– Te dice la hora que es en cualquier ciudad del mundo -le expliqué. Los niños asintieron educadamente con la cabeza, se pasaron el reloj y fueron probándoselo por turnos. Pero enseguida perdieron el interés y muy pronto el reloj quedó abandonado sobre la estera de paja.
– Podrías habérmelo contado -dijo posteriormente Farid. Estábamos acostados el uno junto al otro sobre los jergones de paja que la esposa de Wahid nos había preparado.
– ¿Contarte qué?
– Por qué motivo habías regresado a Afganistán. -Su voz había perdido el tono áspero que había mostrado desde el momento en que lo había conocido.
– No me lo preguntaste.
– Deberías habérmelo contado.
– No me lo preguntaste.
Se dio la vuelta para mirarme y apoyó la cabeza en el brazo doblado.
– Tal vez te ayude a encontrar a ese niño.
– Gracias, Farid -dije.
– Me equivoqué en mi suposición.
Suspiré.
– No te preocupes. Estás más en lo cierto de lo que imaginas.
Tiene las manos atadas a la espalda con una cuerda toscamente tejida que le corta la carne de las muñecas. Tiene los ojos vendados con un trapo de color negro. Está arrodillado en la calle, junto a una cuneta con agua estancada, la cabeza gacha. Avanza de rodillas por el suelo y la sangre traspasa sus pantalones mientras se balancea rezando. Es la última hora de la tarde y su sombra se proyecta en la gravilla con un movimiento de vaivén hacia delante y hacia atrás. Murmura algo entre dientes. Me acerco. «Mil veces más -murmura-. Por ti lo haría mil veces más.» Se balancea hacia delante y hacia atrás. Levanta la cara. Veo una cicatriz desdibujada sobre su labio superior.
No estamos solos.
Veo primero el cañón. Luego el hombre de pie a sus espaldas. Es alto, lleva chaleco de espiguilla y un turbante negro. Observa al hombre con los ojos vendados que tiene ante él con una mirada que no muestra sino un vacío enorme, cavernoso. Da un paso atrás y levanta el cañón. Lo sitúa en la nuca del hombre arrodillado. Por un instante, el sol de poniente acaricia el metal y centellea.
La escopeta ruge con un sonido ensordecedor.
Sigo la trayectoria en arco hacia arriba que traza el cañón. Veo la cara detrás de la columna de humo que sale de la embocadura. Soy el hombre del chaleco de espiguilla.
Me despierto con un grito atrapado en la garganta.
•••
Salí al exterior. Permanecí bajo el brillo deslustrado de la media luna y alcé la vista hacia el cielo inundado de estrellas. Era noche cerrada y se oía el canto de los grillos y el viento que soplaba entre los árboles. Notaba el frío del suelo bajo los pies descalzos y, de pronto, por primera vez desde que habíamos cruzado la frontera, sentí que estaba de vuelta en casa. Después de todos aquellos años, estaba de nuevo en casa, pisando la tierra de mis antepasados. Aquélla era la tierra donde mi bisabuelo se casó con su tercera esposa un año antes de morir en la epidemia de cólera que asoló Kabul en 1915. Ella le dio lo que sus dos primeras esposas no habían conseguido darle, un hijo. Fue en aquella tierra donde mi abuelo salió a cazar con el rey Nadir Shah y mató un ciervo. Mi madre había muerto en aquella tierra. Y en aquella tierra había luchado yo por obtener el amor de mi padre.
Me senté junto a una de las paredes de adobe de la casa. La atracción que de repente sentía por mi vieja tierra… me sorprendía. Había permanecido lejos de ella el tiempo suficiente para olvidar y ser olvidado. Tenía un hogar en un país que la gente que dormía al otro lado de la pared podía considerar perfectamente otra galaxia. Creía que me había olvidado de aquella tierra. Pero no era así. Y bajo el resplandor descarnado de la media luna sentía Afganistán bullendo bajo mis pies. Tal vez Afganistán tampoco me hubiera olvidado a mí.
