Mario Puzo - Los tontos mueren

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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el éxito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanadú, mano derecha de uno de los dueños.

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Aposté veinte a mi banca. Esperé a dar las cartas. El croupier era el apuesto joven que le había preguntado a Diane si se encontraba bien. Llevaba un anillo de diamantes en la mano que mantenía alzada para que yo no diese cartas hasta que se hiciesen las apuestas. Vi que Jordan hacía la suya. A la banca, como siempre. Jugaba conmigo.

Cully apostó veinte a la banca. Se volvió a Cheech y le dijo:

– Venga, apuesta con nosotros. El chico parece estar de suerte.

– Ese pijotero -dijo Cheech.

Me di cuenta de que todos los croupiers me miraban. Los supervisores, erguidos y muy quietos, seguían plantados en sus sillas altas. Yo parecía grande y fuerte; se sintieron un poco decepcionados conmigo.

Cheech puso trescientos dólares al jugador. Di cartas y gané. Seguí consiguiendo pases y Cheech siguió aumentando sus apuestas contra mí. Pidió un marcador. Bueno, no quedaba ya mucho del «zapato», pero lo acabé con perfectos modales de jugador, sin demorarme con las cartas y sin exclamaciones jubilosas. Me sentía orgulloso de mí mismo. Los croupiers vaciaron la caja y reunieron las cartas para un nuevo «zapato». Pagaron todos sus comisiones. Jordan se levantó para estirar las piernas. Lo mismo hizo Cheech; y Cully. Metí mis ganancias en el bolsillo. El jefe de sector trajo el marcador para que Cheech firmara. Todo iba bien. Era el momento perfecto.

– ¿Así que soy un pijotero, eh, Cheech? -dije, y me eché a reír. Luego empecé a rodear la mesa para salir del sector de bacarrá procurando pasar cerca de él. No podría evitar lanzarme un gancho lo mismo que un croupier tramposo no podría evitar echar mano a una ficha de cien dólares extraviada.

Le tenía enganchado. O así lo creía. Pero Cully y los dos tipos corpulentos se habían situado milagrosamente entre nosotros. Uno de ellos agarró el puño de Cheech en su inmensa mano como si fuese una pelotita. Cully me dio un empujón con el hombro, haciéndome perder el equilibrio.

Cheech se puso a gritarle al tipo que le había sujetado el puño.

– Oye, hijo de puta, ¿sabes quién soy?, ¿sabes quién soy, eh?

Para mi sorpresa, el tipo soltó la mano de Cheech y retrocedió. Había cumplido su objetivo. Era una fuerza preventiva, no punitiva. Entretanto, nadie me vigilaba a mí. Estaban intimidados por la venenosa furia de Cheech, todos salvo el croupier joven del anillo de diamantes. Éste dijo muy tranquilo:

– Señor A., está usted pasándose.

Con una increíble y restallante furia, Cheech lanzó el puño y golpeó al joven croupier en plena cara, en la nariz. El croupier retrocedió. Brotó la sangre y descendió sobre el blanco peto escarolado de la camisa y desapareció en el negro azulado del smoking. Pasé de prisa ante Cully y los dos vigilantes y le aticé a Cheech un puñetazo en la sien que le lanzó al suelo. Pero se levantó inmediatamente. Me quedé asombrado. La cosa iba a ser muy seria. Aquel tipo parecía cargado de veneno nuclear.

Y entonces el supervisor bajó de su alta silla, y pude verle claramente a la brillante luz de la lámpara de la mesa de bacarrá. Tenía la cara arrugada y de una palidez de pergamino, como si su sangre fuese de un blanco congelado por incontables años de aire acondicionado. Alzó una mano fantasmal y dijo quedamente:

– Alto.

Todo el mundo se inmovilizó. El supervisor señaló con un dedo largo y huesudo y dijo:

– Cheech, no te muevas. Te has metido en un lío muy grave. Créeme -su tono era tranquilo, protocolario casi.

Cully me llevó hasta la puerta, y yo, la verdad, tenía bastantes ganas de irme, pero me desconcertaron mucho ciertas reacciones. Había algo de gran poder mortífero en la cara del joven croupier aun con sangre chorreando por la nariz. No estaba asustado, ni confuso, ni lo bastante debilitado por el golpe para no responder al ataque. Pero ni siquiera había alzado una mano. Ni tampoco los otros croupiers, sus camaradas, habían acudido en su ayuda. Miraban a Cheech con una especie de sobrecogido horror que no era miedo sino lástima.

