Aquella noche nos dijeron que la pareja volvería al domingo siguiente para decidir si nos adoptaban a los dos o sólo a uno. Nos dijeron también que eran gente muy rica y que era muy importante que se llevaran por lo menos a uno.
Recuerdo que la tutora tuvo una charla íntima y confidencial con nosotros. Una de esas charlas en que los adultos advierten a los niños contra sentimientos malignos como los celos, la envidia, el despecho y les urgen a una generosidad de espíritu que sólo los santos pueden lograr, a duras penas, y no digamos ya los niños. Como niños, escuchábamos sin decir palabra. Movíamos la cabeza asintiendo y decíamos: «sí, señora», sin saber en realidad de qué nos estaba hablando. Pese a mi corta edad, yo sabía lo que iba a ocurrir. Al domingo siguiente, mi hermano se iría con la señora rica y guapa y me dejaría solo en el hospicio.
Artie nunca fue vanidoso, ni siquiera de niño. Pero la semana que siguió fue la única semana de nuestras vidas en que estuvimos distanciados. Aquella semana odié a mi hermano. El lunes, después de las clases, cuando jugábamos nuestro partido de fútbol, no le elegí para mi equipo. Yo era el mejor en los deportes. En los dieciséis años que estuvimos en el hospicio, yo fui el mejor atleta de mi edad y un jefe natural. Por tanto, era uno de los capitanes que elegía jugadores, y siempre elegía el primero a Artie para mi equipo. Aquel lunes fue la única vez en dieciséis años que no le elegí. Durante el partido, aunque él me llevaba un año, procuré pegarle lo más fuerte posible cuando yo tenía el balón. Aun después de treinta años puedo recordar su expresión asombrada y herida de aquel día. Por la noche no me senté junto a él en la mesa. Y luego no hablé con él en el dormitorio. Recuerdo claramente que un día de aquella semana, cuando terminó el partido de fútbol, él cruzaba el campo para irse. Yo tenía el balón en la mano y, con la mayor frialdad, se lo tiré en la nuca y le derribé. Lo había tirado simplemente. En realidad, no pensé que pudiera darle. Para un niño de siete años era un hecho notable. Y todavía ahora me asombra la fuerza de la malicia que hizo tan certero mi brazo de siete años. Recuerdo a Artie levantándose del suelo y también me acuerdo que yo gritaba: «Oh, lo hice sin querer». Pero él simplemente se dio la vuelta y se alejó.
Nunca tomó represalias. Eso me enfurecía aún más. Por mucho que le fastidiase o le humillase, se limitaba a mirarme inquisitivamente. Ninguno de los dos entendía lo que estaba pasando. Pero yo sabía una cosa que le molestaría de veras. Artie ahorraba siempre meticulosamente. Conseguíamos algo de dinero, haciendo trabajos de vez en cuando para el hospicio, y Artie tenía un tarro de cristal lleno de monedas que guardaba escondido en su armario ropero. El viernes por la tarde robé el tarro de cristal, dejé mi partido diario de fútbol y huí a una zona boscosa que quedaba dentro del recinto y lo enterré. Ni siquiera conté el dinero. Vi que estaba lleno de monedas casi hasta el borde. Artie no echó de menos el tarro hasta la mañana siguiente y me miró incrédulo, pero no dijo nada. Entonces, pasó a eludirme.
El día siguiente era domingo y tuvimos que presentarnos a la tutora para que nos pusieran nuestros trajes de adopción. Me levanté temprano y antes de desayunar fui a ocultarme en la zona boscosa que había detrás del orfanato. Sabía lo que iba a suceder aquel día: vestirían a Artie con su traje y la hermosa señora a quien yo amaba se lo llevaría con ella; jamás volvería a verle. Pero al menos tendría su dinero. Me tumbé en la parte más espesa de la zona boscosa y me pasé todo el día durmiendo. Estaba a punto de oscurecer cuando me desperté y volví. Me llevaron a la oficina de la tutora y ésta me dio veinte golpes con una regla de madera en las piernas. Apenas los sentí.
