Durante un buen rato, Ramfis no contestó. ¿Estaba bebido? ¿Drogado? ¿Se avecinaba una de esas crisis anímicas que lo ponían a las puertas de la locura? Con grandes ojeras azuladas, los ojos encendidos y desasosegados, hacía esa extraña mueca.
– Ya se lo expliqué -añadió Balaguer-. Me he su~ jetado estrictamente a lo que acordamos. Usted aprobó mi proyecto. Pero, desde luego, sigue en pie lo que entonces le dije. Si prefiere tomar las riendas, no necesita sacar los tanques de San Isidro. Le entrego mi renuncia ahora mismo.
Ramfis lo miró largamente, con hastío.
– Todos me lo piden -murmuró, sin entusiasmo-. Mis tíos, los comandantes de regiones, los militares, mis primos, los amigos de papi. Pero, yo no quiero sentarme ahí donde está. A mi esta vaina no me gusta, doctor Balaguer. -Para qué? ¿Para que me paguen como a él?
Calló, con profundo desánimo.
– Entonces, general, si usted no quiere el poder, ayúdeme a ejercerlo.
– ¿Más? -repuso Ramfis, burlón-. Si no fuera por mí, mis tíos lo hubieran sacado a balazos hace rato.
– No es bastante -replicó Balaguer-. Usted ve la agitación en las calles. Los mítines de la Unión Cívica y del 14 de junio son cada día más violentos. Esto empeorará si no les ganamos la mano.
Volvieron los colores a la cara del hijo del Generalísimo. Esperaba con la cabeza avanzada, como preguntándose si el Presidente se atrevería a pedirle lo que sospechaba.
– Sus tíos deben irse -dijo suavemente el doctor Balaguer-. Mientras estén aquí, ni la comunidad internacional, ni la opinión pública, creerán en el cambio. Sólo usted puede convencerlos.
¿Iba a insultarlo? Ramfis lo miraba con asombro, como si no creyera lo que había oído. Hubo otra larga pausa.
– ¿Me va a pedir que yo también me vaya de este país que hizo papi, para que la gente se trague la pendejada de los tiempos nuevos?
Balaguer esperó unos segundos.
– Sí, también -musitó, con el alma en vilo-. Usted también. No todavía. Después de hacer partir a sus tíos. De ayudarme a consolidar el gobierno, de hacer entender a las Fuerzas Armadas que Trujillo ya no está aquí. Esto no es novedad para usted, general. Siempre lo supo. Que lo mejor para usted, su familia y sus amigos, es que este proyecto salga adelante. Con la Unión Cívica o el 14 de junio en el poder, sería peor.
No sacó el revólver, no lo escupió. Volvió a palidecer, a hacer esa mueca de alienado. Encendió un cigarrillo y echó varios copazos, contemplando deshacerse el humo que arrojaba.
– Me hubiera ido, hace rato, de este país de pendejos y de ingratos -masculló_. Si hubiera encontrado a Amiama y a Imbert, ya no estaría aquí. Son los únicos que faltan. Una vez que cumpla la promesa que he hecho a papi, me iré.
El Presidente le informó que había autorizado el regreso del exilio de Juan Bosch y sus compañeros del Partido Revolucionario Dominicano. Le pareció que el general no escuchó sus explicaciones de que Bosch y el PRD se enfrascarían en una lucha despiadada con la Unión Cívica y el 14 de junio por el liderazgo del antitrujillismo. Y que, de este modo, prestarían un buen servicio al gobierno. Porque lo verdaderamente peligroso eran los señores de la Unión Cívica Nacional, donde había gente de dinero y conservadores con influencias en Estados Unidos, como Severo Cabral; y eso lo sabía Juan Bosch, quien haría todo lo conveniente -y acaso lo inconveniente- para frenar el acceso al gobierno de tan poderoso competidor.
Quedaban unos doscientos cómplices, reales o su puestos, de la conjura en La Victoria, y a estas gentes, una vez que los Trujillo partieran, convendría amnistiarlas. Pero Balaguer sabía que el hijo de Trujillo jamás dejaría salir libres a los ajusticiadores todavía vivos. Se encarnizaría con ellos, como con el general Román, a quien torturó cuatro meses antes de anunciar que se había suicidado de remordimiento por su traición (el cadáver nunca fue hallado), y con Modesto Díaz, a quien, si seguía vivo, debía estar maltratando todavía. El problema era que los presos -la oposición los llamaba ajusticiadores- afeaban la nueva cara que él quería dar al régimen. Todo el tiempo estaban llegando misiones, delegaciones, políticos y periodistas extranjeros a interesarse por ellos, y el Presidente tenía que hacer malabares para explicar por qué no eran juzgados aún, jurar que su vida sería respetada y que al juicio, pulquérrimo, asistirían observadores internacionales. ¿Por qué no había acabado Ramfis aún con ellos, como hizo con casi todos los hermanos de Antonio de la Maza -Mario, Bolívar, Ernesto, Pirolo, y muchos primos, sobrinos y tíos, asesinados a balazos o a golpes el día mismo de su arresto- en vez de tenerlos en capilla, para fermento de opositores? Balaguer sabía que la sangre de los ajusticiadores lo salpicaría: era el toro bravo que le quedaba por lidiar.
