Khaled Hosseini - Mil Soles Espléndidos

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Hija ilegítima de un rico hombre de negocios, Mariam se cría con su madre en una modesta vivienda a las afueras de Herat. A los quince años, su vida cambia drásticamente cuando su padre la envía a Kabul a casarse con Rashid, un hosco zapatero treinta años mayor que ella. Casi dos décadas más tarde, Rashid encuentra en las calles de Kabul a Laila, una joven de quince años sin hogar. Cuando el zapatero le ofrece cobijo en su casa, que deberá compartir con Mariam, entre las dos mujeres se inicia una relación que acabará siendo tan profunda como la de dos hermanas, tan fuerte como la de madre e hija. Pese a la diferencia de edad y las distintas experiencias que la vida les ha deparado, la necesidad de afrontar las terribles circunstancias que las rodean -tanto de puertas adentro como en la calle, donde la violencia política asola el país-, hará que Mariam y Laila vayan forjando un vínculo indestructible que les otorgará la fuerza necesaria para superar el miedo y dar cabida a la esperanza.

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– Calma, Aziza yo.

– ¡Jack! Di mi nombre, jala Mariam. Dilo. ¡Jack!

– Tu padre se enfadará si lo despiertas.

– ¡Jack! Y tú eres Rose.

Al final Mariam se rendía y acababa boca arriba, aceptando ser Rose nuevamente.

– De acuerdo, eres Jack -accedió Mariam-. Tú mueres joven y yo sobrevivo hasta llegar a anciana.

– Sí, pero yo muero siendo un héroe -apuntó Aziza-, mientras que tú, Rose, pasas tu larga y triste vida añorándome. -Se sentó a horcajadas sobre el pecho de Mariam y anunció-: ¡Ahora tenemos que besarnos!

Mariam negó con la cabeza, moviéndola de un lado a otro, y Aziza, encantada con su nuevo y escandaloso comportamiento, se reía con los labios apretados.

A veces Zalmai se acercaba despacio y contemplaba el juego. ¿Y qué era él?, preguntaba.

– Puedes ser el iceberg -decía Aziza.

Ese verano, la fiebre del Titanic se apoderó de Kabul. La gente traía copias ilegales de Pakistán, a veces debajo de la ropa interior. Después del toque de queda, todo el mundo cerraba las puertas, apagaba las luces, bajaba el volumen y derramaba lágrimas por Jack, Rose y el resto de los pasajeros del malhadado barco. Si había electricidad, Mariam, Laila y los niños también veían la película. Una docena de veces o más, desenterraron el televisor de detrás del cobertizo en plena noche, para mirarlo con las luces apagadas y las ventanas tapadas con unas colchas.

Los vendedores ambulantes se instalaron en el lecho seco del río Kabul. Muy pronto, en el cauce abrasado por el sol podían comprarse alfombras de Titanic, y también telas Titanic, de los rollos que mostraban en carretillas. Había desodorante Titanic, dentífrico Titanic, perfume Titanic, pakora Titanic, e incluso burkas Titanic. Un mendigo especialmente insistente empezó a llamarse a sí mismo «Mendigo Titanic».

Había nacido la «Ciudad Titanic».

«Es por la canción», decían.

«No, es el mar. El lujo. El barco.»

«Es el sexo», se susurraba.

«Es por Leo -decía Aziza tímidamente-. Todo es por Leo.»

– Todo el mundo quiere a Jack -dijo Laila a Mariam-. Eso es lo que pasa. Todo el mundo quiere que Jack los rescate del desastre. Pero no hay ningún Jack. No volverá, porque está muerto.

Avanzado el verano, un mercader de telas se quedó dormido y olvidó apagar su cigarrillo. Sobrevivió al fuego, pero su tienda no. El incendio se propagó a la fábrica de telas contigua, a un ropavejero, a una pequeña tienda de muebles y a una panadería.

A Rashid le aseguraron más tarde que si el viento hubiera soplado del este en lugar del oeste, su tienda, que estaba en la esquina de la manzana, tal vez se habría salvado.

Lo vendieron todo.

Primero las pertenencias de Mariam, luego las de Laila. Más tarde la ropa de bebé de Aziza y los pocos juguetes que la niña había conseguido que le comprara su padre, mientras ella lo observaba todo con mirada dócil. También se vendió el reloj de Rashid, su viejo transistor, sus dos corbatas, sus zapatos y su alianza. El sofá, la mesa, la alfombra y las sillas también salieron de la casa. Zalmai tuvo un buen berrinche cuando se desprendieron del televisor.

Después del incendio, Rashid se quedaba en casa casi todos los días. Abofeteaba a Aziza. Daba puntapiés a Mariam. Tiraba cosas. Encontraba defectos a Laila: su olor, su forma de vestir, su manera de peinarse, sus dientes amarillos.

