Carlos Zafón - Las Luces De Septiembre

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Irene y su familia se trasladan a vivir a bahía azul, donde su madre trabaja como ama de llaves de un misterioso fabricante de juguetes donde vive recluido en una gigantesca mansión poblado por seres mecánicos y sombras del pasado. Un enigma en torno a unas extrañas luces que brillan entre la niebla que rodea el islote del faro, una criatura de pesadilla que se oculta en el bosque, el misterio unirán a Ismael e Irene para siempre durante un mágico verano.
Un misterio que los llevará a vivir la más emocionante de las aventuras en un laberíntico de luces y sombras.

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– Alguien la trajo…

– ¿Usted?

– No.

– ¿Quién?

– Alguien a quien usted no conoce… aún.

– ¿Dónde están mis hijos?

– No lo sé.

Simone avanzó hacia las sombras, su rostro rojo de ira.

– ¡Maldito bastardo!'…

Encaminó sus pasos hacia el lugar de donde provenía la voz. Paulatinamente, sus ojos percibieron una silueta sobre una butaca. Lazarus. Pero había algo extraño en su rostro. Simone se detuvo.

– Es una máscara -dijo Lazarus.

– ¿Por qué razón? -preguntó ella, sintiendo que la serenidad que había experimentado se evaporaba vertiginosamente.

– Las máscaras revelan el verdadero rostro de las personas…

Simone luchó por no perder la calma. Rendirse a la ira no la conduciría a nada. -¿Dónde están mis hijos? Por favor…

– Ya se lo he dicho, madame Sauvelle. No lo sé.

– ¿Qué va a hacer conmigo?

Lazarus desplegó una de sus manos, enfundada en un guante satinado. La superficie de la máscara brilló de nuevo. Aquél era el reflejo que había advertido antes.

– No voy a hacerle daño, Simone. No debe tener miedo de mí. Ha de confiar en mí.

– Una petición un tanto fuera de lugar, ¿no le parece?

– Por su propio bien. Trato de protegerla.

– ¿De quién?

– Siéntese, por favor.

– ¿Qué diablos está sucediendo aquí? ¿Por qué no me dice lo que está pasando?

Simone notó cómo su voz se convertía en un hilo quebradizo e infantil. Reconociendo el umbral de la histeria, apretó los puños y respiró profundamente. Retrocedió unos pasos y tomó asiento en una de las sillas que rodeaban una mesa vacía.

– Gracias -murmuró Lazarus.

Ella dejó escapar una lágrima en silencio. -Antes que nada, quiero que sepa que siento profundamente que se haya visto envuelta en todo esto. Nunca pensé que llegaría este momento -declaró el fabricante de juguetes.

– Nunca existió un niño llamado Jean Neville, ¿no es así? -preguntó Simone-. Ese niño fue usted. La historia que me contó… era una verdad a medias de su propia historia.

– Veo que ha estado leyendo mi colección de recortes. Probablemente eso la ha llevado a formarse algunas ideas interesantes, pero equivocadas.

– La única idea que me he formado, señor Jann, es que es usted una persona enferma que necesita ayuda. No sé cómo ha conseguido traerme hasta aquí, pero le aseguro que tan pronto salga de este lugar, mi primera visita va a ser la gendarmería. El rapto es un delito…

Sus palabras le sonaron tan ridículas como fuera de lugar.

– ¿Debo intuir entonces que tiene intención de renunciar a su empleo, madame Sauvelle?

Aquella rara punta de ironía dibujó una señal de alerta en el ánimo de Simone. Aquel comentario no se diría propio del Lazarus que conocía. Aunque, a decir verdad, si algo estaba claro es que no lo conocía en absoluto.

– Intuya lo que quiera -replicó fríamente.

– Bien. En ese caso, antes de que acuda a las autoridades, para lo cual tiene mi venia, permítame que complete las piezas de la historia que sin duda usted ha hilvanado ya en su mente.

Simone observó la máscara, pálida y desprovista de cualquier expresión. Un rostro de porcelana del que emergía aquella voz fría y distante. Sus ojos apenas eran dos pozos de oscuridad.

– Como verá, apreciada Simone, la única moraleja que se puede sacar de esta historia, o de cualquier otra, es que, en la vida real, a diferencia de la ficción, nada es lo que parece…

– Prométame una cosa, Lazarus -lo interrumpió ella.

