Mario Puzo - Los tontos mueren

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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el éxito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanadú, mano derecha de uno de los dueños.

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Había conseguido colarme con una botella de champán para celebrar nuestra última noche juntos. Pero no me importaba compartirla con Alice. Janelle tenía tres vasos escondidos. Alice abrió la botella. Era muy habilidosa.

Janelle llevaba un camisón de encaje muy bonito. Como siempre, tenía un aire muy dramático, allí echada en la cama. Me di cuenta de que, deliberadamente, no se había puesto maquillaje para mi visita con el fin de representar su papel. Demacrada, pálida, otra Camille. Salvo que ella, en realidad, estaba estupendamente y desbordaba vitalidad. Sus ojos brillaban alegres mientras sorbía el champán. Tenía atrapadas en aquella habitación a las dos personas que más quería. Dos personas a las que no les estaba permitido ser malas con ella en ningún sentido, ni herir de ningún modo sus sentimientos. Ni siquiera impedirle ser mala con ellas. Y quizás fue esto lo que la hizo estirarse y coger mi mano entre las suyas mientras Alice nos contemplaba.

Desde que conocía sus relaciones, había procurado cuidadosamente no actuar como un amante delante de Alice. Y Alice jamás hacía patente su relación sexual con Janelle. Observándolas, podías jurar que se trataba de dos hermanas o dos buenas amigas. Tenían una relación absolutamente normal. Sólo Janelle traicionaba a veces su intimidad obligando a Alice a hacer cosas lo mismo que un marido dominante.

Alice echó su silla hacia atrás apoyándola en la pared, alejándose de la cama, alejándose de nosotros, como si nos otorgase la condición oficial de amantes. Por alguna razón, este gesto tan generoso me afectó dolorosamente.

Supongo que las envidiaba. Estaban tan cómodas una con otra que podían permitirse concederme aquello, podían admitir mi posición privilegiada como amante oficial. Janelle jugueteó con los dedos en mi mano. Y entonces me di cuenta de que no hacía aquello por perversidad, sino con un verdadero deseo de hacerme feliz, así que le sonreí. En la hora siguiente, terminaríamos el champán y yo me iría, tomaría el avión para Nueva York, y ellas se quedarían solas y Janelle amaría a Alice. Y Alice lo sabía. Igual que sabía que Janelle debía disponer de aquel momento conmigo. Resistí el impulso de apartar la mano. Habría sido una falta de generosidad por mi parte, y la mística masculina obliga a los hombres a ser básicamente más generosos que las mujeres. Pero yo sabía que mi generosidad era forzada. Estaba deseando marcharme.

Por fin pude darle a Janelle el beso de despedida. Prometí llamarla al día siguiente. Nos abrazamos cuando Alice salió discretamente de la habitación. Pero estaba esperándome afuera y me acompañó hasta el coche. Me dio otro de sus suaves besos en la boca.

– No te preocupes -dijo-. Pasaré la noche con ella.

Janelle me había dicho que, después de la operación, Alice se había pasado toda la noche acurrucada en el sillón, así que no me sorprendió.

– Cuídate tú, y gracias -me limité a decir, y entré en el coche y salí hacia el aeropuerto.

Antes de que el avión iniciase su viaje hacia el este ya había oscurecido. Nunca podía dormir en vuelo.

Y así pude pensar en Alice y en Janelle, allí en el dormitorio del hospital, tan a gusto juntas, y me alegré de que Janelle no estuviese sola. Y me alegró también pensar que por la mañana temprano podría estar desayunando con mi familia.

39

Una de las cosas que nunca le confesé a Janelle fue que mis celos no eran meramente románticos, sino pragmáticos. Investigué la literatura de las novelas románticas, pero en ninguna novela pude ver que se admitiera que una de las razones de que un hombre casado desee que su amante le sea fiel es que teme atrapar una blenorragia, o algo peor, y transmitírselo a su esposa. Supongo que una de las razones de que no pudiera confesarse tal cosa a la amante es que el hombre casado miente normalmente y dice que ya no duerme con su mujer. Y como aún se acuesta con su mujer, si la contagiase, si es un ser humano, tendría que decírselo a las dos. Está clavado en el cuerno doble de la culpa.

