Mario Puzo - Los tontos mueren

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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el éxito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanadú, mano derecha de uno de los dueños.

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Me abrió la puerta Alice; le di un beso y le pregunté cómo estaba Janelle. Puso los ojos en blanco, lo cual significaba que podía esperar que Janelle estuviese algo rara. En fin, no estaba rara, pero fue muy curioso. Cuando salió del dormitorio, vestía de un modo absolutamente insólito para mí.

Llevaba una fedora blanca con una cinta roja. La visera caía sobre sus ojos castaños con chispas doradas. Llevaba un traje de hombre de corte perfecto de seda blanca, o al menos parecía seda. Los pantalones eran de corte masculino. Llevaba una camisa blanca de seda y una bellísima corbata a listas rojas y azules; y, para coronarlo todo, llevaba un delicado bastón Gucci color crema, con el que procedió a pincharme en el estómago. Era un desafío directo, me di cuenta enseguida. Salía de su cuarto y, sin palabras, declaraba al mundo su bisexualidad.

– ¿Qué te parece? -dijo.

Sonreí y dije:

– Maravilloso -la lesbiana más apuesta que había visto en mi vida-. ¿Dónde quieres cenar?

Se apoyó en su bastón y me miró con mucha frialdad.

– Creo que deberíamos comer en Scandia -dijo- y que por una vez en nuestra relación podrías llevarme a un club nocturno.

Nunca habíamos comido en sitios elegantes. Nunca habíamos ido a un club nocturno. Le dije que de acuerdo. Creo que entendía lo que ella quería hacer. Quería obligarme a reconocer ante el mundo que la amaba pese a su bisexualidad, probarme para ver si podía soportar los chistes y las risillas. Como ya había aceptado personalmente el hecho, no me importaba lo que pensaran los demás.

Pasamos una velada maravillosa. Todo el mundo nos miraba en el restaurante, y he de admitir que Janelle tenía un aspecto impresionante. Parecía realmente una versión más rubia y más guapa de Marlene Dietrich, estilo beldad sureña, por supuesto. Porque, hiciese lo que hiciese, seguía emanando de ella aquella femineidad irresistible. Pero sabía que si le decía eso, no le gustaría. Ella quería castigarme.

En realidad, me agradaba que interpretara el papel de lesbiana simplemente porque yo sabía lo femenina que era en la cama. Así que fue una especie de doble broma respecto a los que nos miraban. Disfruté también de aquello porque Janelle creía que estaba fastidiándome. Observaba todos mis movimientos, y se sintió desilusionada primero y luego complacida al ver que a mí no me importaba.

Al principio me opuse a ir al club nocturno, pero al final fuimos y estuvimos bebiendo en el Polo Lounge , donde, para su satisfacción, sometí nuestra relación a las miradas de sus amigos y los míos. Vi a Doran en una mesa y a Jeff Wagon en otra, y los dos se sonrieron. Janelle les saludó alegremente y luego se volvió a mí y dijo:

– ¿No es maravilloso ir a un sitio a echar un trago y ver a todos tus viejos y queridos amigos?

Sonreí a mi vez y dije:

– Es maravilloso.

La llevé a casa antes de la medianoche. Ella me dio un golpecito en el hombro con su bastón y dijo:

– Lo hiciste muy bien.

– Gracias -dije.

– ¿Me llamarás? -dijo.

– Sí -le contesté.

Fue una noche magnífica, de todos modos. Disfruté con la doble actitud del maître, el portero, e incluso los del aparcamiento; al menos ahora Janelle había salido a la luz.

Llegó un momento, poco después de esto, en que comencé a amar a Janelle como persona. Es decir, no se trataba sólo de que quisiera acostarme con ella, ni contemplar sus ojos castaños y desmayarme; o devorar su boca rosada, y todo lo demás, como el estar despierto toda la noche contándole historias. Dios mío, contándole toda mi vida, y ella contándome la suya. En suma, llegó un momento en que comprendí que su única función no era hacerme feliz, hacerme disfrutar de ella, me di cuenta de que mi tarea era hacerla a ella un poco más feliz de lo que era, y no enfadarme cuando ella no me hacía feliz a mí.