Pocos días después de aquella conversación, un telefonazo de Ramfis le trajo una excelente noticia: había convencido a sus tíos. Petán y Negro partirían para unas largas vacaciones. El 25 de octubre, Héctor Bienvenido voló con su mujer norteamericana rumbo a Jamaica. Y Petán zarpó en la fragata Presidente Trujíllo a un supuesto crucero por el Caribe. El cónsul John Calvin Hill confesó a Balaguer que, ahora sí, crecía la posibilidad de que se levantaran las sanciones.
– Que no demore mucho, señor cónsul -lo urgió el Presidente-. Cada día, la República se nos asfixia un poquito más.
Las empresas industriales estaban casi paralizadas por la incertidumbre política y las limitaciones para importar insumos; los comercios, vacíos por la caída del ingreso. Ramfis malvendía las firmas no registradas a nombre de los Trujillo y las acciones al portador, y el Banco Central tenía que trasladar aquellas sumas, convertidas en divisas al irreal cambio oficial de un peso por un dólar, a bancos del Canadá y Europa. La familia no había transferido al extranjero tantas divisas como el Presidente temía: doña María doce millones de dólares, Angelita trece, Radhamés diecisiete y, hasta ahora, Ramfis, unos veintidós, lo que sumaba sesenta y cuatro millones de dólares. Podía haber sido peor. Pero las reservas se iban a extinguir dentro de poco y ya no se podría pagar a soldados, maestros ni empleados públicos.
El 15 de noviembre, el ministro del Interior lo llamó aterrado: los generales Petán y Héctor Trujillo habían regresado de manera intempestiva. Le rogó que se asilara; en cualquier momento estallaría el golpe militar. El grueso del Ejército los apoyaba. Balaguer citó de urgencia al cónsul Calvin Hill. Le explicó la situación. A menos que Ramfis lo impidiera, muchas guarniciones apoyarían a Petán y Negro en su intento insurreccional. Habría una guerra civil de incierto resultado y una matanza generalizada de antitrujillistas. El cónsul sabía todo. A su vez, le informó que el Presidente Kennedy, en persona, acababa de ordenar el envío de una flota de guerra. Procedentes de Puerto Rico, navegaban hacia las costas dominicanas el portaaviones Valley Forge, el crucero Little Rock, buque insignia de la Segunda Flota, y los destructores Hyman, Bristol y Beatty. Unos dos mil marines desembarcarían si había golpe.
En una breve conversación por teléfono con Ramfis -estuvo tratando de comunicarse con él cuatro horas antes de conseguirlo- éste le dio una noticia ominosa. Había tenido una violenta discusión con sus tíos. No se irían del país. Ramfis les advirtió que, entonces, se iría él.
– ¿Qué va a ocurrir ahora, general?
– Que, a partir de este momento, se queda usted solo en la jaula de las fieras, señor Presidente -se rió Ramfis-. Suerte.
El doctor Balaguer cerró los ojos. Las horas, los días siguientes serían cruciales. ¿Qué pensaba hacer el hijo de Trujillo? ¿Partir? ¿Pegarse un tiro? Se iría a París, a reunirse con su mujer, su madre y sus hermanos, a consolarse con fiestas, partidos de polo y mujeres en la bella casa que se compró en Neuilly. Ya había sacado todo el dinero que podía; dejaba algunas propiedades inmuebles que tarde o temprano serían embargadas. En fin, eso no era problema. Lo eran las bestias irracionales. Los hermanos del Generalísimo comenzarían pronto a pegar tiros, lo único que hacían con destreza. En todas las listas de enemigos por liquidar que, según vox pópuli, había confeccionado Petán, Balaguer figuraba a la cabeza. De modo que, como decía un refrán que le gustaba citar, había que «vadear este río despacito y por las piedras». No tenía miedo, sólo tristeza de que la exquisita orfebrería que había puesto en marcha se estropeara por el balazo de un matón.
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