Sí, pero ¿adónde? Gladys había pasado por casa de los Imbert y la calle hervía de guardias y caliés; sin duda, habían detenido a su mujer y a su hija. Le pareció que unas manos invisibles comenzaban a apretarle el cuello. No dejó traslucir su angustia, para no aumentar el susto de la dueña de casa, que estaba transformada: el nerviosismo hacía que abriera y cerrara los ojos todo el tiempo.
– Hay «cepillos» con caliés y camiones con guardias por todas partes -le dijo-. Registran los autos, piden papeles a todo el mundo, se meten a las casas.
Aún no decían nada en la televisión, las radios ni los periódicos, pero los rumores eran inatajables. El tam tam humano aventaba por toda la ciudad que habían matado a Trujillo. La gente estaba sobrecogida y confusa por lo que podía pasar. Durante cerca de una hora, estuvo devanándose los sesos: ¿dónde ir? Por lo pronto, salir de aquí. Agradeció a la doctora de los Santos su ayuda y salió a la calle, con la mano en la pistola que llevaba en el bolsillo derecho del pantalón. Deambuló un buen rato, sin rumbo, hasta que se acordó de su dentista, el doctor Camilo Suero, que vivía por el Hospital Militar. Camilo y su esposa, Alfonsina, lo hicieron entrar. No podían esconderlo, pero lo ayudaron a estudiar posibles refugios- Y, entonces, le vino a la cabeza la imagen de Francisco Rainieri, un antiguo amigo, hijo de italiano y embajador de la Orden de Malta; su esposa, Venecia, y Guarina, su mujer, solían tomar té y jugar canasta. Tal vez el diplomático podría facilitarle la manera de asilarse en alguna legación. Extremando las precauciones, llamó por teléfono a la residencia de los Rainieri y cedió el aparato a Alfonsina, quien se hizo pasar por la señora Guarina Tessón, nombre de soltera de la mujer de Imbert. Pidió hablar con Queco. Éste se puso al aparato de inmediato y la dejó estupefacta con el cordialísimo saludo:
– Cómo estás, queridísima Guarina, encantado de saludarte. ¿Llamas por el compromiso de esta noche, verdad? No te preocupes. Enviaré el carro a recogerte. A las siete en punto, si te parece. ¿Me recuerdas tu dirección, por favor?
– O es un adivino o se ha vuelto loco, o no sé qué -dijo la dueña de casa, al colgar.
– ¿Y, ahora, qué hacemos hasta las siete, Alfonsina?
– Rezarle a Nuestra Señora de la Altagracia -se santiguó ella-. Si llegan antes los caliés, usa tu pistola nomás.
A las siete en punto paró en la puerta un reluciente Buick azul, de placa diplomática. El propio Francisco Rainieri conducía. Arrancó apenas Antonio Imbert estuvo a su lado.
– Supe que el mensaje venía de ti, porque Guarina y tu hija están en mi casa -le dijo Rainieri, a modo de saludo-. No hay dos Guarinas Tessón en Ciudad Trujillo, sólo podías ser tú.
Estaba muy tranquilo, y hasta risueño, con su guayabera recién planchada y oliendo a lavanda. Llevó a Imbert a una residencia remota por calles apartadas, dando un gran rodeo, pues en las principales avenidas había barreras que detenían a los vehículos para registrarlos. Hacía menos de una hora que se había anunciado oficialmente la muerte de Trujillo. Reinaba un ambiente cargado de recelo, como si todo el mundo esperara una explosión. Elegante igual que siempre, el embajador no le hizo una sola pregunta sobre el asesinato de Trujillo, ni sobre sus compañeros de conjura. Con naturalidad, como si hablara del próximo campeonato de tenis en el Country Club, comentó:
– Tal como están las cosas, es impensable que alguna embajada te dé asilo. Tampoco serviría de gran cosa. El gobierno, si todavía hay gobierno, no lo respetaría. Te sacarían a la fuerza, donde estuvieras. Lo único que te queda, por el momento, es esconderte. En el consulado de Italia, donde tengo amigos, hay demasiado trajín de empleados y visitas. Pero he encontrado la persona, con total seguridad. Ya lo hizo una vez, con Yuyo d'Alessandro, cuando estuvo perseguido. Ha puesto una sola condición. Nadie debe saberlo, ni siquiera Guarina. Por la seguridad de ella, sobre todo.
