Khaled Hosseini - Mil Soles Espléndidos

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Hija ilegítima de un rico hombre de negocios, Mariam se cría con su madre en una modesta vivienda a las afueras de Herat. A los quince años, su vida cambia drásticamente cuando su padre la envía a Kabul a casarse con Rashid, un hosco zapatero treinta años mayor que ella. Casi dos décadas más tarde, Rashid encuentra en las calles de Kabul a Laila, una joven de quince años sin hogar. Cuando el zapatero le ofrece cobijo en su casa, que deberá compartir con Mariam, entre las dos mujeres se inicia una relación que acabará siendo tan profunda como la de dos hermanas, tan fuerte como la de madre e hija. Pese a la diferencia de edad y las distintas experiencias que la vida les ha deparado, la necesidad de afrontar las terribles circunstancias que las rodean -tanto de puertas adentro como en la calle, donde la violencia política asola el país-, hará que Mariam y Laila vayan forjando un vínculo indestructible que les otorgará la fuerza necesaria para superar el miedo y dar cabida a la esperanza.

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Al calor del sol matinal, se sentía mareada y audaz. Experimentó un nuevo y fugaz ataque de euforia, y cuando un perro callejero de ojos amarillos se acercó cojeando, ella se inclinó y le acarició el lomo.

Unos minutos antes de las once, un hombre con un megáfono llamó a los pasajeros con destino a Peshawar para que subieran al autobús. Las puertas hidráulicas se abrieron con un intenso silbido. Los viajeros corrieron hacia el vehículo, adelantándose unos a otros, empujándose para ser los primeros en subir.

Wakil cogió en brazos a su hijo y dirigió una seña a Laila.

– Nos vamos -anunció ella.

Wakil caminaba delante. Cuando se acercaron, Laila vio rostros en las ventanillas, con la nariz y las manos apretadas contra el cristal. Por todas partes se oían gritos de despedida.

Un joven soldado miliciano comprobaba los billetes en la puerta del autobús.

Bov! -exclamó Aziza.

Wakil entregó los billetes al soldado, que los partió por la mitad y se los devolvió. El hombre hizo subir primero a su esposa. Laila vio que Wakil y el miliciano intercambiaban una mirada. Cuando se hallaba en el primer escalón del autobús, Wakil se inclinó y murmuró algo al oído del soldado, y éste asintió.

A Laila se le cayó el alma a los pies.

– Vosotras dos, las de la niña, haceos a un lado -ordenó el militar.

Laila fingió no haber oído nada. Quiso subir los escalones del autobús, pero el miliciano la agarró por el hombro y la sacó a la fuerza de la fila.

– Tú también -gritó a Mariam-. ¡Deprisa! Estáis molestando a los demás.

– ¿Qué ocurre, hermano? -preguntó Laila, capaz apenas de mover los labios-. Tenemos billete. ¿No te los ha dado mi primo?

El soldado se llevó un dedo a los labios para indicarle que se callara y dijo algo a otro soldado en voz baja. El segundo miliciano, un tipo rechoncho con una cicatriz en la mejilla derecha, asintió.

– Seguidme -exigió a Laila.

– Tenemos que subir -exclamó ella, consciente de que le temblaba la voz-. Tenemos billete. ¿Por qué hacéis esto?

– Vosotras no subiréis al autobús, más vale que os vayáis haciendo a la idea. Seguidme. A menos que queráis que la niña vea cómo os llevamos a rastras.

Cuando las conducían a un camión, Laila miró por encima del hombro y divisó al hijo de Wakil en la parte posterior del autobús. El niño también la vio y agitó la mano con gesto alegre.

En la comisaría de policía de Torabaz Jan las obligaron a sentarse en los extremos opuestos de un largo y atestado pasillo. En el centro había una mesa y, sentado a ella, un hombre que fumaba un cigarrillo tras otro, tecleando de vez en cuando en una máquina de escribir. De esa forma transcurrieron tres horas. Aziza se las pasó correteando entre Laila y Mariam, jugando con un clip que le dio el hombre de la mesa y comiéndose las galletas. Al final se quedó dormida en el regazo de Mariam.

Hacia las tres de la tarde, se llevaron a la joven a una sala de interrogatorios, y la mujer mayor tuvo que quedarse esperando en el pasillo con la niña.

El hombre que se sentaba a la mesa en la sala de interrogatorios rondaba la treintena y vestía ropa de civil: traje negro, corbata y mocasines negros. Lucía una barba pulcramente recortada y los cabellos cortos, y sus cejas se unían en una sola. Miraba fijamente a Laila, haciendo botar un lápiz en el borde de la mesa por el extremo de la goma.