– Si está en mi mano…

– Prométame que, si escucho su historia, me dejará marchar de aquí con mis hijos. Yo le juro que no acudiré a las autoridades. Tan sólo cogeré a mi familia y abandonaré este pueblo para siempre. No volverá a saber de mí -suplicó Simone.

La máscara guardó unos segundos de silencio. -¿Es eso lo que desea?

Ella asintió, conteniendo las lágrimas.

– Me decepciona, Simone. Creí que éramos amigos. Buenos amigos. -Por favor…

La máscara cerró el puño.

– Está bien. Si lo que quiere es reunirse con sus hijos, lo hará. A su debido tiempo…

– ¿Recuerda a su madre, madame Sauvelle? Todos los niños tienen en su corazón un lugar reservado para la mujer que los trajo al mundo. Es como un punto de luz que nunca se apaga. Una estrella en el firmamento. Yo he pasado la mayor parte de mi vida intentando borrar ese punto. Olvidarlo por completo. Pero no es fácil. No lo es. Espero que, antes de juzgarme y condenarme, tenga a bien escuchar mi historia. Seré breve. Las buenas historias necesitan de pocas palabras…

»Vine al mundo la noche del 26 de diciembre de 1882, en una vieja casa de la más oscura y retorcida calle del distrito de Les Gobelins, en París. Un lugar tenebroso e insalubre, ciertamente. ¿Ha leído a Victor Hugo, madame Sauvelle? Si lo ha hecho, sabrá de qué le hablo. Fue allí donde mi madre, con ayuda de su vecina Nicole, dio a luz a un pequeño bebé. Era un invierno tan frío que, al parecer, tardé minutos en prorrumpir en el llanto que se espera de todo bebé. Tanto es así que, por un instante, mi madre estuvo convencida de que había nacido muerto. Cuando comprobó que no era así, la pobre infeliz lo interpretó como un milagro y decidió, divina ironía, bautizarme con el nombre de Lazarus.

»Evoco los años de mi infancia como una sucesión de gritos en las calles y de largas enfermedades de mi madre. Uno de mis primeros recuerdos es el estar sentado sobre las rodillas de Nicole, la vecina, y escuchar cómo la buena mujer me contaba que mi madre estaba muy enferma, que no podía atender a mis llamadas y que debía ser bueno e ir a jugar con los otros niños. Los otros niños a los que se refería eran un grupo de chiquillos harapientos que mendigaban de sol a sol y aprendían antes de los siete años que la supervivencia en el barrio pasaba por convertirse en criminal o en funcionario. No es necesario aclarar cuál de las dos alternativas era la favorita.

»La única luz de esperanza en aquellos días en el barrio la representaba un personaje misterioso que ocupaba nuestros sueños. Su nombre era Daniel Hoffmann y era sinónimo de fantasía para todos nosotros, hasta el punto de que muchos dudaban de su existencia. Según contaba la leyenda, Hoffmann recorría las calles de París con diferentes disfraces y simulando distintas identidades, repartiendo entre los niños pobres juguetes que él mismo había construido en su fábrica. Todos los chiquillos de París habían oído hablar de él y todos soñaban con que, algún día, ellos serían los elegidos por la fortuna.

»Hoffmann era el emperador de la magia, de la imaginación. Sólo una cosa podía vencer a la fuerza de su fascinación: la edad. A medida que los muchachos crecían y su espíritu quedaba desprovisto de la capacidad de imaginar, de jugar, el nombre de Daniel Hoffmann se borraba de su memoria; hasta que un día, ya adultos, eran incapaces de identificado cuando lo oían de labios de sus propios hijos…

»Daniel Hoffmann fue el mayor fabricante de juguetes que jamás ha existido. Poseía una gran factoría en el distrito de Les Gobelins. Su fábrica de juguetes semejaba una gran catedral que se alzaba entre las tinieblas de aquel barrio fantasmal y plagado de peligros y miserias. Una torre afilada como una aguja se alzaba en el centro y se clavaba en las nubes. Desde ella, las campanas señalaban el alba y el crepúsculo todos los días del año. El eco de aquellas campanas se oía en toda la ciudad. Todos los muchachos del barrio conocíamos el edificio, pero los adultos eran incapaces de verlo y creían que su emplazamiento lo ocupaba un inmenso pantano impenetrable, una tierra baldía en el corazón de las tinieblas de París.

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