Volví al dormitorio y me quedé asombrado al encontrarme a Artie sentado en su cama esperándome. No podía creer que aún estuviese allí. Además, si no recuerdo mal, yo tenía lágrimas en los ojos cuando Artie me pegó en la cara y dijo: «¿Dónde está mi dinero?», y luego se echó sobre mí, pegándome y dándome patadas, y pidiendo a gritos su dinero. Intenté defenderme sin hacerle daño, pero al final le agarré y le aparté de un empujón. Nos sentamos allí mirándonos fijamente.
– Yo no cogí tu dinero -dije.
– Me lo robaste -dijo Artie-. Sé que fuiste tú.
– No es verdad -dije-. No lo cogí.
Nos miramos. No volvimos a hablar aquella noche. Pero cuando despertamos a la mañana siguiente, éramos amigos otra vez. Todo era como antes. Artie no volvió a preguntarme por el dinero. Nunca le dije dónde lo había enterrado.
Hasta años después no supe lo que había pasado aquel domingo. Artie me explicó entonces que, al descubrir que yo me había escapado, se había negado a ponerse su traje de adopción, y había empezado a chillar, intentando pegarle a la tutora, y le habían dado una paliza. Al insistir en verle la joven pareja que quería adoptarle, había escupido a la mujer y le había llamado todas las cosas sucias que un muchacho de ocho años podía imaginar. Había sido una escena terrible, y se había ganado otra paliza de la tutora.
Cuando terminé de contar la historia, Janelle se levantó de la cama y fue a servirse otro vaso de vino. Luego volvió a la cama, se apoyó contra mí y dijo:
– Quiero conocer a tu hermano Artie.
– Nunca le conocerás -dije-. Todas las chicas que le he presentado se han enamorado de él. En realidad, el único motivo de que me casase con mi mujer fue que ella fue la única que no se enamoró de él.
– ¿Desenterraste alguna vez el tarro del dinero? -preguntó Janelle.
– No -dije yo-. Nunca quise hacerlo. Quería que estuviese allí para algún chico que llegara después que yo, alguno que pudiese cavar en aquel bosque y encontrara aquel objeto mágico. Yo ya no lo necesitaba.
Janelle bebió su vino y luego dijo, celosamente, como si envidiase todas mis emociones:
– Le querías, ¿verdad?
En realidad, no podía contestar tal pregunta. No podía utilizar esos términos con mi hermano ni con cualquier otro hombre. Además, Janelle utilizaba aquella palabra demasiado, así que no contesté.
Otra noche, Janelle discutió conmigo acerca de que las mujeres tenían derecho a joder tan libremente como los hombres. Fingí estar de acuerdo con ella. Me sentía fríamente malévolo al reprimir los celos.
Únicamente dije:
– Claro que tienen derecho. El único problema es que biológicamente las mujeres no pueden manejarlo.
Esto la puso furiosa.
– Eso es un cuento -dijo-. Podemos joder igual que vosotros. Nos importa un carajo. En realidad sois los hombres quienes montáis el número de que el sexo es tan importante y tan serio. Sois celosos y posesivos y nos creéis propiedad vuestra.
Era exactamente la trampa en la que yo esperaba que acabase cayendo.
– No, yo no me refería a eso -dije-. Pero sabes que un hombre tiene de un veinte a un cincuenta por ciento de posibilidades de coger gonorrea con una mujer, mientras que una mujer tiene del cincuenta al ochenta por ciento de posibilidades de contagiarse de un hombre.
Por un momento, pareció asombrada y disfruté con la expresión de asombro infantil que se pintó en su cara. Como la mayoría de la gente, ella no sabía una palabra sobre las enfermedades venéreas. Yo, por mi parte, me había puesto a leer todo lo relacionado al tema tan pronto como había empezado a engañar a mi mujer. Mi gran pesadilla era coger una enfermedad venérea, contraer blenorragia o sífilis y contagiar a Valerie, y ésa era una de las razonas de que me inquietase cuando Janelle me hablaba de sus aventuras amorosas.
– Dices eso sólo para asustarme -dijo Janelle-. Sé que cuando adoptas ese aire tan seguro y tan profesional estás mintiendo.
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