– Sabemos que hoy has dicho ya una mentira, hamshira -empezó diciendo, tras carraspear y cubrirse educadamente la boca con el puño-. El joven de la estación no era tu primo. Nos lo dijo él mismo. La cuestión es si vas a contar más mentiras hoy, cosa que no te aconsejo.

– Nos dirigíamos a casa de mi tío -afirmó Laila-. Es la verdad.

El policía asintió.

– La hamshira del pasillo, ¿es tu madre?

– Sí.

– Tiene acento de Herat, y tú no.

– Ella se crió en Herat. Yo nací aquí, en Kabul.

– Por supuesto. ¿Y te has quedado viuda? Eso le dijiste al joven. Mis condolencias. Y ese tío, ese kaka, ¿dónde vive?

– En Peshawar.

– Sí, eso habías dicho. -El hombro lamió la punta del lápiz y se preparó para escribir en una hoja de papel en blanco-. Pero ¿en qué parte de Peshawar? ¿En qué barrio, por favor? Necesito el nombre de la calle y el número del distrito.

Laila trató de contener la oleada de pánico que le subía por el pecho. Nombró la única calle que conocía de Peshawar. La había oído mencionar una vez, en la fiesta que había dado su madre al entrar los muyahidines en Kabul.

– La calle Jamrud.

– Ah, sí. La del hotel Pearl Continental. Tal vez tu tío lo mencionara.

Laila vio una oportunidad y quiso aprovecharla.

– Esa calle, sí.

– Pero el hotel Pearl Continental está en la calle Jyber.

Laila oyó el llanto de Aziza en el pasillo.

– Mi hija está asustada. ¿Puedo ir a buscarla, hermano?

– Prefiero que me llames «agente». No te preocupes, pronto volverás con ella. ¿Tienes el número de teléfono de ese tío?

– Lo tengo. Lo tenía. Bueno… -Ni siquiera el burka parecía frenar la penetrante mirada del agente-. Estoy tan nerviosa que lo he olvidado.

El agente soltó aire por la nariz. Preguntó el nombre del tío y el de su esposa. ¿Cuántos hijos tenían? ¿Cómo se llamaban? ¿En qué trabajaba? ¿Qué edad tenía? Sus preguntas no hicieron más que acrecentar el nerviosismo de Laila.

El agente dejó el lápiz sobre la mesa, enlazó los dedos y se inclinó hacia delante con la actitud de un padre a punto de reprender a un niño pequeño.

– ¿Eres consciente, hamshira, de que es delito que una mujer huya de su casa? Lo vemos muy a menudo. Mujeres que viajan solas y afirman que se han quedado viudas. Algunas dicen la verdad, pero la mayoría no. Podrían meterte en la cárcel por huir de casa, supongo que lo entiendes, nay?

– Déjenos marchar, agente… -Laila leyó el nombre en la placa que llevaba en la solapa-, agente Rahman. Haga honor al significado de su nombre y muestre compasión. ¿Qué puede importar que suelte a dos simples mujeres como nosotras? ¿Qué mal habría en ello? No somos delincuentes.

– No puedo.

– Se lo suplico, por favor.

– Es la ley, hamshira, la qanun -declaró Rahman, adoptando un tono grave de suficiencia-. Es responsabilidad mía mantener el orden, ¿entiendes?

A pesar de su angustia, Laila estuvo a punto de echarse a reír. Le asombraba que el agente usara aquella palabra después de todo lo que habían hecho las facciones de muyahidines: asesinatos, saqueos, violaciones, torturas, ejecuciones, bombardeos e intercambio de miles de misiles, sin importarles cuántos inocentes murieran bajo el fuego cruzado. Orden. Laila tuvo que morderse la lengua.

– Si nos envía de vuelta -dijo lentamente-, quién sabe lo que nos hará él.

Laila percibió el esfuerzo que hizo el agente para no apartar la vista.

– Lo que un hombre haga en su casa es asunto suyo.

– Y entonces, ¿qué hay de la ley, agente Rahman? -Lágrimas de rabia acudieron a sus ojos-. ¿Estará usted allí para mantener el orden?

– Nuestra política es no interferir en los asuntos privados de las familias, hamshira.

– Por supuesto, claro que no. Siempre que beneficie al hombre. ¿Y acaso no es esto «un asunto privado de la familia», como dice usted? ¿No lo es?

El hombre empujó su silla hacia atrás, se levantó y se alisó la chaqueta.

– Creo que la entrevista ha terminado. Debo decir, hamshira, que has hecho una pobre defensa de tu caso. Muy pobre, realmente. Bien, y ahora espera fuera mientras charlo un poco con tu… con quien quiera que sea.

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