No quiero decir que me convirtiese en uno de esos tipos que se enamoran de una chica porque les hace desgraciados. Eso es algo que en realidad nunca entendí. Siempre fui partidario de cumplir mi parte en el trato, en la vida, en la literatura, en el matrimonio, en el amor, incluso como padre.

Y no quiero decir que aprendiese a hacerla feliz dándole un regalo, que era para mí un placer. O animándola cuando estaba deprimida, que era simplemente retirar obstáculos del camino para que ella pudiese dedicarse a la tarea de hacerme feliz a mí.

Pero lo curioso es que cuando ella ya me había traicionado, cuando empezamos a odiarnos un poco, cuando tuvimos pruebas de la culpabilidad mutua, empecé a amarla como persona.

Era realmente buena. A veces, solía decirme como una niña: «Soy una buena persona», y lo era de verdad. Era muy honrada en todas las cosas importantes. Por supuesto, se acostaba con otros tíos y también con mujeres, pero qué demonios, nadie es perfecto. A pesar de eso, le gustaban los mismos libros que a mí, las mismas películas, la misma gente. Cuando me mentía, lo hacía para no herirme. Y cuando me decía la verdad, lo hacía, en parte, para herirme (tenía una hermosa veta vengativa y yo amaba incluso eso), pero también porque tenía miedo de que me enterase de la verdad de una forma que me hiriese más.

Y, claro está, con el paso del tiempo, tuve que hacerme a la idea de que ella llevaba una vida dañosa en muchos sentidos. Una vida complicada. Pero quién no.

Así que finalmente habían desaparecido toda la falsedad y la ilusión de nuestras relaciones. Éramos verdaderos amigos y yo la amaba como persona. Admiraba su coraje, su indestructibilidad pese a las decepciones de su vida profesional, y a todas las traiciones de su vida personal. Lo entendía todo. La aceptaba en todos los sentidos.

¿Por qué demonios no lo pasábamos pues tan maravillosamente como antes? ¿Por qué no eran tan magníficas como habían sido las relaciones sexuales, aunque fuesen aún mejores que con ninguna otra? ¿Por qué no nos extasiábamos el uno con el otro como antes?

Magia-magia, negra o blanca. Hechicería, conjuros, brujas y alquimia. ¿Sería realmente cierto que el girar de las estrellas decide nuestro destino y la sangre de la luna encera las vidas y las marchita? ¿Sería cierto que las innumerables galaxias deciden nuestro destino día tras día en la tierra? ¿Es sencillamente verdad que no podemos ser felices sin falsas ilusiones?

Al parecer, en toda relación amorosa llega un momento en que a la mujer le irrita que su amante sea demasiado feliz. Por supuesto, ella sabe que es la causa de que él sea feliz. Y sabe que es su placer, su trabajo incluso, lo que lo consigue. Pero finalmente llega a la conclusión de que, de algún modo, el hijo de puta se está aprovechando. Sobre todo si la mujer no está casada y el hombre sí. Porque entonces la relación es una solución al problema de él, pero no resuelve los de ella.

Y llega un momento en que uno de los dos necesita una pelea antes de hacer el amor. Janelle había alcanzado esta etapa. Yo normalmente conseguía eludirla, pero a veces también tenía ganas de pelea; normalmente, cuando ella se enfadaba porque yo estaba casado y no le hacía ninguna promesa de compromiso permanente.

Estábamos en su casa de Malibú después del cine. Era tarde. Desde nuestro dormitorio se veía el océano, sobre el que había una larga mancha de luz lunar que era como un mechón de cabello rubio.

– Vamos a la cama -dije.

Estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella. Siempre estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella.

– Por Dios, hombre -dijo ella-. Siempre quieres joder.

– No -dije yo-. Quiero hacer el amor contigo.

Tan sentimental me había vuelto.

Me miró con frialdad, pero sus ojos marrones relampagueaban de cólera.

– Tú y tu maldita inocencia -dijo-. Eres un leproso sin campanilla.

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