Los cronistas de otros tiempos decían que podía recorrerse Cuba, a todo lo largo, a la sombra de las palmas gigantescas y los bosques frondosos, en los que abundaban la caoba y el cedro, el ébano y los dagames. Se puede todavía admirar las maderas preciosas de Cuba en las mesas y en las ventanas de El Escorial o en las puertas del palacio real Madrid, pero la invasión cañera hizo arder, en Cuba, con varios fuegos sucesivos, los mejores bosques vírgenes de cuantos antes cubrían su suelo. En los mismos años en que arrasaba su propia floresta, Cuba se convertía en la principal compradora de madera de los Estados Unidos. El cultivo extensivo de la caña, cultivo de rapiña, no solo implicó la muerte del bosque sino también, a largo plazo, «la muerte de la fabulosa fertilidad de la isla [13]». Los bosques eran entregados a las llamas y la erosión no demoraba en morder los suelos indefensos; miles de arroyos se secaron. Actualmente, el rendimiento por hectáreas de las plantaciones azucareras de Cuba es inferior en más de tres veces al de Perú, y cuatro veces y media menor que el de Hawai. El riesgo y la fertilización de la tierra constituyen tareas prioritarias para la revolución cubana. Se están multiplicando las presas hidráulicas, grandes y pequeñas, mientras se canalizan los campos y se diseminan, sobre las castigadas tierras, los abonos.
La «sacarocracia» alumbró su engañosa fortuna al tiempo que sellaba la dependencia de Cuba, una factoría distinguida cuya economía quedó enferma de diabetes. Entre quienes devastaron las tierras más fértiles por medios brutales había personajes de refinada cultura europea, que sabían reconocer un Brueghel auténtico y podían comprarlo; de sus frecuentes viajes a París traían vasijas etruscas y ánforas griegas, gobelinos franceses y biombos Ming, paisajes y retratos de los más cotizados artistas británicos. Me sorprendió descubrir, en la cocina de una mansión de La Habana, una gigantesca caja fuerte, con combinación secreta, que una condesa usaba para guardar la vajilla. Hasta 1959 no se construían fábricas, sino castillos de azúcar: el azúcar ponía y sacaba dictadores, proporcionaba o negaba trabajo a los obreros, decidía el ritmo de las danzas de los millones y las crisis terribles. La ciudad de Trinidad es, hoy, un cadáver resplandeciente. A mediados del siglo XIX, había en Trinidad más de cuarenta ingenios, que producían 700 mil arrobas de azúcar. Los campesinos pobres que cultivaban tabaco habían sido desplazados por la violencia, y la zona, que había sido también ganadera, y que antes exportan carne, comía carne traída de fuera.
Brotaron palacios coloniales, con sus portales de sombra cómplice, sus aposentos de altos techos, arañas con lluvia de cristales, alfombras persas, un silencio de terciopelo y en el aire las ondas del minué, los espejos en los salones para devolver la imagen de los caballeros de peluquín y zapatos con hebilla. Ahí está, ahora, el testimonio de los grandes esqueletos de mármol o piedra, la soberbia de los campanarios mudos, las calesas invadidas por el pasto. A Trinidad le dicen ahora «la ciudad de los tuvo », porque sus sobrevivientes blancos siempre hablan de algún antepasado que tuvo el poder y la gloria. Pero vino la crisis de 1857, cayeron los precios del azúcar y la ciudad cayó con ellos, para no levantarse nunca más [14]. Un siglo después, cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra conquistaron el poder, Cuba seguía con su destino atado a la cotización del azúcar. «El pueblo que confía su subsistencia a un solo producto, se suicida», había profetizado el héroe nacional, José Martí. En 1920, con el azúcar a 22 centavos la libra, Cuba batió el récord mundial de exportaciones por habitante, superando incluso a Inglaterra, y tuvo el mayor ingreso per capita de América Latina. Pero ese mismo año, en diciembre, el precio del azúcar cayó a cuatro centavos, y en 1921 se desató el huracán de la crisis: quebraron numerosas centrales azucareras, que fueron adquiridas por intereses norteamericanos, y todos los bancos cubanos o españoles, incluyendo el propio Banco Nacional. Solo sobrevivieron las sucursales de los bancos de Estados Unidos. Una economía tan dependiente y vulnerable como la de Cuba no podía escapar, posteriormente, al impacto feroz de la crisis de 1929 en Estados Unidos: el precio del azúcar llegó a bajar a mucho menos de un centavo en 1932, y en tres años las exportaciones se redujeron, en valor, a la cuarta parte. El índice de desempleo de Cuba en esos tiempos «difícilmente habrá sido igualado en ningún otro país». El desastre de 1921 había sido provocado por la caída del precio del azúcar en el mercado de los Estados Unidos, y de los Estados Unidos no demoró en llegar un crédito de cincuenta millones de dólares: en ancas del crédito, llegó también el general Crowder; so pretexto de controlar la utilización de los fondos, Crowder gobernaría, de hecho, el país. Gracias a sus buenos oficios la dictadura de Machado llega al poder en 1924, pero la gran depresión de los años treinta se lleva por delante, paralizada Cuba por la huelga general, a este régimen de sangre y fuego.
