Khaled Hosseini - Mil Soles Espléndidos

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Hija ilegítima de un rico hombre de negocios, Mariam se cría con su madre en una modesta vivienda a las afueras de Herat. A los quince años, su vida cambia drásticamente cuando su padre la envía a Kabul a casarse con Rashid, un hosco zapatero treinta años mayor que ella. Casi dos décadas más tarde, Rashid encuentra en las calles de Kabul a Laila, una joven de quince años sin hogar. Cuando el zapatero le ofrece cobijo en su casa, que deberá compartir con Mariam, entre las dos mujeres se inicia una relación que acabará siendo tan profunda como la de dos hermanas, tan fuerte como la de madre e hija. Pese a la diferencia de edad y las distintas experiencias que la vida les ha deparado, la necesidad de afrontar las terribles circunstancias que las rodean -tanto de puertas adentro como en la calle, donde la violencia política asola el país-, hará que Mariam y Laila vayan forjando un vínculo indestructible que les otorgará la fuerza necesaria para superar el miedo y dar cabida a la esperanza.

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La idea de cavar el agujero fue de Mariam. Una mañana señaló una franja de tierra detrás del cobertizo.

– Podemos hacerlo ahí -indicó-. Es un buen sitio.

Se turnaron para ir hundiendo una pala en la tierra y así abrir el hueco. No pensaban hacerlo demasiado grande ni profundo, por lo que no creyeron que fuera a costarles tanto como luego les costó. Era ya el segundo año de sequía, que causaba estragos en todo el país. El invierno anterior apenas había nevado y luego no llovió en toda la primavera. Los campesinos abandonaban sus tierras resecas, vendían sus pertenencias y vagaban de aldea en aldea en busca de agua. Se iban a Pakistán o a Irán. Se instalaban en Kabul. Pero el nivel freático también era bajo en la ciudad, y los pozos más superficiales se habían secado. Las colas para sacar agua de los pozos más profundos eran largas, y Laila y Mariam se pasaban horas enteras esperando su turno. El río Kabul, sin sus periódicas inundaciones primaverales, estaba completamente seco, convirtiéndose en un retrete público, lleno de deposiciones humanas y desperdicios.

Así que cogieron la pala y la hundieron en la tierra una y otra vez, pero, requemado por el sol, el suelo estaba duro como la roca, compacto, casi petrificado, y no cedía a sus golpes.

Mariam había cumplido cuarenta años. Tenía el pelo canoso y lo llevaba recogido en la coronilla. Bajo los párpados destacaban unas profundas ojeras oscuras. Había perdido dos incisivos.

Uno se le había caído, el otro se lo había arrancado Rashid de un golpe por haber dejado caer accidentalmente a Zalmai. Tenía el rostro moreno y curtido por la cantidad de tiempo que se pasaban sentadas en el patio, bajo el sol abrasador, contemplando a Zalmai, que perseguía a su hermana Aziza.

Cuando terminaron de cavar el agujero, se quedaron mirándolo.

– Servirá -asintió Mariam.

Zalmai tenía dos años. Era un niño regordete de cabellos rizados. Tenía los ojos pequeños y castaños, y las mejillas sonrosadas, como Rashid, hiciera el tiempo que hiciera. El cabello también le nacía muy cerca de las cejas, espeso y en forma de media luna, como a su padre.

Cuando Laila estaba a solas con él, Zalmai se mostraba cariñoso, de buen humor y juguetón. Le gustaba encaramarse a los hombros de su madre y jugar al escondite en el patio, con ella y con Aziza. A veces, cuando estaba más tranquilo, le gustaba sentarse en el regazo de Laila para que le cantara. Su canción favorita era Ulema Mohammad Yan. Balanceaba los gordezuelos pies mientras ella le cantaba con los labios en los cabellos, y se unía a la canción al llegar al estribillo, cantando las palabras que conocía con su áspera voz:

Ven, vamos a Mazar, ulema Mohammad yan,
a ver los campos de tulipanes, oh amado compa ñ ero.

A Laila le encantaban los besos húmedos que plantaba Zalmai en sus mejillas, los hoyuelos de sus codos y los dedos de los pies, tan redonditos. Le encantaba hacerle cosquillas, formar túneles con cojines y almohadas para que él pasara por debajo reptando, y contemplarlo mientras dormía entre sus brazos con una manita siempre aferrada a la oreja de su madre. Se le revolvía el estómago cuando recordaba aquella tarde, cuando se tumbó en el suelo con el radio de una rueda de bicicleta entre las piernas. Había estado a punto de hacerlo, y en ese momento le parecía inconcebible que hubiera llegado a pensarlo siquiera. Su hijo era una bendición y Laila había comprobado con alivio que sus miedos no tenían fundamento, pues amaba a Zalmai con todo su corazón, tanto como a Aziza.

