Mario Puzo - Los tontos mueren

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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el éxito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanadú, mano derecha de uno de los dueños.

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Hizo una breve pausa como si dudase en tener el interés suficiente para hacer la pregunta. Luego dijo:

– ¿Por qué llevas tanto tiempo aquí en Las Vegas?

– Soy escritor -le dije.

Y a partir de ahí, seguí contando cosas. Les impresionó el hecho de que hubiese publicado una novela y esa reacción siempre me divertía. Pero lo que les asombró realmente fue que tuviese treinta y un años y hubiese abandonado a una mujer y tres hijos.

– Yo te echaba como mucho veinticinco -dijo Cully-. Y no llevas anillo.

– Nunca lo llevé -dije.

– No lo necesitas -dijo bromeando Jordan-. Pareces culpable sin él.

Por alguna razón, no pude imaginármelo haciendo un chiste de este género cuando estaba casado y vivía en Ohio. Entonces le habría parecido grosero. O quizás no hubiese tenido tanta libertad de pensamiento. O quizás fuese algo que habría dicho su mujer y que él le habría permitido decir limitándose a acomodarse en el asiento y gozar de su ingenio porque ella podía permitírselo y quizás él no. A mí no me importó. En realidad, les conté la historia de mi matrimonio, y al hacerlo salió lo de la cicatriz del vientre que les había enseñado y que era de una operación de vesícula y no de una herida de guerra. Cuando conté esto, Cully se echó a reír y dijo:

– Eres un artista contando cuentos.

Me encogí de hombros, sonreí, y seguí con mi historia.

5

Yo no tengo historia. No recuerdo a mis padres. No tengo tíos, ni primos. Ni pueblo ni ciudad. Sólo tengo un hermano, dos años mayor que yo. A los tres años, cuando mi hermano Artie tenía cinco, nos dejaron en un orfanato cerca de Nueva York. Nos dejó mi madre. No tengo ningún recuerdo de ella.

No les conté esto a Cully, Jordan y Diane. Nunca hablé de estas cosas. Ni siquiera con mi hermano, Artie, que es la persona más próxima a mí.

Nunca hablo de ello porque resulta demasiado patético, y no lo fue en realidad. El orfanato estaba muy bien, era un lugar agradable y ordenado, con un buen sistema de enseñanza y un administrador inteligente. Y me fue muy bien allí hasta que Artie y yo nos fuimos juntos. Él tenía dieciocho años y encontró un trabajo y un apartamento. Yo me fui a vivir con él. Al cabo de unos meses, le dejé a él también, mentí sobre mi edad e ingresé en el ejército para luchar en la Segunda Guerra Mundial. Y luego, en Las Vegas, dieciséis años más tarde les conté a Jordan, a Cully y a Diane cosas sobre la guerra y mi vida posterior.

Después de la guerra lo primero que hice fue matricularme en los cursos de redacción de la Nueva Escuela de Investigación Social. Por entonces, todo el mundo quería ser escritor, lo mismo que veinte años después, todos esperaban llegar a ser directores de cine.

Me había resultado difícil hacer amigos en el ejército. En la escuela fue más fácil. Conocí allí también a mi futura esposa. Como no tenía más familia que mi hermano, pasaba mucho tiempo en la escuela, haraganeando por la cafetería en vez de volver a mis solitarias habitaciones de la Calle Grove. Era divertido. De vez en cuando, tenía suerte y convencía a una chica de que viviese conmigo unas semanas. Los tipos con quienes trabé amistad, todos recién salidos del ejército y que iban a la escuela amparados en la ley de ayuda a los veteranos, hablaban mi lenguaje. El problema era que todos ellos estaban interesados en la vida literaria y yo no. Yo sólo quería ser escritor porque siempre andaba hilvanando historias. Aventuras fantásticas que me aislaban del mundo.

