Carlos Zafón - Las Luces De Septiembre

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Irene y su familia se trasladan a vivir a bahía azul, donde su madre trabaja como ama de llaves de un misterioso fabricante de juguetes donde vive recluido en una gigantesca mansión poblado por seres mecánicos y sombras del pasado. Un enigma en torno a unas extrañas luces que brillan entre la niebla que rodea el islote del faro, una criatura de pesadilla que se oculta en el bosque, el misterio unirán a Ismael e Irene para siempre durante un mágico verano.
Un misterio que los llevará a vivir la más emocionante de las aventuras en un laberíntico de luces y sombras.

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El lento veneno del miedo empezó a correr por sus venas, pero Simone ignoró sus señales de aviso y, tomando uno de los candelabros, se aproximó a la pared. Infinidad de recortes y fotografías formaban un mural que se perdía en la penumbra. Advirtió la rara pulcritud con que todas aquellas imágenes habían sido adheridas a la pared. Un siniestro museo de recuerdos se desplegaba ante sus ojos, y cada uno de aquellos recortes parecía proclamar en silencio la existencia de algún significado para todo ello. Una voz que trataba de hacerse oír desde el pasado. Simone acercó la vela a un palmo escaso de la pared y dejó que el torrente de fotografías y grabados, de palabras y dibujos, la inundase.

Sus ojos captaron al vuelo un nombre familiar en una de las decenas de noticias: Daniel Hoffmann. El nombre despertó su memoria con un relámpago. El misterioso personaje de Berlín cuya correspondencia debía separar, según sus instrucciones. El extraño individuo cuyas cartas, tal como Simone había averiguado accidentalmente, iban a parar a las llamas. Sin embargo, había algo en todo aquello que no cuadraba. El hombre del que hablaban aquellas noticias no vivía en Berlín y, a juzgar por las fechas de publicación de los periódicos, debería contar ahora con una edad improbablemente avanzada. Confundida, Simone se sumergió en el texto de la reseña.

El Hoffmann de los recortes era un hombre rico, fenomenalmente rico. Centímetros más allá, la primera página de Le Fígaro publicaba la noticia de un incendio en la factoría de juguetes. Hoffmann había muerto en la tragedia. Las llamas consumían el edificio y una multitud se agolpaba, paralizada por el espectáculo infernal. Entre ellos, un niño de ojos asustados miraba a la cámara, perdido.

La misma mirada aparecía en otro recorte. Esta vez, la noticia explicaba la tenebrosa historia de un muchacho que había permanecido siete días encerrado en un sótano, abandonado en la oscuridad. Agentes de la policía lo habían encontrado al hallar a su madre muerta en una de las habitaciones. El rostro del niño, que apenas debía de contar siete u ocho años, era un espejo sin fondo.

Un intenso escalofrío le atenazó el cuerpo, mientras las piezas de un siniestro rompecabezas empezaban a insinuarse en su mente. Pero había más, y el fascinante poder de aquellas imágenes era hipnótico. Los recortes avanzaban en el tiempo. Muchos de ellos hablaban de personas desaparecidas, de gentes que Simone nunca había oído mencionar. Entre ellos, destacaba una muchacha de belleza resplandeciente, Alexandra Alma Maltisse, heredera de un imperio de forjadores de Lyon, a la que una revista de Marsella se refería como la prometida de un joven pero prestigioso ingeniero e inventor de juguetes, Lazarus Jann. Junto a aquel recorte, una serie de fotografías mostraba a la deslumbrante pareja entregando juguetes en un orfanato de Montparnasse. Los dos rebosaban felicidad y luminosidad. «Es mi firme propósito que todos los niños de este país, sea cual sea su situación, puedan tener un juguete», declaraba el inventor en el pie de foto.

Más adelante, otro periódico anunciaba la boda de Lazarus Jann y Alexandra Maltisse. La fotografía oficial del compromiso estaba tomada al pie de la escalinata de Cravenmoore.

Un Lazarus repleto de juventud abrazaba a su prometida. Ni una sola nube enturbiaba aquella imagen de ensueño. El joven y emprendedor Lazarus Jann había adquirido la suntuosa mansión con la intención de que constituyese su hogar nupcial. Diversas imágenes de Cravenmoore ilustraban la noticia.

