Khaled Hosseini - Mil Soles Espléndidos

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Hija ilegítima de un rico hombre de negocios, Mariam se cría con su madre en una modesta vivienda a las afueras de Herat. A los quince años, su vida cambia drásticamente cuando su padre la envía a Kabul a casarse con Rashid, un hosco zapatero treinta años mayor que ella. Casi dos décadas más tarde, Rashid encuentra en las calles de Kabul a Laila, una joven de quince años sin hogar. Cuando el zapatero le ofrece cobijo en su casa, que deberá compartir con Mariam, entre las dos mujeres se inicia una relación que acabará siendo tan profunda como la de dos hermanas, tan fuerte como la de madre e hija. Pese a la diferencia de edad y las distintas experiencias que la vida les ha deparado, la necesidad de afrontar las terribles circunstancias que las rodean -tanto de puertas adentro como en la calle, donde la violencia política asola el país-, hará que Mariam y Laila vayan forjando un vínculo indestructible que les otorgará la fuerza necesaria para superar el miedo y dar cabida a la esperanza.

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Laila aplicaba el oído a la boca de su hija, temiendo en cada ocasión no oír el débil silbido de su respiración. Incluso el sencillo acto de incorporarse le causaba mareos. Se quedó dormida, tuvo sueños que luego no recordaba. Al despertar, comprobó que Aziza seguía respirando, le palpó los labios agrietados, le buscó el débil pulso en el cuello y volvió a tumbarse. Estaba convencida de que iban a sucumbir allí encerradas, pero lo que más pavor le causaba era ver morir a Aziza, que era tan pequeña y frágil. ¿Cuánto tiempo más resistiría? La pequeña se ahogaría de calor y Laila tendría que permanecer junto a su rígido cuerpecito, aguardando su propio fin. Volvió a dormirse. Se despertó. Se durmió. La línea entre el sueño y la vigilia se difuminó.

No fue el canto de los gallos ni el azan lo que volvió a despertarla, sino el ruido de algo pesado al ser arrastrado. Oyó la llave en la cerradura. De pronto, la habitación se llenó de luz, que la deslumbró cruelmente. Laila alzó la cabeza, esbozó una mueca de dolor y se protegió los ojos con la mano. Por entre los dedos vislumbró una silueta grande y borrosa recortada sobre un rectángulo de luz. La forma se movió, se agachó, se inclinó sobre ella y le habló al oído.

– Si vuelves a intentarlo, te encontraré. Te juro por el nombre del profeta que te encontraré. Y cuando dé contigo, no habrá tribunal en este maldito país que me condene por mis actos. Primero a Mariam, luego a la niña y por último a ti. Y te obligaré a verlo todo. ¿Me has comprendido? ¡Te obligaré a verlo!

Y tras estas palabras, abandonó la habitación, pero no antes de patearle el costado. De resultas de ello, Laila estuvo orinando sangre durante días.

37

Mariam

Septiembre de 1996

Dos años y medio más tarde, la mañana del 27 de septiembre, el ruido de gritos y silbidos, petardos y música despertó a Mariam, que bajó corriendo a la sala de estar. Allí encontró a Laila mirando por la ventana con Aziza a caballito sobre los hombros. La madre se dio la vuelta y sonrió.

– Han llegado los talibanes -dijo.

Mariam había oído hablar de los talibanes por primera vez hacía dos años, en octubre de 1994, un día que Rashid llegó a casa con la noticia de que habían derrotado al resto de los cabecillas militares en Kandahar y se habían hecho dueños de la ciudad. Se trataba de una fuerza guerrillera, explicó, compuesta por jóvenes pastunes cuyas familias habían huido a Pakistán durante la guerra contra los soviéticos. La mayoría de ellos habían crecido -algunos incluso habían nacido- en campos de refugiados situados en la frontera con Pakistán y en madrasas pakistaníes, donde los ulemas los habían instruido en la sharia. Su líder era un misterioso recluso analfabeto y tuerto, el ulema Omar, que, según explicó Rashid con cierto regocijo, se hacía llamar Amir-ul-Muminin, Líder de los Fieles.

