El doctor Joaquín Balaguer siempre supo que de esta conversación dependía su futuro y el de la República Dominicana. Por eso, decidió algo que sólo hacía en casos extremos, pues iba contra su natural cauteloso: jugarse el todo por el todo, en una suerte de exabrupto. Esperó que el hijo mayor de Trujillo estuviera sentado frente a su escritorio -por las ventanas se movía, como mar sublevado, la inmensa muchedumbre arremolinada, esperando llegar hasta el cadáver del Benefactor-, y, siempre con su manera calmada, sin denotar la más mínima inquietud, le dijo lo que había cuidadosamente preparado:
– De usted, y sólo de usted, depende que perdure algo, mucho, o nada, de la obra realizada por Trujillo. Si su herencia desaparece, la República Dominicana se hundirá de nuevo en la barbarie. Volveremos a competir con Haití, como antes de 1930, por ser la nación más miserable y violenta del hemisferio occidental.
Durante el largo rato que habló, Ramfis no lo interrumpió una sola vez. ¿Lo escuchaba? No asentía ni negaba; sus ojos, fijos en él parte del tiempo, a ratos se extraviaban, y el doctor Balaguer se decía que con miradas así debieron iniciarse aquellas crisis de enajenación y depresión extrema, por las que fue recluido en clínicas psiquiátricas de Francia y Bélgica. Pero, si lo escuchaba, Ramfis sopesaría sus razones. Pues, aunque borrachín, calavera, sin vocación política ni inquietudes cívicas, hombre cuya sensibilidad parecía agotarse en los sentimientos que le inspiraban las mujeres, los caballos, los aviones y los tragos, y que podía ser tan cruel como su padre, le constaba que era inteligente. Probablemente el único de esa familia con una cabeza capaz de avizorar lo que estaba más allá de sus narices, su vientre y su falo. Tenía una mente rápida, aguda, que, cultivada, hubiera podido dar excelentes frutos. A esa inteligencia se dirigió su exposición, de una franqueza temeraria. Estaba convencido de que era la última carta que le quedaba, si no quería ser barrido como papel inservible por los señores de las pistolas.
Cuando calló, el general Ramfis estaba aún más pálido que cuando observaba el cadáver de su padre.
– Usted podría perder la vida por la mitad de las cosas que me ha dicho, doctor Balaguer.
– Lo sé, general. La situación no me dejaba otra salida que hablarle con sinceridad. Le he expuesto la única política que creo posible. Si usted ve otra, enhorabuena. Tengo mi renuncia lista aquí en este cajón. ¿Debo presentarla al Congreso?
Ramfis dijo que no con la cabeza. Tomó aire y, luego de un momento, con su melodiosa voz de actor de radioteatros, se explicó:
– Por otros caminos, yo llegué hace tiempo a conclusiones parecidas -hizo un movimiento con los hombros, de resignación-. Es verdad, no creo que haya otra política. Para librarnos de los marines y de los comunistas, para que la OEA y Washington nos levanten las sanciones. Acepto su plan. Cada paso, cada medida, cada acuerdo, tendrá que consultarlo conmigo y esperar mi visto bueno. Eso sí. La jefatura militar y la seguridad son asunto mío. No acepto interferencias, ni suya, ni de funcionarios civiles, ni de los yanquis. Nadie que haya estado directa o indirectamente vinculado al asesinato de papi, quedará sin castigo.
El doctor Balaguer se puso de pie.
– Sé que usted lo adoraba -dijo, solemne-. Habla bien de sus sentimientos filiales que quiera vengar ese horrendo crimen. Nadie, y yo menos que nadie, obstaculizará su empeño en hacer justicia. Ése es, también, mi más ferviente deseo.
Cuando se despidió del hijo de Trujillo, bebió un vaso de agua, a sorbitos. Su corazón recuperaba su ritmo. Se jugó la vida, pero la apuesta estaba ganada. Ahora, poner en marcha lo acordado. Comenzó a hacerlo en el entierro del Benefactor, en la iglesia de San Cristóbal. Su discurso fúnebre, lleno de conmovedores elogios al Generalísimo, atenuados, sin embargo, por sibilinas alusiones críticas, hizo derramar lágrimas a algunos cortesanos desavisados, desconcertó a otros, levantó las cejas de algunos y dejó a muchos confusos, pero mereció las felicitaciones del cuerpo diplomático. «Comienzan a cambiar las cosas, señor Presidente», aprobó el nuevo cónsul de Estados Unidos, recién llegado a la isla. Al día siguiente, el doctor Balaguer convocó de urgencia al coronel Abbes García. Nada más verlo -la abotargada cara roída por la desazón -se secaba el sudor con su infalible pañuelo colorado- se dijo que el jefe del SIM sabía perfectamente a qué venía.
