Mario Puzo - Los tontos mueren

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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el éxito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanadú, mano derecha de uno de los dueños.

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– No estoy embarazada -dijo sorprendida.

Y se quedó aún más sorprendida cuando yo me eché a reír. No tenía realmente ningún sentido del humor, salvo cuando escribía.

Por fin la convencí de que hablaba en serio. De que realmente quería casarme con ella, y entonces se puso muy colorada y luego empezó a llorar.

En fin, al domingo siguiente fui a casa de su familia, a Queens, a cenar. Eran familia numerosa, padre, madre, tres hermanos y tres hermanas, todos más pequeños que Vallie. Su padre era un viejo empleado de Tammany Hall y se ganaba la vida con algún trabajo político. Estaban también algunos tíos y todos se emborracharon. Pero de una forma alegre y despreocupada. Se emborracharon igual que otras personas se atracan en un banquete. No era más ofensivo que eso. Aunque yo no solía beber, eché unos cuantos tragos y lo pasamos todos muy bien.

La madre tenía unos ojos castaños danzarines… Vallie evidentemente heredaba su sexualidad de la madre y la falta de humor de su padre. Me di cuenta de que el padre y los tíos me observaban con taimados ojos de borrachos, intentando determinar si era sólo un vivo que estaba jodiéndose a su querida Vallie, engañándola con lo del matrimonio.

El señor O'Grady fue por fin al grano.

– ¿Cuándo pensáis casaros vosotros dos? -preguntó.

Sabía que si no daba la respuesta adecuada, el padre y los tres tíos me partirían los morros allí mismo. Me daba cuenta de que el padre me odiaba por andar jodiéndome a su niñita antes de casarme con ella. Pero le comprendía. Era algo muy simple. Además, yo no pretendía engañar a nadie. Nunca engaño a la gente, o eso creo. Así que me eché a reír y dije:

– Mañana por la mañana.

Me eché a reír porque sabía que era una respuesta que les tranquilizaría pero que no podrían aceptar. No podían aceptarla porque todos sus amigos pensarían que Vallie estaba embarazada. Por fin acordamos una fecha, dos meses después, para que pudiese cumplirse todo el protocolo y fuese una auténtica boda familiar. Yo no tenía tampoco ningún inconveniente. No sabía si estaba enamorado. Me sentía feliz y eso bastaba. Ya no estaba solo, podía iniciar ya mi verdadera historia. Mi vida se ampliaría hacia el exterior, tendría una familia, mujer, hijos, la familia de mi mujer sería mi familia. Me asentaría en una parte de la ciudad que sería mía. Ya no sería una unidad solitaria, aislada. Podrían celebrarse adecuadamente fiestas y cumpleaños. En suma, yo sería, por primera vez en mi vida, «normal». El ejército no contaba en realidad. Y durante los diez años siguientes, me dediqué a asentarme en el mundo.

La única gente que conocía y que podía invitar a la boda eran mi hermano, Artie, y algunos compañeros de la Nueva Escuela. Pero había un problema. Yo tenía que explicarle a Vallie que Merlyn no era mi verdadero nombre. O más bien que mi nombre original no era Merlyn. Después de la guerra, cambié, legalmente, de nombre. Tuve que explicarle al juez que era escritor y que quería escribir con aquel nombre. Le puse el ejemplo de Mark Twain. El juez asintió como si conociese a un centenar de escritores que hubiesen hecho lo mismo.

La verdad es que por entonces yo tenía una especie de sentimiento místico respecto a lo de escribir. Quería que fuese algo puro, inmaculado. Temía verme inhibido si alguien sabía algo sobre mí y quién era yo realmente. Quería describir personajes universales. (Mi primer libro era profusamente simbólico.) Yo quería ser dos identidades absolutamente distintas.

A través de las influencias políticas del señor O'Grady conseguí un puesto de empleado del servicio civil federal. Me convertí en oficial administrativo de las unidades de reserva del ejército.