Descubrí que era el que más leía. Más incluso que los tipos que querían doctorarse en inglés. En realidad, no tenía mucho más que hacer, aunque siempre jugaba. Encontré un sitio en el East Side, junto a la Calle Décima, y apostaba todos los días a los partidos de pelota, al fútbol americano, al béisbol y al baloncesto. Al mismo tiempo, escribía cuentos cortos y empecé una novela sobre la guerra. Conocí a mi mujer en una de las clases de relatos breves. Era una chica delgada, de origen escocés-irlandés, de busto grande, enormes ojos azules y muy seria en todo. Criticaba los relatos de los demás cuidadosa y mesuradamente, pero con mucha dureza. No había tenido oportunidad de juzgarme porque yo no había sometido aún ningún relato mío a la clase. Un día leyó uno suyo. Y me sorprendió porque la historia era muy buena y muy divertida. Trataba de sus tíos irlandeses, que eran todos grandes borrachos.

En fin, cuando terminó el relato, toda la clase se lanzó sobre ella por apoyar el tópico del irlandés borracho. Su linda cara se crispó en un gesto de asombro herido. Por fin, le dieron oportunidad de contestar.

Tenía una hermosa voz, muy suave, y dijo quejumbrosa:

– Yo me he criado entre irlandeses. Beben todos. ¿Acaso no es verdad?

Le dijo esto al profesor, que era casualmente irlandés también. Se llamaba Maloney y era buen amigo mío. Aunque no lo demostraba, estaba borracho en aquel preciso momento.

Pero se echó atrás en su silla y dijo muy solemne:

– Yo qué puedo decir. Soy escandinavo.

Todos nos echamos a reír y la pobre Valerie bajó la cabeza muy confusa. Yo la defendí porque aunque era un buen relato sabía que nunca llegaría a ser una escritora de verdad. En la clase todos tenían talento, pero sólo unos cuantos tenían la energía y el deseo necesarios para recorrer el camino, para entregar su vida a escribir. Yo era uno de ellos. Y percibía que ella no lo era. El secreto era muy simple. Lo único que yo quería hacer era escribir.

Cerca del final presenté también mi relato. Le gustó a todo el mundo. Valerie se me acercó y me dijo:

– ¿Cómo es posible que siendo yo tan seria todo lo que escribo resulte tan cómico? Y tú siempre haces chistes y actúas como si no fueses serio y tu relato me hace llorar.

Hablaba en serio, como siempre. No fingía. Así que la llevé a tomar un café. Se llamaba Valerie O'Grady, nombre que odiaba por ser irlandés. A veces pienso que se casó conmigo sólo por librarse del O'Grady. Y me obligaba a llamarla Vallie. Tardé dos semanas en conseguir que se acostara conmigo, lo que me sorprendió. No era la típica chica liberada del Village y quería asegurarse de que yo lo sabía. Tuvimos que pasar por toda una mascarada, hube de emborracharla primero para que luego pudiera acusarme de haberme aprovechado de una debilidad nacional o racial. Pero en la cama me asombró.

No me había entusiasmado excesivamente antes. Pero en la cama era magnífica. Supongo que hay personas que ajustan sexualmente, que reaccionan de modo recíproco a un nivel sexual primario. En nuestro caso creo que los dos éramos tan tímidos, estábamos tan encerrados en nosotros mismos, que no podíamos relajarnos sexualmente con otras personas. Y que reaccionamos plenamente de modo recíproco por alguna misteriosa razón que brotaba de esa timidez mutua. En fin, lo cierto es que, después de la primera noche que pasamos juntos, fuimos inseparables, íbamos a todos los cines del Village y vimos todas las películas extranjeras. Comíamos en restaurantes italianos o chinos y volvíamos a mi habitación y hacíamos el amor, y hacia la medianoche la acompañaba al metro para que volviera a casa de su familia a Queens. Aún no tenía valor para quedarse toda la noche. Hasta un fin de semana en que no pudo resistir. Quería estar allí el domingo para hacerme el desayuno y leer los periódicos dominicales conmigo por la mañana. Así que contó las mentiras habituales a sus padres y se quedó. Fue un maravilloso fin de semana. Cuando volvió a casa, no obstante, se armó el escándalo en el clan. Su familia se abalanzó sobre ella, y cuando nos vimos el lunes por la noche, se puso a llorar.

– Qué demonios -dije yo-. Casémonos.

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