Así pues, una noche le hablé a Janelle de esto. Ella me miró ceñuda y dijo:

– ¿Y si te contagia tu mujer y tú me contagias a mí? ¿O no crees posible tal cosa?

Jugábamos nuestro juego habitual de pelearnos, sin pelear en realidad. Era en el fondo un duelo de ingenio en el que estaban permitidos el humor y la verdad, e incluso cierta crueldad, aunque no la brutalidad.

– Por supuesto -dije-. Pero hay menos posibilidades. Mi mujer es una católica bastante estricta. Es virtuosa.

Alcé la mano para silenciar la protesta de Janelle y seguí:

– Y es más vieja que tú, y no tan guapa, y tiene menos oportunidades.

Janelle se suavizó un poco. Cualquier halago a su belleza podía suavizarla.

Luego dije, con una sonrisilla:

– Pero tienes razón. Si mi mujer me contagiase y yo te contagiase a ti, no me sentiría culpable. Eso estaría muy bien. Sería una especie de justicia, puesto que tú y yo delinquimos juntos.

Janelle no pudo aguantar más. Casi dio un salto.

– No puedo creer que hayas dicho una cosa así. Me parece increíble. Quizás yo esté cometiendo un delito -dijo-, pero tú eres sencillamente un cobarde.

Otra noche, a primeras horas de la madrugada, cuando como siempre no podíamos dormir por lo excitados que estábamos después de haber hecho el amor un par de veces y haber bebido una botella de vino, se puso tan pesada e insistió tanto que le hablé de cuando era niño en el hospicio.

De niño yo utilizaba los libros como magia. En el dormitorio, en plena noche, separado y solo, una soledad como no he vuelto a sentir desde entonces, podía huir y escapar leyendo y tejía luego fantasías propias. Los libros que más me gustaban a aquella primera edad de los diez, once y doce años, eran las leyendas románticas de Roldan, Carlomagno, el Oeste norteamericano, y sobre todo el rey Arturo y su Tabla Redonda, y sus bravos caballeros Lancelote y Galahad. Pero sobre todos prefería a Merlin porque me identificaba con él. Y luego tejía mis fantasías, mi hermano Artie era el rey Arturo y eso estaba bien, porque Artie tenía toda la nobleza y la honradez del rey Arturo, la honestidad y la fidelidad de propósito, el amor capaz de perdonar que no poseía yo. De niño, en mis fantasías, me imaginaba astuto y previsor y estaba absolutamente convencido de que regiría mi propia vida por una especie de magia. Y por eso me gustaba el mago del rey Arturo, Merlin, que había vivido el pasado, podía prever el futuro y era inmortal y lo sabía todo.

Por entonces ideé el truco de trasladarme concretamente yo mismo del presente al futuro. Lo usé toda mi vida. De niño, en el hospicio, me convertía en un joven con amistades cultas e inteligentes. Podía ponerme a vivir en un lujoso apartamento y en el sofá de aquel apartamento hacer el amor con una mujer hermosa y apasionada.

Durante la guerra, en guardias tediosas o patrullando, me proyectaba en el futuro, a cuando fuese de permiso a París y comiese bien y me acostase con exuberantes putas. Bajo el fuego artillero podía desaparecer mágicamente y verme descansando en los bosques junto a un arroyo rumoroso, leyendo un libro querido.

Resultaba, resultaba de veras. Yo desaparecía mágicamente. Y me acordaba más tarde, cuando estaba haciendo de verdad aquellas cosas magníficas, recordaba los tiempos terribles y era como si hubiese escapado de ellos por completo, como si nunca hubiese sufrido, como si fuesen sólo sueños.

Recuerdo mi conmoción y mi asombro cuando Merlin le dice al rey Arturo que ha de gobernar sin su ayuda porque él, Merlin, estará preso en una cueva por obra de una joven hechicera a la que ha enseñado todos sus secretos. Como el rey Arturo, yo preguntaba por qué. ¿Por qué Merlin enseñaría a una joven toda su magia, así sencillamente, para que pudiese convertirle en prisionero suyo, y por qué decía tan contento que iba a dormir mil años en una cueva, sabiendo cuál había de ser el trágico final de su rey? Yo no podía entenderlo. Sin embargo, al hacerme mayor, tenía la sensación de que también yo podría hacer lo mismo. Todo gran héroe, había aprendido, debe tener una debilidad, y ésa sería la mía.

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