Después de los críos, la vida de matrimonio era aburrida pero aún feliz. Vallie y yo nunca salíamos. En las fiestas cenábamos con su familia o en casa de mi hermano Artie. Cuando yo trabajaba de noche, ella y sus amistades de la casa de apartamentos en que vivíamos se hacían visitas. Tenía muchas amistades. Las noches de los fines de semana visitaba sus apartamentos cuando daban alguna fiesta, y yo me quedaba en el nuestro cuidando a los críos y trabajando en mi libro. Yo no iba nunca. Cuando le tocaba a ella recibir a la gente a mí me resultaba insoportable, y supongo que no lo ocultaba demasiado bien. Vallie se enfadaba. Recuerdo una vez que entré en el dormitorio a ver a los niños y me quedé allí leyendo unas páginas del manuscrito. Vallie dejó a nuestros invitados y fue a buscarme. Nunca olvidaré la expresión ofendida cuando me encontró leyendo, tan evidentemente reacio a volver con ella y con sus amigos.

Fue después de uno de estos pequeños incidentes cuando yo me puse enfermo por primera vez. Desperté a las dos de la madrugada con un dolor insoportable en el estómago y por toda la espalda.

No podía permitirme llamar a un médico, así que al día siguiente fui al Hospital de Veteranos, donde me hicieron toda clase de radiografías y otras pruebas y análisis durante una semana. No pudieron encontrarme nada, pero tuve otro ataque y, basándose simplemente en los síntomas, diagnosticaron una afección de vesícula. Una semana después volví al hospital con otro ataque, y me inyectaron morfina. Tuve que perder dos días de trabajo. Después, una semana antes de Navidad, justo cuando estaba a punto de terminar la faena en mi trabajo nocturno, tuve un ataque tremendo. (No mencioné que trabajaba por las noches en un banco para ganar dinero extra para la Navidad.) El dolor era insoportable, pero creí que podría llegar hasta el Hospital de Veteranos de la Calle Veintitrés. Cogí un taxi que me dejó como a media cuadra de la entrada. Pasaba ya de medianoche. Cuando arrancó el taxi, el dolor me asestó un golpe terrible en el plexo solar. Caí de rodillas en la calle a oscuras. El dolor se me extendió por toda la espalda. Quedé tendido allí, sobre el congelado pavimento. No había un alma, nadie que pudiera ayudarme. La entrada al hospital quedaba a unos treinta metros. Tan paralizado me tenía el dolor que no podía moverme. No tenía miedo siquiera. En realidad, lo que quería era morirme de una vez para que desapareciera el dolor. Me importaban un pito mi mujer, mis hijos y mi hermano. Sólo quería desaparecer. Pensé un instante en el Merlin legendario. Pero yo no era ningún mago. Recuerdo que di una vuelta en el suelo para contener el dolor y que me salí de la acera y caí en el arroyo. El bordillo me sirvió de almohada.

Y entonces pude ver las luces navideñas que decoraban una tienda próxima. El dolor cedió un poco. Allí estaba tumbado pensando que era un puñetero animal. Yo, un artista, con un libro publicado y una crítica en la que se me calificaba de genio, una de las esperanzas de la literatura norteamericana, muriendo como un perro en el arroyo. Y no por culpa mía, desde luego. Sólo porque no tenía dinero en el banco. Sólo porque no había nadie a quien le importase realmente un carajo que yo viviese o no. Ésa era la verdad de todo el asunto. La autocompasión fue casi tan buena como la morfina.

No sé lo que tardé en salir arrastrándome del arroyo. No sé cuánto me llevó arrastrarme hasta la entrada del hospital, pero por fin me vi en un arco de luz. Recuerdo que me colocaron en una silla de ruedas y que me llevaron al puesto de socorro y que contesté a preguntas y luego, mágicamente, estaba en una cama cálida y blanca sintiéndome benditamente soñoliento, sin dolor, y me di cuenta de que me habían administrado morfina.

Cuando me desperté me tomaba el pulso un médico joven. Me había tratado él la otra vez y yo sabía que se llamaba Cohn. Me sonrió y me dijo:

– Han llamado a su mujer, vendrá a verle en cuanto los chicos se vayan a la escuela.

Asentí y dije:

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