La textura de la comida, en lo que atañe a ternura, elasticidad, fragilidad y suavidad, es sobre todo cuestión de ajustar el calor del fuego. Los restaurantes chinos pueden producir platos que no son posibles en el hogar, porque están equipados con buenas cocinas. En cuanto a sabor, hay claramente dos clases de comidas: las que se sirven mejor en su propio jugo, sin alteración, salvo la de la sal y la salsa de soya, y las que saben mejor cuando se las combina con el sabor de otra comida. Así, en el caso del pescado, la trucha fresca o el pez mandarín deben ser preparados en sus propios jugos para obtener el sabor completo, en tanto que los pescados más grasosos, como el sábalo, tienen mejor gusto con habas chinas en vinagre. El succotash, un potaje norteamericano de maíz tierno, fríjoles y habas, es un ejemplo de perfecta combinación de sabores. Hay en la naturaleza ciertos sabores que parecen hechos uno para el otro, y se logra su más alto grado de deleitabilidad solamente en recíproca combinación. Los brotes de bambú y la carne de cerdo parecen formar una pareja perfecta; pues cada ingrediente quita sabor al otro y le presta el suyo. El jamón, no sé por qué, se combina bien con los sabores dulces, y uno de los platos que más enorgullecen a mi cocinero en Shanghai es el jamón con ricos dátiles dorados de Pekín, hervidos juntos en una cacerola. También se combinan muy bien los negros hongos de troncos de árboles con huevos de pato, en sopa, y la langosta de Nueva York con el nanju chino, una salsa de gelatina de habas en vinagre. En realidad, hay una gran clase de comestibles cuya principal función parece ser la de prestar sabor a otras comidas: hongos, brotes de bambú, tsats'ai de Szechuen, etc. Y hay una numerosa clase de comidas, la que más valoran los chinos, sin sabor propio, que dependen enteramente del sabor que les prestan otros ingredientes.
Las tres características necesarias de las delicadezas chinas más caras son su condición de: incoloras, inodoras e insípidas. Estos artículos son las aletas de tiburón, los nidos de pájaros y los "hongos plateados". Todos son gelatinosos y no tienen color, sabor ni olor. La razón de su gusto maravilloso es que siempre se los prepara en la más costosa de las sopas que sea posible hacer.
VIII. ALGUNAS CURIOSAS COSTUMBRES OCCIDENTALES
Una gran diferencia entre la civilización oriental y la occidental es que los occidentales se estrechan mutuamente las manos, mientras nosotros nos estrechamos las manos propias. De todas las costumbres occidentales ridículas, creo que la de estrecharse las manos es una de las peores. Yo puedo ser muy progresista y capaz de apreciar el arte occidental, la literatura, las medias de seda norteamericanas, los perfumes franceses y hasta los acorazados británicos, pero no puedo concebir cómo los europeos, tan progresistas, han permitido que persista hasta hoy esta ridícula costumbre de estrecharse las manos. Sé que hay en Occidente grupos particulares de individuos que protestan contra esta costumbre, así como hay gente que protesta contra la igualmente ridícula de usar sombreros o cuellos. Pero parece que estas personas no progresan y que aparentemente se les toma por gente que se ahoga en un vaso de agua y que desperdicia su energía en trivialidades. Como chino, debo sentir más fuerte oposición que los europeos contra esta costumbre occidental, y siempre prefiero estrecharme mis propias manos, cuando encuentro o me separo de otras personas, según la antiquísima etiqueta del Celeste Imperio.
Claro está que todo el mundo sabe que esta costumbre sobrevive a los días bárbaros de Europa, como la costumbre de quitarse el sombrero. Estas costumbres se originaron en los barones y los caballeros, los ladrones medievales, que tenían que levantarse la visera o quitarse los guanteletes de acero para demostrar que estaban amistosa o pacíficamente dispuestos hacia el otro individuo. Claro está que es ridículo, en los días modernos, repetir los mismos gestos, cuando ya no usamos cascos ni guanteletes; pero persistirán siempre las cosas que sobreviven a las costumbres bárbaras, como lo demuestra la persistencia de los duelos hasta nuestros días.
