Mario Puzo - Los tontos mueren

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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el éxito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanadú, mano derecha de uno de los dueños.

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Me senté a la larga mesa oval de bacarrá, y me fijé en Jordan, que estaba al otro extremo. Era un tipo muy apuesto, de unos cuarenta años, puede incluso que cuarenta y cinco. Y tenía aquel pelo blanco y tupido, pero no blanco por la edad. Era un blanco con el que había nacido, de algún gen albino. Sólo estábamos él, otro jugador y yo, y tres señuelos de la casa para ocupar espacio. Uno de los señuelos era Diane, que estaba sentada dos sillas más allá de Jordan, vestida para anunciar que estaba en acción, pero yo me fijé sobre todo en Jordan.

Me pareció aquel día un jugador admirable. No mostraba el menor entusiasmo cuando ganaba, ni la menor decepción cuando perdía. Cuando manejó el «zapato» lo hizo hábilmente, con aquellas manos elegantes y blanquísimas. Pero mientras le miraba hacer montoncitos con los billetes de cien dólares, comprendí de pronto que en realidad le daba igual ganar que perder.

El tercer jugador de la mesa era un «vapor», un mal jugador destinado a perder. Bajo y delgado, disimulaba la calvicie esparciendo su pelo negro azabache cuidadosamente sobre la calva. Su cuerpo parecía encerrar enorme energía. Todos sus movimientos estaban cargados de violencia. Su forma de echar el dinero al hacer la puesta, cómo tomaba una mano ganadora, cómo contaba los billetes que tenía ante sí y los arrebuñaba furioso en un montón para indicar que estaba perdiendo. Cuando manejaba el «zapato», daba cartas desmañadamente, de modo que muchas veces una carta quedaba al descubierto o pasaba más allá de la mano extendida del croupier. Pero el croupier que atendía la mesa era impasible. Su cortesía jamás se alteraba. Una carta de jugador surcó el aire, girando hacia un lado. El individuo de aspecto mezquino intentó añadir otra ficha negra de cien dólares a su puesta.

– Lo siento, señor A., no puede hacer eso -dijo el croupier.

La crispación colérica de la boca del señor A. se hizo aún más violenta.

– ¿Por qué coño no puedo hacerlo? Sólo di una carta. ¿Quién dice que no puedo?

El croupier alzó la vista hacia el supervisor de su derecha, el del lado de Jordan. El supervisor hizo una leve seña y el croupier dijo cortésmente:

– Puede usted hacer su apuesta, señor A.

La primera carta del jugador era, claro está, un cuatro, una mala carta. Pero el señor A. perdió de todos modos y el «zapato» pasó a Diane.

El señor A. apostó de nuevo por el jugador contra la banca de Diane. Miré hacia el fondo de la mesa, donde estaba Jordan. Tenía la blanca cabeza inclinada y no prestaba la menor atención al señor A. Pero yo sí. El señor A. puso cinco billetes de cien dólares al jugador. Diane dio cartas maquinalmente. El señor A. cogió las cartas del jugador. Las miró y las arrojó violentamente. Dos figuras. Nada. Diane tenía dos cartas que totalizaban cinco.

– Una carta para el jugador -dijo el croupier.

Diane le dio al señor A. otra carta. Otra figura. Nada.

– Gana la banca -dijo el croupier.

Jordan había apostado a la banca. Yo había estado a punto de apostar al jugador, pero el señor A. me hizo cambiar de idea, así que aposté a la banca. Entonces vi al señor A. poner mil dólares al jugador. Jordan y yo dejamos nuestro dinero con la banca.

Diane ganó la segunda mano con un nueve natural frente a un siete del señor A. Éste dirigió a Diane una mirada malévola como si intentase asustarla para que no ganara. La conducta de la chica era impecable.

Diane procuraba con todo cuidado mantenerse neutral. Procuraba permanecer al margen, actuar con la precisión mecánica de un funcionario. Pero a pesar de todo esto, cuando el señor A. apostó mil dólares al jugador y Diane sacó un nueve natural ganador, el señor A. dio un puñetazo en la mesa y dijo: «Mierda de tía», y la miró con odio. El croupier que dirigía el juego siguió inmutable, sin que cambiase un solo músculo de su cara. El supervisor se inclinó hacia adelante como Jehová sacando la cabeza de los cielos. Había ya cierta tensión en la mesa.