– ¿Qué te ha pasado? -decía-. Me casé con una par í y ahora tengo que cargar con una bruja. Te estás volviendo igual que Mariam.

Lo despidieron de un local de kebabs situado junto a la plaza Hayi Yagub porque se enzarzó en una pelea con un parroquiano. El cliente se quejó de que Rashid le había lanzado el pan sobre la mesa con brusquedad. Se produjo un áspero intercambio de insultos. Él replicó que el cliente era un uzbeko con cara de mono. Uno de los dos había empuñado una pistola. El otro se había armado con un pincho de kebab. En la versión de Rashid, él blandía el pincho, pero Mariam tenía sus dudas.

Lo despidieron de un restaurante de Taimani porque los clientes se quejaban de las largas esperas. Rashid adujo que el cocinero era lento y un holgazán.

– Seguramente estabas en la parte de atrás durmiendo -observó Laila.

– No le provoques, Laila yo -murmuró Mariam.

– Te lo advierto, mujer -dijo él.

– O eso, o fumando.

– Te lo juro por Dios.

– No puedes evitar ser lo que eres.

En ese punto Rashid se abalanzó sobre Laila y le dio una paliza. La golpeó en el pecho, en la cabeza y en el vientre con los puños, le tiró de los pelos y la arrojó contra la pared. Aziza chillaba y tiraba de la camisa del hombre; Zalmai también gritaba y trataba de apartarlo de su madre. Él apartó a los niños, tiró a Laila al suelo y empezó a patearla. Mariam se arrojó sobre ella. Rashid siguió asestando patadas, que ahora recibía la mujer mayor, escupiendo saliva. Sus ojos tenían un brillo asesino. Siguió dando patadas hasta que se cansó.

– Te juro que un día harás que te mate, Laila -jadeó. Luego salió de la casa hecho una furia.

Cuando se acabó el dinero, el hambre se cernió sobre ellos. A Mariam le asombró la rapidez con que sus vidas empezaron a girar en torno al modo de paliar la necesidad.

El arroz hervido sin carne ni salsa se convirtió en un lujo. Se saltaban comidas con creciente y alarmante regularidad. A veces Rashid llevaba a casa una lata de sardinas y pan duro que sabía a serrín, y de vez en cuando una bolsa de manzanas robadas, a riesgo de que le cortaran una mano. En las tiendas de ultramarinos, se guardaba a hurtadillas una lata de raviolis, que luego dividía en cinco partes, la más grande de las cuales siempre se llevaba Zalmai. Comían nabos crudos con sal. Y para cenar, hojas mustias de lechuga y plátanos renegridos.

De repente, la muerte por inanición se convirtió en una clara posibilidad. Algunos decidieron no esperar más. Mariam oyó hablar de una viuda del vecindario que había molido un poco de pan seco, le había añadido veneno para ratas y se lo había dado a comer a sus siete hijos. La porción más grande se la había comido ella.

A Aziza empezaban a marcársele las costillas, tenía las mejillas hundidas y las pantorrillas cada vez más flacas, y su cara se volvió del color del té aguado. Cuando Mariam la cogía en brazos, notaba el hueso de la cadera a través de la fina piel. Zalmai se pasaba el día tumbado, con los ojos entrecerrados y sin brillo, o tirado como un trapo en el regazo de su padre. Se dormía llorando, cuando tenía fuerzas para hacerlo, pero su sueño era esporádico e irregular. Cada vez que se levantaba, Mariam veía puntitos blancos. Le daba vueltas la cabeza y tenía siempre un zumbido en los oídos. Recordaba lo que decía el ulema Faizulá sobre el hambre cada vez que empezaba el Ramadán: «Incluso el hombre al que ha mordido una serpiente puede dormir, pero no el hambriento.»

– Mis hijos van a morir -dijo Laila-. Morirán ante mis ojos.

– No -aseguró Mariam-. No lo permitiré. Todo se arreglará, Laila yo. Sé lo que tengo que hacer.

Un día de sol abrasador, Mariam se puso el burka y se fue con su marido al hotel Intercontinental. El billete del autobús era un lujo que ya no podían permitirse, y la mujer estaba exhausta cuando llegaron a lo alto de la empinada cuesta. Había tenido que detenerse un par de veces durante la subida, a esperar que se le pasara el mareo.

En la entrada del establecimiento, Rashid saludó y abrazó a uno de los porteros, que llevaba un traje de color burdeos y una gorra con visera. Charlaron un momento amigablemente, con la mano de Rashid en el codo del empleado. Rashid señaló a Mariam en un momento dado y ambos hombres le lanzaron una mirada fugaz. Mariam tuvo la impresión de que conocía al portero.

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