Cully me conducía por el casino entre el rumor de oleaje de centenares de jugadores murmurando sus conjuros y oraciones de vudú sobre los dados, el veintiuno, la giratoria rueda de la ruleta. Por fin llegamos a la relativa tranquilidad de la inmensa cafetería.

Me encantaba la cafetería, con sus sillas y sus mesas verdes y amarillas. Las camareras eran jóvenes y guapas y llevaban uniformes dorados de faldas muy cortas. Las paredes eran todas de cristal; podías contemplar un exterior de costoso césped, la piscina azul cielo, las inmensas palmeras que exigían cuidados especiales. Cully me llevó a uno de los grandes reservados, que tenía una mesa para seis personas equipada con teléfono. Ocupamos el reservado como por derecho natural.

Cuando estábamos tomando café, pasó al lado Jordan. Cully se levantó inmediatamente y le agarró del brazo.

– Eh, amigo -dijo-, tómate un café con tus compañeros del bacarrá.

Jordan hizo un gesto de rechazo, pero entonces me vio sentado en el reservado. Me dirigió una extraña sonrisa, al parecer le caía simpático por alguna razón, y cambió de idea. Entró en el reservado.

Y así nos conocimos. Jordan, Cully y yo. Aquel día, en Las Vegas, cuando le vi por primera vez, Jordan no tenía mal aspecto, pese a su pelo blanco. Se rodeaba de un aire casi impenetrable de reserva que me intimidó, pero que Cully ni siquiera advirtió. Cully era uno de esos tipos que agarrarían al Papa por un brazo para llevarle a tomar un café con él.

Yo aún seguía jugando el papel de muchacho inocente.

– ¿Por qué se enfadó tanto Cheech? -dije-. Demonios, yo creí que todos estábamos pasándolo bien.

Jordan alzó la cabeza y, por primera vez, pareció prestar atención a lo que pasaba. Seguía sonriéndome, como a un niño que intentase parecer más listo de lo que correspondía a su edad. Pero a Cully no le hizo tanta gracia.

– Oye, muchacho -dijo-. El supervisor iba a caer sobre ti de un momento a otro. ¿Por qué demonios crees tú que está sentado allí? ¿Para rascarse la nariz? ¿Para ver pasar a las chicas?

– Sí, bueno -dije-. Pero nadie puede decir que fue culpa mía. Cheech se pasó. Yo me porté como un caballero. Eso no puedes negarlo. Ni el hotel ni el casino pueden tener queja de mí.

Cully sonrió cordial.

– Sí, lo hiciste muy bien. Fuiste muy listo. Cheech no se dio cuenta y cayó en la trampa. Pero hay algo que no te imaginas. Cheech es un hombre peligroso, así que ahora mi tarea es sacarte de aquí y ponerte en un avión. ¿Y qué nombre es ése de Merlyn?

No le contesté. Alcé mi camisa deportiva y le enseñé el pecho desnudo y el vientre. Tenía una larga y feísima cicatriz púrpura. Sonreí a Cully y le dije:

– ¿Sabes lo que es esto?

Ahora estaba atento, tenso. Tenía un rostro realmente aguileño.

Lo solté lentamente.

– Estuve en la guerra -dije-. Me alcanzó una ráfaga de ametralladora y tuvieron que coserme como a un pollo. ¿Crees que me importáis algo tú y Cheech?

Cully no pareció impresionarse. Pero Jordan seguía sonriendo. No todo lo que yo decía era verdad. Había estado en la guerra, había luchado, pero no me habían herido. Lo que le enseñaba a Cully era la cicatriz de mi operación de vesícula. Habían ensayado un nuevo sistema que dejaba aquella cicatriz impresionante.

Cully suspiró y dijo:

– Chaval, quizás seas más duro de lo que pareces, pero aún no lo eres bastante para enfrentarte a Cheech.

Recordé la rapidez con que se había levantado Cheech del suelo después de mi puñetazo y empecé a preocuparme. Pensé incluso por un momento en dejar que Cully me pusiese en un avión. Pero moví la cabeza rechazándolo.

– Mira, intento ayudarte -dijo Cully-. Después de lo que pasó, Cheech te buscará. Y no eres de la talla de Cheech, créeme.

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