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Anchee Min: Madame Mao

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Anchee Min Madame Mao

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Era todavía una niña cuando decidió desobedecer a su madre y liberarse de las vendas que iban a convertir sus pies en muñones, haciendo de ella una mujer deseable. Éste fue el primer acto de rebelión de la hija de una concubina, que acabaría siendo la última esposa de Mao Zedong. Todos recuerdan a Madame Mao como la tirana cruel y ambiciosa que gobernó China después de la muerte de su marido, pero pocos saben qué tuvo que hacer para escalar los peldaños del poder y cuáles fueron sus armas de seducción. Actriz experta y siempre en busca del éxito, la mujer que encandiló a Mao y se encerró con él en la cueva de las colinas de Yenan se había propuesto desde muy joven entender la vida como una gran obra de teatro, donde ella estaba destinada a brillar como prima donna hasta el final del espectáculo. Cuando en mayo de 1991 Madame Mao decidió ella misma bajar el telón, quizá no hubo aplauso, pero una sensación extraña de reverencia y miedo recorrió el escenario… Después de tres años de búsqueda y recopilación de datos, Anchee Min ha sido capaz de atar los cabos sueltos de este drama fascinante, y nos propone la biografía novelada de una de las mucheres más temidas y admiradas de la historia del siglo XX.

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Al amanecer llamo a Chun-qiao para mantener el contacto. Me comunica que los viejos camaradas y los dirigentes militares se han visto mucho. Le pido que venga a verme inmediatamente. Llega media hora más tarde.

¿Has hablado con mis amigos, el comandante Wu y el comandante Chen?, pregunto. He mantenido una buena relación con ellos y han prometido apoyarme.

Eres boba si crees que cumplirán la promesa que te hicieron en vida de Mao. He tratado de contactar con ellos pero no me devuelven las llamadas.

Empiezo a sentir el peso del cielo.

Olvídate del ejército, dice Chun-qiao apretando los dientes. Tenemos que depender de nuestras propias fuerzas. ¿Los trabajadores armados de Shanghai? Sí. Pero no nos queda mucho tiempo.

¿Cuánto se tarda en preparar un golpe militar? Aferro las manos de Chun-qiao. Debemos agarrar a los viejos camaradas antes de que ellos nos agarren a nosotros.

Por lo menos unos días.

¡Actuemos antes de que caiga el hacha! ¡Me voy a Shanghai! Por favor, camarada Jiang Qing, por tu seguridad y tu salud, deja el asunto en nuestras manos.

¡No me fío de ti!, grito. ¡Tu visión pesimista me inquieta! ¡La función debería representarse al revés, los personajes deberían estar invertidos! ¡Somos nosotros los que tenemos el hacha en la mano!

Las órdenes de avanzar ya han sido dadas. Debemos dejarlo todo en manos de Buda. Debemos confiar… en el pueblo. La voz de Chun-qiao pierde de pronto energía.

Ella se obliga a seguir adelante. Dice a su secretaria que va a ir al parque de la colina Jing por la tarde. Llama a mi fotógrafo. Dile que estaré en la zona de los Manzanos.

Es un día nublado. Perfecto para hacer fotos. El cielo es una gasa natural que ayuda a difuminar la luz. El parque se construyó para los emperadores de la dinastía Soong. Hace seiscientos años el emperador Jing se ahorcó aquí después de haber perdido su país. Subo a lo alto de la colina sin detenerme. A mis pies se extiende la grandiosa ciudad imperial.

Al fotógrafo no le gustan los manzanos de fondo para mi foto. Dice que los árboles cargados de frutos distraen demasiado. Cree que debería ponerme junto a las peonías. Pero yo me llamaba Manzana, Ping, le digo. Me une a mi pasado. Hoy me atrae la eternidad porque huelo a muerte. Esta foto será la del archivo policial o la que sustituya a la de Mao en la puerta de la Paz Celestial.

El fotógrafo se instala por fin. Aleja todo lo posible mi silla de los árboles para que las manzanas queden desenfocadas. Ahora pone objeciones a mi chaqueta Mao. Me he cambiado de ropa durante su lucha con las manzanas. Le gusto más con traje, pero insisto en parecer un soldado. Quisiera ir así vestida cuando muera. Para recordar a la gente que he luchado como un hombre.

El fotógrafo acerca el ojo a la lente. Me pide que sonría. No quiere fotografiar muerte. Pero soy incapaz de sonreír. Esta mañana me he visto la cara en el espejo. La mandíbula hundida y una mirada sin expresión. No he dormido mucho. Los somníferos no surten efecto.

Los clics continúan. Siete rollos. Por fin hay una foto que le gusta. ¿Cuál? La que está como ausente. ¿Estaba muy lejos su mente, señora? Tenía una mirada como soñadora. Ha sacado a la joven que hay en usted. La mujer que reconozco en la foto de usted y el presidente frente a la cueva de Yenan.

Oh, es mi favorita.