Me opongo a esta costumbre, por razones higiénicas y muchas otras. Darse la mano es una forma de contacto humano sujeta a las mayores variaciones y distinciones. Un estudiante norteamericano de ideas originales bien podría escribir, para doctorarse, una tesis sobre "Estudio en tiempo y movimiento de las variedades del apretón de manos", pasarle revista en debida forma, en cuanto a presión, duración, humedad, respuesta emotiva, y cosas así, y estudiarlo también en todas sus posibles variaciones con respecto al sexo, la altura de la persona (dándonos, seguramente, muchos "tipos de diferencias marginales"), la condición de la piel en cuanto esafectada por el trabajo profesional y la diferencia de clases sociales, etc. Con unas pocas cartas y tablas de porcientos, estoy seguro de que el candidato no tendría dificultad en graduarse, siempre que hiciera suficientemente abstruso y fatigoso todo ese estudio.
Consideremos ahora las objeciones higiénicas. Los extranjeros en Shanghai, que dicen que nuestras monedas de cobre son depósitos de bacterias y no quieren tocarlas, piensan aparentemente que no hay nada de malo en dar la mano a Tom, Dick y Harry en la calle. Esto es en verdad ilógico, porque, ¿cómo se puede saber que Tom, Dick y Harry no han tocado esas monedas de las que escapan los demás como si fueran veneno? Lo peor es que a veces se ve a un hombre de aspecto tuberculoso que se cubre higiénicamente la boca con la mano mientras tose, y un instante después extiende la mano para estrechar amistosamente la de otra persona. En este sentido, nuestras costumbres celestiales son en verdad más científicas, porque en China cada uno se estrecha las manos propias. No sé cuál fue el origen de esta costumbre china, pero sus ventajas, desde el punto de vista médico o higiénico, no pueden ser negadas.
Existen también objeciones estéticas y románticas al apretón de manos. Cuando uno estira la mano, queda a merced de la otra persona, que está en libertad de estrecharla tanto como quiera y todo el tiempo que quiera. Como la mano es uno de los órganos más delicados y dúctiles del cuerpo, es posible efectuar todas las variedades posibles de presión. Se puede citar, primero, el apretón tipo Y. M. C. A.; esto ocurre cuando el otro nos palmea el hombro con una mano y nos da un violento sacudón con la otra, hasta que nos parece que nos están por saltar todas las coyunturas. En el caso de un secretario de la Y. M. C. A. que sea a la vez un buen jugador de cualquier deporte -y las dos cosas suelen darse juntas a menudo-, la víctima no sabe si reír o gritar. Junto a su manera francachona e imperativa, este tipo de apretón de manos parece decir: "Oiga, ahora está usted en mi poder. Tiene que comprarme una entrada para la próxima reunión o prometerme que se llevará un folleto, antes de que le suelte la mano." En tales circunstancias, siempre me muestro muy dispuesto a sacar la cartera.
Si bajamos en esta escala, encontramos diferentes variedades de presión, desde el apretón indiferente, que ha perdido todo significado, hasta esa especie de apretón furtivo, trémulo, remiso, que indica que el dueño de la mano tiene miedo de la otra persona, y finalmente la elegante dama de sociedad que se digna ofrecer las puntitas de los dedos, en una forma que casi ordena mirarle las uñas pintadas. Todas las clases de relaciones humanas, pues, se reflejan en esta forma de contacto físico entre dos personas. Algunos novelistas pretenden poder decir el carácter que tiene un hombre por su tipo de apretón de manos, y distinguen las manos dominantes, las furtivas, las deshonestas y las débiles y pegajosas que nos causan instintiva repulsión. Yo deseo librarme de la preocupación de analizar el carácter moral de una persona cada vez que tengo que verla, o saber, por el grado de la presión de su mano, el aumento o disminución de su afecto por mí.
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