– Por supuesto -murmuró Tony Imbert, asombrado de que, por iniciativa propia, este hombre al que lo unía una amistad ligera, se arriesgara tanto para salvarle la vida. Estaba tan desconcertado con la generosidad temeraria de Queco, que no atinó a darle las gracias.
En casa de los Rainieri pudo abrazar a su mujer y a su hija. Dadas las circunstancias, guardaban mucha calma.
Pero cuando la tuvo en sus brazos, sintió temblar el cuerpecito de Leslie. Estuvo con ellas y los Rainieri cerca de un par de horas. Su mujer le había traído un maletín de mano, con ropa limpia y sus artículos de afeitar. No mencionaron a Trujillo. Guarina le contó lo que había averiguado a través de las vecinas. Su casa había sido invadida al amanecer por policías de uniforme y de civil; la habían vaciado, rompiendo y pulverizando lo que no se llevaron, en dos camionetas.
Cuando llegó la hora, el diplomático le hizo un pequeño gesto, señalándole el reloj. Abrazó y besó a Guarina y Leslie, y siguió a Francisco Rainieri, por la puerta de servicio, hasta la calle. Segundos después, un pequeño vehículo con las luces bajas, frenó delante de ellos.
– Adiós y buena suerte -lo despidió Rainieri, dándole la mano-. No te preocupes por tu familia. Nada le faltará.
Imbert entró al vehículo y se sentó junto al chofer.
Era un hombre joven, con camisa y corbata, pero sin chaqueta. En impecable español, aunque con música italiana, se presentó:
– Me llamo Cavaglieri y soy funcionario de la embajada italiana. Mi mujer y yo haremos lo posible para que su estancia en nuestro apartamento sea lo más grata. No se preocupe, en mi casa no habrá testigos indiscretos. Vivimos solos. No tenemos cocinera ni sirvientes. A mi mujer le encantan las labores domésticas. Y a los dos nos gusta cocinar.
Se rió y Antonio Imbert imaginó que la cortesía le mandaba intentar una risita. La pareja vivía en el último piso de un nuevo edificio, no lejos de la calle Mahatma Gandhi y de la casa de Salvador Estrella Sadhalá. La señora Cavaglieri era aún más joven que su marido -una muchacha delgada, de ojos almendrados y cabellos negros- y lo recibió con una cortesía despercudida y risueña, como a un viejo amigo de familia que viene a pasar un fin de semana. No mostraba la menor aprensión por alojar en su casa a un desconocido, asesino del amo supremo del país, al que miles de guardias y policías buscaban con codicia y odio. En los seis meses y tres días que vivió con ellos, nunca, ni una sola vez, ninguno de los dueños de casa le hizo sentir -y eso que era susceptible, y su situación lo predisponía a ver fantasmas- que su presencia allí incomodaba en lo más mínimo. ¿Sabía la pareja que se jugaba la vida? Desde luego. Escucharon y vieron en la televisión, los relatos pormenorizados del pánico que provocaban esos apestados asesinos a los dominicanos, y cómo, muchos de ellos, no contentos con negarles un refugio, se apresuraban a denunciarlos. Vieron caer, el primero, al ingeniero Huáscar Tejeda, expulsado de manera innoble de la iglesia del Santo Cura de Ars por el aterrorizado párroco, quien lo echó en brazos del SIM. Siguieron, al detalle, la odisea del general Juan Tomás Díaz y Antonio de la Maza, recorriendo en un carro del servicio público las calles de Ciudad Trujillo y siendo denunciados por las personas a las que acudieron en busca de ayuda. Y vieron cómo se llevaron los caliés a la pobre anciana que dio asilo a Amadito García Guerrero, después de matar a éste, y cómo las turbas desmantelaban y desaparecían su casa. Pero esas escenas y relatos no intimidaron a los Cavaglieri ni entibiaron la cordialidad con que lo trataban.
Desde el regreso de Ramfis, Imbert y los dueños de casa supieron que su encierro sería de larga duración. Los abrazos públicos entre el hijo de Trujillo y el general José René Román eran elocuentes: éste había traicionado y no habría levantamiento militar. Desde su pequeño universo, en el pentbouse de los Cavaglieri, vio a las muchedumbres haciendo cola, horas de horas, para rendir homenaje a Trujillo) y se vio, en la pantalla de televisión, retratado junto a Luis Amiama (a quien no conocía) bajo anuncios que ofrecían primero cien Mil, luego doscientos mil y, por fin, medio millón de pesos a quien delatara su paradero.
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