Pero el niño adoraba a su padre, y por eso se transformaba siempre que Rashid andaba cerca para mimarlo y consentirlo. En su presencia, el pequeño siempre tenía a punto una sonrisa insolente o una risa desafiante, y se ofendía con facilidad. Era rencoroso. Persistía en su mal comportamiento aunque su madre le regañara, una actitud completamente distinta de la que mostraba en ausencia de Rashid.

El padre lo veía todo con buenos ojos. «Un signo de inteligencia», afirmaba. Y lo mismo opinaba de las imprudencias de su hijo: cuando se tragaba las canicas y luego las expulsaba con la caca; cuando encendía cerillas; cuando masticaba los cigarrillos de Rashid.

Al nacer Zalmai, Rashid lo había instalado en la cama que compartía con Laila. Le encargó una cuna nueva e hizo que le pintaran leones y leopardos agazapados en los lados. Le compró ropa nueva, sonajeros, biberones y pañales, aunque no podían permitírselo y los viejos de Aziza aún servían. Un día llegó a casa con un móvil a pilas, que colgó sobre la cuna. Consistía en unos pequeños abejorros negros y amarillos que pendían de un girasol y se arrugaban y pitaban al apretarlos. Cuando se encendía, sonaba una melodía.

– Creía que habías dicho que el negocio no iba bien -dijo Laila.

– Tengo amigos a los que puedo pedir prestado -replicó él en tono displicente.

– ¿Y cómo les devolverás el dinero?

– Las cosas ya mejorarán. Como siempre. Mira, le gusta. ¿Lo ves?

La mayoría de los días, Laila se veía privada de su hijo. Rashid se lo llevaba a la tienda, y allí lo dejaba gatear bajo la atestada mesa de trabajo, jugar con las viejas suelas de goma y los trozos de cuero sobrantes. El hombre claveteaba los clavos de hierro y hacía girar la pulidora sin perderlo de vista. Si Zalmai hacía caer un estante lleno de zapatos, le reñía con calma, esbozando una media sonrisa. Si el niño repetía la travesura, Rashid dejaba el martillo, lo sentaba sobre la mesa y le hablaba tranquilamente.

Su paciencia con Zalmai era un pozo profundo que nunca se secaba.

Por la tarde volvían a casa, el niño con la cabeza apoyada en el hombro de su padre, oliendo los dos a cola y a cuero. Sonreían como con picardía, como los que comparten un secreto, como si se hubieran pasado todo el día en la oscura tienda tramando conspiraciones, en lugar de haber estado haciendo zapatos. A Zalmai le gustaba sentarse junto a su padre durante la cena para jugar con él, mientras Mariam, Laila y Aziza depositaban los platos sobre el sofr á . Se daban golpecitos en el pecho por turnos y soltaban risitas, se lanzaban migas de pan y se hablaban al oído para que ellas no los oyeran. Si la madre les dirigía la palabra, Rashid alzaba la vista disgustado por su inoportuna intromisión. Si pedía que le dejara coger a Zalmai, o peor aún, si el niño levantaba los brazos para que ella lo cogiera, el hombre la fulminaba con la mirada.

Laila se alejaba sintiéndose dolida.

Una noche, pocas semanas después de que el pequeño cumpliera dos años, Rashid se presentó en casa con un televisor y un reproductor de vídeo. El día había sido cálido, casi agradable, pero al atardecer había refrescado y la noche se presentaba fría y sin estrellas.

Rashid colocó el televisor sobre la mesa de la sala de estar y dijo que lo había comprado en el mercado negro.

– ¿Otro préstamo? -preguntó Laila.

– Es un Magnavox.

Aziza entró en la sala de estar y, al ver el aparato, corrió hacia él.

– Cuidado, Aziza yo -le advirtió Mariam-. No lo toques.

Aziza tenía el cabello tan claro como su madre y también había heredado sus hoyuelos en las mejillas. Se había convertido en una niña tranquila y pensativa, con un comportamiento muy maduro para sus seis años. A Laila le maravillaba la forma de hablar de su hija, su ritmo y su cadencia, sus pausas reflexivas y sus entonaciones, como una voz adulta, tan dispar con el cuerpo inmaduro que la albergaba. Era Aziza la que, con desenfadada autoridad, había tomado a su cargo la tarea de despertar a Zalmai todos los días, vestirlo, darle el desayuno y peinarlo. Era ella quien lo ponía a dormir la siesta, la que actuaba como pacificadora, siempre comedida, de su imprevisible hermano. Al lado de éste, Aziza acostumbraba menear la cabeza con un gesto exasperado de asombrosa madurez.

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