Miré en dirección oeste, fascinado ante el hecho de que, en algún lugar detrás de aquellas montañas, siguiese existiendo Kabul. Existía de verdad, no sólo como un antiguo recuerdo o como titular de una noticia en la sección de Asia Pacífico de la página quince de The San Francisco Chronicle . En algún lugar hacia el oeste, detrás de aquellas montañas, dormía la ciudad donde mi hermano de labio leporino y yo volábamos cometas. Allí, en algún lugar, el hombre de los ojos vendados de mi sueño había sufrido una muerte innecesaria. En una ocasión, detrás de aquellas montañas, había hecho una elección. Y en aquel momento, un cuarto de siglo más tarde, la elección me había llevado directamente de regreso a aquella tierra.
Estaba a punto de volver a entrar en la casa cuando escuché voces que provenían del interior. Reconocí una de ellas como la de Wahid.
– …no queda nada para los niños.
– ¡Tenemos hambre, pero no somos salvajes! ¡Es un invitado! ¿Qué se supone que debía hacer yo? -dijo con tensión en la voz.
– …encontrar algo mañana. -Ella parecía a punto de llorar-. Qué voy a darles de comer…
Me alejé de puntillas. Comprendí entonces por qué los niños no habían mostrado el más mínimo interés por el reloj. No miraban el reloj. Miraban mi comida.
Nos despedimos a primera hora de la mañana siguiente. Antes de subir al Land Cruiser, agradecí a Wahid su hospitalidad. Éste señaló en dirección a la pequeña casa que quedaba a sus espaldas y dijo:
– Es tu casa.
Sus tres hijos permanecían en el umbral de la puerta, observándonos. El pequeño llevaba el reloj en la muñeca, flaca como un palillo.
Cuando arrancamos miré hacia atrás por el retrovisor. Wahid permanecía allí, rodeado de sus hijos, en medio de la nube de polvo que nuestro todoterreno había levantado. Se me ocurrió que, en condiciones normales, los niños habrían perseguido el coche de no estar tan famélicos.
Antes, aquella misma mañana, cuando tuve la certeza de que nadie me miraba, hice algo que había hecho veintiséis años atrás: escondí un puñado de billetes arrugados bajo un colchón.
Farid me había puesto sobre aviso. Lo había hecho. Pero al final resultó que había gastado saliva inútilmente.
Viajábamos por la carretera llena de baches que une Jalalabad con Kabul. La última vez que había pasado por ella había sido en un camión con techo de lona y en dirección contraria. Baba estuvo a punto de morir de un balazo a manos de un oficial roussi cantarín y borracho como una cuba… Aquella noche, Baba hizo que me sintiera furioso, asustado y, finalmente, orgulloso. El camino entre Kabul y Jalalabad, un trayecto entre rocas capaz de romper los huesos a cualquiera, se había convertido en una reliquia, una reliquia de dos guerras. Veinte años antes, había presenciado con mis propios ojos algo de la primera. Junto a la carretera yacían tristes recuerdos de ella: restos quemados de viejos tanques soviéticos, camiones militares volcados y medio oxidados, un Jeep ruso accidentado que había caído por un barranco. La segunda guerra la había visto por televisión. Y la veía en aquellos momentos a través de los ojos de Farid.
Farid esquivaba sin el mínimo esfuerzo los socavones de la maltrecha carretera. Estaba en su elemento. Se mostraba más parlanchín desde nuestra estancia en casa de Wahid. Me había dicho que me sentase en el asiento del copiloto y me miraba cuando me hablaba. Incluso sonrió un par de veces. Manejaba el volante con la mano mutilada y señalaba pueblos de casas de adobe que íbamos encontrándonos por el camino y en los que años atrás había conocido a gente. La mayoría, dijo, estaban muertos o en campamentos de refugiados en Pakistán.
– A veces los muertos son los más afortunados -comentó.
En una ocasión señaló los restos derruidos y carbonizados de un pueblo diminuto. Había quedado reducido a un montón de paredes ennegrecidas y desprovistas de tejado. Un perro dormía junto a una de las paredes.
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