquiriendo formas nuevas e irreconocibles. Lo mismo que sus vidas.

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