Yo observaba a Diane. Tenía como una crispación en la cara. Jordan amontonaba su dinero como si no advirtiese lo que estaba pasando. El señor A. se levantó y se dirigió al jefe de sector que estaba en la mesa destinada a los marcadores. Cuchicheó algo. El jefe de sector asintió. Todos los de la mesa se habían levantado a estirar las piernas mientras preparaban un nuevo «zapato». Vi que el señor A. cruzaba la baranda gris regio hacia los pasillos que llevaban a las habitaciones del hotel. Vi que el jefe de sector se acercaba a Diane y hablaba con ella, y luego también ella dejó el recinto del bacarrá. No era difícil imaginarse lo que pasaba. Diane se iría un ratito con el señor A. para cambiar su suerte. Los croupiers tardaron unos cinco minutos en preparar el nuevo «zapato». Fui a hacer unas cuantas apuestas a la ruleta. Cuando volví, ya corría el «zapato». Jordan aún seguía en el mismo asiento y había dos señuelos varones en la mesa.

El «zapato» dio vuelta a la mesa tres veces sin que sucediese nada de particular antes de que volviera Diane. Tenía un aspecto horrible, la cara fláccida, era como si todo su rostro se desmoronase, pese al hecho de que se había maquillado hacía poco. Se sentó entre mi asiento y el de uno de los croupiers que manejaban el dinero. Éste advirtió que pasaba algo. Inclinó la cabeza y le oí susurrar:

– ¿Estás bien, Diane?

Fue la primera vez que oí su nombre.

Asintió. Le pasé el «zapato». Pero le temblaban las manos al sacar las cartas. Mantenía la cabeza baja para ocultar las lágrimas que brillaban en sus ojos. Toda su cara estaba «avergonzada», no puedo encontrar otra palabra que lo exprese mejor. Lo que le había hecho el señor A. en su habitación, fuese lo que fuese, había sido sin duda castigo suficiente por haberle ganado. El croupier del dinero hizo un leve movimiento hacia el jefe de sector, y éste se acercó y dio una palmada a Diane en el brazo. Ésta dejó el asiento y ocupó su lugar un señuelo varón. Diane se sentó en una de las sillas de la baranda, con otra compañera.

El «zapato» aún seguía pasando de banca a jugador y de jugador a banca. Yo procuraba cambiar mis apuestas en el momento justo, adaptándome al ritmo de los cambios. El señor A. volvió a la mesa, al mismo asiento en que había dejado su dinero, los cigarrillos y el encendedor.

Parecía un hombre nuevo. Se había duchado, se había vuelto a peinar. Se había afeitado incluso. No parecía ya tan repugnante. Vestía una camisa y pantalones limpios y se había esfumado parte de su furiosa energía. No estaba ni mucho menos relajado, pero al menos no ocupaba una gran superficie como uno de esos ciclones giratorios de los libros de historietas.

Al sentarse, localizó a Diane junto a la baranda y le brillaron los ojos. Le dirigió una sonrisilla maliciosa y admonitoria. Diane volvió la cabeza.

Pero fuese lo que fuese lo que había hecho, por muy terrible que fuese, no sólo había cambiado su humor sino su suerte. Apostó al jugador y ganó constantemente. Entretanto, buena gente como Jordan y como yo perecíamos. Eso me fastidiaba, o quizás me fastidiase la pena que me daba Diane, así que destrocé deliberadamente el día de suerte del señor A.

En fin, hay tipos con los que da gusto jugar en la mesa de un casino y tipos que son como un grano en el culo. En la mesa de bacarrá el peor grano en el culo es el tipo, banquero o jugador, que cuando coge sus dos primeras cartas se toma todo un minuto para descubrirlas, mientras el resto de la mesa espera impaciente la determinación de su destino.

Esto es lo que empecé a hacerle al señor A. Él estaba en la silla dos y yo en la cinco. Nos encontrábamos pues en la misma mitad de la mesa y podíamos mirarnos a los ojos. Pero yo le llevaba la cabeza al señor A. y era más corpulento. Aparentaba unos veintiún años. Nadie podía sospechar que tenía treinta y tres, hijos y una mujer allá en Nueva York, de donde había escapado. En consecuencia, aparentemente, era poca cosa para un tipo como el señor A. Podría ser, sin duda, físicamente más fuerte, pero él era un verdadero «malo» con evidente reputación en Las Vegas. Yo sólo era un chico drogadicto que estaba convirtiéndose en jugador degenerado.

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