Lo que ocurría con los precios, se repetía con el volumen de las exportaciones. Desde 1948, Cuba recuperó su cuota para cubrir la tercera parte del mercado norteamericano de azúcar, a precios inferiores a los que recogían los productores de Estados Unidos, pero más altos y más estables que los del mercado internacional. Ya con anterioridad los Estados Unidos habían desgravado las importaciones de azúcar cubana a cambio de privilegios similares concedidos al ingreso de los artículos norteamericanos en Cuba. Todos estos favores consolidaron la dependencia. « El pueblo que compra manda, el pueblo que vende sirve; hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad; el pueblo que quiere morir vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse vende a más de uno», había dicho Martí y repitió el Che Guevara en la conferencia de la OEA, en Punta del este, en 1961. La producción era arbitrariamente limitada por las necesidades de Washington. El nivel de 1925, unos cinco millones de toneladas, continuaba siendo el promedio de los años cincuenta: el dictador Fulgencio Batista asaltó el poder, en 1952, en ancas de la mayor zafra hasta entonces conocida, más de siete millones, con la misión de apretar las clavijas, y al año siguiente la producción, obediente a la demanda del norte, cayó a cuatro [15].
La revolución ante la estructura de la impotencia
La proximidad geográfica y la aparición del azúcar de remolacha, surgida durante las guerras napoleónicas, en los campos de Francia y Alemania, convirtieron a los Estados Unidos en el cliente principal del azúcar de la Antillas.
Ya en 1850 los Estados Unidos dominaban la tercera parte del comercio de Cuba, le vendían y le compraban más que a España, aunque la isla era una colonia española, y la bandera de las barras y las estrellas flameaba en los mástiles de más de la mitad de los buques que llegaban allí. Un viajero español encontró hacia 1859, campo adentro, en remotos pueblitos de Cuba, máquinas de coser fabricadas en Estados Unidos. Las principales calles de La Habana fueron empedradas con bloques de granito de Boston.
Cuando despuntaba el siglo XX se leía en el Lousina Planter: «Poco a poco, va pasando toda la isla de Cuba a manos de ciudadanos norteamericanos, lo cual es el medio más sencillo y seguro de conseguir la anexión a los Estados Unidos». En el Senado norteamericano se hablaba ya de nueva estrella en la bandera; derrotada España, el general Leonard Wood gobernaba la isla. Al mismo tiempo pasaban a manos norteamericanas las Filipinas y Puerto Rico [16]. «Nos han sido otorgados por guerras -decía el presidente McKinley incluyendo a Cuba-, y con la ayuda de Dios y en nombre del progreso de la humanidad y de la civilización, es nuestro deber responder a esta gran confianza». En 1902, Tomás Estrada Palma tuvo que renunciar a la ciudadanía norteamericana que había adoptado en el exilio: las tropas norteamericanas de ocupación lo convirtieron en el primer presidente de Cuba.
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