La estudié cuando era estudiante de fotografía. Me alegro de haber captado de nuevo a la heroína que hay en usted. Su expresión me ha conmovido. Revelaré los negativos y le enviaré las copias dentro de unos días. Sabrá de qué estoy hablando. Es la mejor foto que he hecho nunca.

El negativo nunca se convierte en positivo.

5 de octubre de 1976. La sala de guerra del Cuartel Militar de China está atestada de mariscales y generales. Con una foto de Mao colgada sobre el mapa, empieza la acción. Alrededor de la mesa están sentados el comandante en jefe, el mariscal Ye Jian-ying, y a su lado Hua Guo-feng, el vicepresidente Li Xian-nian y Chen Xia-lian, además del recién ascendido jefe de la Guarnición 8341, Wang Dong-xin.

El timbre de un teléfono rompe el silencio. Wang descuelga el auricular. Al cabo de unos segundos informa: El enemigo ha dado un paso. La inteligencia de la marina apostada junto al mar de la China Oriental ha descubierto que el astillero Jiang-nan de Shanghai ha convertido dos barcos en buques. Los trabajadores han construido una defensa alrededor de toda la bahía. Hace un momento han venido a reclamar la base de artillería Wo-song del ejército.

Los presentes en la sala de guerra se recuestan en sus asientos. Lo único que les preocupa es: ¿Qué consecuencias tendrá destruir a la señora Mao cuando no hace ni veintisiete días de la muerte de Mao? ¿Estará de acuerdo la nación con tal medida? ¿Tendrá un efecto contraproducente?

Es el 6 de octubre. Hua Guo-feng llama a Jiang Qing para que se reúna con él por la tarde en el Salón de la Clemencia. La secretaria de Jiang Qing, Pequeña Luna, pregunta el motivo de la reunión.

La publicación del quinto volumen de las obras del difunto presidente, responde él con tranquilidad.

La camarada Jiang Qing estará ausente, responde Pequeña Luna con voz suave pero clara. Por supuesto, le daré el recado lo antes posible.

La señora Mao, Jiang Qing, aparece junto a la puerta. Lleva un traje con un pañuelo alrededor del cuello. Voy a cumplir sesenta y tres, dice. Nunca he celebrado mis cumpleaños. No había gran cosa que celebrar. Pero mi vida está cambiando y la gente vendrá a celebrar mi cumpleaños. Confío en su juicio.

«Como una mala hierba se abre paso a través de las aceras.» Extiende los brazos y empieza a cantar como la heroína de su ópera. «¡Resquebraja el suelo del patio y perfora la esquina más desierta en busca de aire y luz!»

La noche envuelve la habitación. Pequeña Luna está sentada junto al teléfono.

¿Seguimos sin tener noticias de la oficina de Chun-qiao?, pregunta la señora Mao.

No.

¿Y qué hay de Yao?

Tampoco ha devuelto la llamada. Por cierto, señora, también hemos perdido el contacto con Wang.

Se produce una repentina colisión de pensamientos en la que el miedo se materializa. La señora Mao advierte que le cuesta cada vez más respirar. Por su mente desfilan secuencias como de película, que más tarde resulta que coinciden con lo que ha ocurrido en realidad.

La primera es el reloj que cuelga de la pared de la Sala de la Clemencia. Marca las siete cincuenta y cinco de la tarde. Chun-qiao entra con paso rápido en la sala. Lleva una chaqueta Mao, y se le ve menudo y delgado, como a través de un gran angular. De pronto aparecen detrás de él dos guardias que saltan sobre su espalda y lo arrojan al suelo. Le quitan las gafas. No opone resistencia y se lo llevan. Son las ocho y quince.

El escenario cambia. Ahora es la Sala del Ala Este. Entra el discípulo Yao. Salen dos guardias y le cortan el paso. El mira alrededor y cae de rodillas. Luego llega Wang Hong-wen. Cuando Wang ve acercarse a los guardias, da media vuelta y echa a correr, pero no llega a la puerta. Forcejea, pero acaban inmovilizándolo.

Un guardia se acerca a la cámara. En su cara hay euforia. Extiende el brazo y la apaga.

Nadie contesta a sus llamadas de socorro. Nadie está en casa. Todos se han «hospitalizado» a fin de evitarla.

De pronto se apodera de ella la sensación de que no vale para nada. Acuden a su memoria recuerdos de la infancia. La cara de su padre. Las lágrimas de su madre. El dolor aflora. El terror. El agua sube y ya le llega a la garganta. Oye a su padre gritar: ¡Ríndete!

¿Por qué está tan silencioso aquí? ¿Por qué, Pequeña Luna, me miras como si acabaras de despertarte? ¿Han resultado ciertas mis suposiciones? ¿Han terminado invadiendo los lobos mis tierras? ¡Basta! ¡Deja de temblar como una cobarde!… Supongo que no hay… nada que yo pueda hacer. El ejército siempre ha sido mi punto flaco. El presidente no me dejó suficiente tiempo para controlar a los señores de la guerra. Los señores de la guerra… tal vez… No estoy segura de que no me haya tendido la trampa el mismo Mao… Ven aquí, Pequeña Luna.

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