La sucesión de imágenes y recortes se prolongaba más y más, agrandando aquella galería de personajes y acontecimientos del pasado. Simone se detuvo y volvió atrás. El rostro de aquel niño, perdido y aterrado, no la abandonaba. Dejó que sus ojos penetraran en aquella mirada desolada y, lentamente, reconoció en ella la mirada en la que había puesto esperanzas y amistad. Aquella mirada no era la de aquel Jean Neville del que Lazarus le había hablado. Aquélla era una mirada conocida para ella, dolorosamente conocida. Era la mirada de Lazarus Jann.

Una nube de negrura corrió un velo sobre su corazón. Inspiró profundamente y cerró los ojos. Por alguna razón, antes de que la voz sonase a su espalda, Simone supo que había alguien más en la habitación.

Ismael e Irene alcanzaron la cima de los acantilados poco antes de las cuatro de la tarde. Testigos de la dificultad del ascenso eran las magulladuras y los cortes que la piedra había labrado cruelmente en sus brazos y sus piernas. Aquél era el precio por permitirles cruzar la senda prohibida. Por dificultoso que Ismael hubiese esperado que fuese el ascenso, la rea1idad demostró ser peor y más peligrosa de lo que podía imaginar. Irene, sin rechistar un segundo, ni despegar los labios para quejarse de los arañazos que hacían mella en su piel, le había demostrado un valor que no había visto antes en persona alguna.

La muchacha había trepado y se había aventurado por riscos donde nadie, en su sano juicio, hubiese puesto los pies. Cuando finalmente llegaron al umbral del bosque, Ismael se limitó a abrazarla en silencio. La fuerza que ardía dentro de aquella chica no la apagaría ni toda el agua del océano.

– ¿Cansada?

Sin aliento, Irene negó con la cabeza.

– ¿Nunca te han dicho que eres la persona más tozuda que hay en este planeta?

Media sonrisa asomó a los labios de la muchacha. -Espera a conocer a mi madre.

Antes de que Ismael pudiese replicar, ella lo tomó de la mano y tiró de él hacia el bosque. A sus espaldas, un abismo más abajo, se distinguía la laguna.

Si alguien le hubiese dicho que un día treparía por aquellos acantilados infernales, no lo habría creído. Respecto a Irene, sin embargo, estaba dispuesto a creer cualquier cosa.

Simone se volvió lentamente hacia las sombras. Podía sentir la presencia del intruso; podía incluso oír el susurro de su respiración pausada. Pero no podía verlo. El aura de las velas se desvanecía en un halo impenetrable, más allá del cual la habitación se transformaba en un vasto escenario sin fondo. Simone escrutó la penumbra que enmascaraba al visitante. Una rara serenidad la dominaba y le otorgaba una lucidez de pensamiento que la sorprendía. Sus sentidos parecían recoger cada minúsculo detalle de lo que la rodeaba con una precisión escalofriante. Su mente registraba cada vibración del aire, cada sonido, cada reflejo. De este modo, atrincherada en aquel extraño estado de calma, permaneció en silencio enfrentada a la tiniebla, esperando que el visitante se diese a conocer.

– No esperaba verla aquí -dijo finalmente la voz desde las sombras, una voz débil, distante-. ¿Tiene miedo?

Simone negó con la cabeza.

– Bien. No debe tenerlo. No debe tener miedo.

– ¿Va a seguir ahí escondido, Lazarus?

Un largo silencio siguió a su pregunta. La respiración de Lazarus se hizo más audible.

– Prefiero estar aquí -respondió finalmente.

– ¿Por qué?

Algo brilló en la penumbra. Un destello fugaz, casi imperceptible.

– ¿Por qué no se sienta, madame Sauvelle?

– Prefiero estar de pie.

– Como quiera. -El hombre hizo una nueva pausa-. Probablemente se preguntará qué ha sucedido.

– Entre otras cosas -cortó Simone, el filo de la indignación asomando en su tono de voz.

– Tal vez lo más sencillo es que me formule usted esas preguntas y que yo trate de responderlas.

Simone dejó escapar un suspiro de ira.

– Mi primera y última pregunta es dónde está la salida -espetó.

– Me temo que eso no es posible. No todavía.

– ¿Por qué no?

– ¿Es ésa otra de sus preguntas?

– ¿Dónde estoy?

– En Cravenmoore.

– ¿Cómo he llegado hasta aquí y por qué?

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