– Es verdad que esos chicos carecen de risha, de raíces -añadió Rashid, aunque sin dirigirse a Mariam ni a Laila. Desde su fracasada huida, Mariam sabía que Rashid no establecía distinciones entre Laila y ella, que ambas eran igual de indignas para él, que las dos merecían su desconfianza, su desdén y su indiferencia. Cuando hablaba, Mariam tenía la sensación de que lo hacía consigo mismo, o acaso con una presencia invisible que, a diferencia de sus dos esposas, sí merecía escuchar sus opiniones-. Es posible que no tengan pasado -prosiguió Rashid, mirando al techo mientras fumaba-. Es posible que no sepan nada del mundo ni de la historia de este país. Sí. Comparada con ellos, hasta Mariam podría ser profesora de universidad. ¡Ja! De acuerdo. Pero mira a tu alrededor. ¿Qué ves? Cabecillas muyahidines corruptos y codiciosos, armados hasta los dientes, ricos gracias a la heroína, declarándose la yihad unos a otros y matando a todo el que pillan en su camino. Ni más ni menos. Al menos los talibanes son puros e incorruptibles. Al menos son jóvenes musulmanes decentes. Wal á , cuando lleguen, limpiarán esta ciudad. Traerán la paz y el orden. Ya no matarán a la gente cuando salga a la calle a comprar leche. ¡Ya no se dispararán más misiles! Piénsalo.

Durante dos años, los talibanes habían avanzado hacia Kabul arrebatando ciudades a los muyahidines, y allí donde se asentaban ponían fin a la guerra entre facciones. Habían capturado al comandante Abdul Ali Mazarí y lo habían ejecutado. Durante meses, habían intercambiado fuego de artillería con Ahmad Sha Massud desde las afueras de Kabul, al sur de la ciudad. Y a principios de septiembre de 1996, se habían apoderado de Jalalabad y Sarobi.

Los talibanes tenían algo que a los muyahidines les faltaba, concluyó Rashid: estaban unidos.

– Que vengan -dijo-, que pienso recibirlos con una lluvia de pétalos de rosa.

Aquel día salieron los cuatro para dar la bienvenida a su nuevo mundo, a sus nuevos líderes. Rashid las condujo de autobús en autobús, y en cada barrio en ruinas, Mariam vio a personas que surgían de entre los escombros para ocupar las calles. Vio a una anciana desdentada que desperdiciaba puñados de arroz arrojándolos a los que pasaban por su lado con una mustia sonrisa. Dos hombres se abrazaban junto a las ruinas de un edificio. Unos muchachos lanzaban cohetes desde las azoteas, llenando el cielo de silbidos y estallidos. El himno nacional que sonaba en los casetes competía con los cláxones de los coches.

– ¡Mira, Mayam! -Aziza señaló un grupo de niños que corrían por Jadé Maywand. Lanzaban los puños al aire y arrastraban latas herrumbrosas atadas con cuerdas, gritando que Massud y Rabbani se habían retirado de Kabul.

Por todas partes se oían gritos: « Al á -u-akbar! »

Mariam vio una sábana colgada de una ventana en Jadé Maywand. En ella, alguien había pintado tres palabras en grandes letras negras: « Zenda baad taliban! » ¡Larga vida a los talibanes!

Mientras recorrían las calles, Mariam divisó otras pancartas colgadas de las ventanas, clavadas en las puertas, ondeando en las antenas de los coches, que proclamaban lo mismo.

Mariam, acompañada por Rashid, Laila y Aziza, vio a los talibanes por primera vez un poco más tarde, en la plaza de Pastunistán, donde se había congregado una muchedumbre. La gente estiraba el cuello, apiñada alrededor de la fuente azul del centro o encaramada a ella, ya que estaba seca. Todos trataban de ver el otro extremo de la plaza, donde se encontraba el antiguo restaurante Jyber.

Rashid aprovechó su corpulencia para abrirse paso a empujones y las condujo hasta un punto de la plaza donde había un hombre hablando por un megáfono. Cuando Aziza lo vio, soltó un chillido y ocultó el rostro en el burka de Mariam.

La voz del megáfono pertenecía a un joven delgado y barbudo que llevaba un turbante negro. Se hallaba sobre una especie de patíbulo improvisado. En la mano libre sostenía un lanzamisiles. Junto a él, dos hombres ensangrentados colgaban de cuerdas atadas a sendos postes de semáforos, con la ropa hecha jirones y los rostros hinchados de color morado.

– A ése lo conozco -dijo Mariam-, al de la izquierda.

Una joven que había delante de Mariam se dio la vuelta y dijo que era Nayibulá. El otro era su hermano. Mariam recordaba el rostro regordete de Nayibulá, con su mostacho, sonriendo desde los carteles y los escaparates de las tiendas durante la época de la dominación soviética.

Más tarde supo que los talibanes habían sacado a rastras a Nayibulá del edificio de las Naciones Unidas, cerca del palacio Darulaman, donde se había refugiado. Que lo habían torturado durante horas y que luego lo habían atado a un camión por las piernas y habían arrastrado su cadáver por las calles.

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