– ¿Me llamó para hacerme saber que estoy destituido? -le preguntó, sin saludarlo. Estaba de uniforme, el pantalón medio descolgado y la gorra ladeada de un modo cómico; además de la pistola al cinto, una metralleta colgaba de su hombro. Balaguer divisó detrás de él las caras facinerosas de cuatro o cinco guardaespaldas, que no entraron al despacho.
– Para rogarle que acepte un nombramiento diplomático -dijo el Presidente, con amabilidad. Su manita minúscula le indicaba una silla-. Un patriota con talento puede servir a su patria en campos muy diversos.
– ¿Adónde es el exilio dorado? -Abbes García no disimulaba su frustración ni su cólera.
– Al Japón -dijo el Presidente-. Acabo de firmar su nombramiento, como cónsul. Su sueldo y gastos de representación serán de embajador.
– ¿No podía mandarme más lejos?
– No hay donde -se disculpó el doctor Balaguer, sin ironía-. El único país más alejado es Nueva Zelanda, pero no tenemos relaciones diplomáticas.
El rechoncho personaje se movió en el asiento, resoplando. Una línea amarilla, de infinito desagrado, circundaba el iris de sus ojos saltones. Retuvo un momento el pañuelo rojo junto a sus labios, como si fuera a escupir en él.
– Usted cree que ha triunfado, doctor Balaguer -dijo, injurioso-. Se equivoca. Está tan identificado como YO con este régimen. Tan manchado como yo. Nadie se tragará el jueguito maquiavélico de que usted va a encabezar la transición hacia la democracia.
– Es posible que fracase -admitió Balaguer, sin hostilidad-. Pero, debo intentarlo. Para ello, algunos deben ser sacrificados. Siento que sea usted el primero, pero no hay remedio: representa la peor cara del régimen. Una cara necesaria, heroica, trágica, lo sé. Me lo recordó, sentado en la silla que usted ocupa, el propio Generalísimo. Pero eso mismo lo vuelve insalvable en estos momentos. Usted es inteligente, no necesito explicárselo. No cree complicaciones inútiles al gobierno. Parta al extranjero y guarde discreción. Le conviene alejarse, hacerse invisible hasta que lo olviden. Tiene muchos enemigos. Y cuántos países quisieran echarle mano. Estados Unidos, Venezuela, la Interpol, el FBI, México, todo Centroamérica. Usted está mejor enterado que yo. Japón es un lugar seguro, y más con un estatuto diplomático. Entiendo que siempre se interesó por el espiritualismo. ¿La doctrina rosacruz, no es verdad? Aproveche para profundizar esos estudios. Por lo demás, si quiere instalarse en otro lugar, no me diga dónde, por favor, seguirá percibiendo su sueldo. He firmado un cargo especial, para gastos de traslado e instalación. Doscientos mil pesos, que puede retirar de Tesorería. Buena suerte.
No le estiró la mano, porque supuso que el ex militar (la víspera había firmado el decreto separándolo del Ejército) no se la estrecharía. Abbes García estuvo un buen rato inmóvil, con las pupilas inyectadas, observándolo. Pero el Presidente sabía que, hombre práctico, en vez de reaccionar con una bravata estúpida, aceptaría el mal menor. Lo vio levantarse e irse, sin decirle adiós. Él mismo dictó a un secretario el comunicado Informando que el ex coronel Abbes García había renunciado al Servicio de Inteligencia, para cumplir una misión en el extranjero. Dos días después, El Caríbe, entre los anuncios a cinco columnas de muertes y capturas de los asesinos del Generalísimo, publicaba un recuadro en el que el doctor Balaguer vio a Abbes García, embutido en un abrigo fileteado y un sombrero bombín de personaje de Dickens, subiendo la pasarela del avión.
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