Dios mío. ¡Dios mío!
Un poco de calma, Jocasta. Sólo es un día de retraso. De acuerdo, dos días. No es nada. A veces pasa. A ella quizá no, pero a otras mujeres sí, así que a ella también podía pasarle. Sólo era eso: un retraso.
De todos modos, no valía la pena preocuparse. Podía hacerse una prueba. Te la podías hacer el primer día de retraso de la regla, y tenía un noventa y ocho por ciento de precisión. Iría a una farmacia, compraría un test, se iría a casa y saldría negativo y todo estaría bien y seguro que le vendría la regla inmediatamente.
Miró el reloj: las cinco y veinte. Si iba directamente a la farmacia de North End Road, llegaría a tiempo.
Cuando llegó a la farmacia habían cerrado.
Eso representaba ir a una farmacia de guardia o esperar al día siguiente. No había color. Había una en Wandsworth: abierta hasta las siete, estaba segura. Pero cuando llegó también estaba cerrada: los sábados cerraban a la una, le informó un rótulo presuntuoso. Se fue a casa y se puso a buscar frenéticamente en las Páginas amarillas.
Kate se estaba arreglando para salir con Nat.
Era extraordinario cuánto más feliz se sentía, de repente, al saber que Josh era su padre, al saber que había querido decírselo, y que quería ser amigo suyo. Le había dicho: «No me siento como si fuera tu padre, al menos no todavía. Es muy raro. Tal vez podríamos empezar siendo amigos».
Kate le había gustado mucho. Nunca había abrigado la ilusión de echarse en brazos de sus padres biológicos, sólo quería saber quiénes eran y averiguar cómo había ocurrido. No era precisamente agradable enterarse de que eras producto de un romance de vacaciones, pero eran muy jóvenes, apenas un poco mayores de lo que era ella en ese momento.
Por lo que le había contado Josh de Martha, se había dado cuenta de que no la conocía mucho. Le habría gustado más que se tratara de un romance apasionado y prohibido. Pero Josh era un encanto, aunque fuera un poco tontorrón, y por eso estaba segura de que le había gustado bastante Martha, que no había sido sólo sexo. Y de haber sabido que ella existía, habría ayudado a Martha. Era evidente. Nunca sabría por qué Martha no se lo había contado, nunca sabría muchas cosas, pero estaba descubriendo que muchas personas querían a Martha, que tenían una gran opinión de ella. Eso era bueno. Nadie quería que su madre fuera una mala pécora redomada. Ella quería que fuera simpática. Y Ed, tan guapo, y tan simpático también, él amaba de verdad a Martha. Nunca había visto llorar tanto a un hombre como él en el funeral. La había impresionado mucho.
En fin, al sentirse más feliz volvía a tener ganas de salir con Nat. Parecía tener más sentido. Muchas cosas parecían tener más sentido. Pensó que incluso podía ir a hablar con Fergus y discutir el contrato con Smith. Tal vez no fuera demasiado tarde.
Había dicho algo de que la puerta seguía abierta. Tres millones de dólares era mucho dinero para rechazarlo. Ya le había dicho que haría la cubierta de Style, y eso le había animado un poco. Le apetecía hacerlo; tal vez podría hablar con el fotógrafo.
Estaba peinándose cuando llamó Jilly.
– Hola, cielo, ¿cómo estás?
– Estoy bien. ¿Mamá te ha dicho lo de Josh, del hermano de Jocasta?
– Me lo ha dicho. Qué coincidencia tan extraordinaria. Aunque tampoco tanto si lo piensas. ¿Te das cuenta, Kate? Si no me hubiera caído aquel día delante de casa, nada de esto habría ocurrido.
– Sí, es verdad. Yo también lo he pensado.
– Me han dicho que te cae bien.
– Sí. Me gusta. No parece un padre, exactamente, pero es divertido y se puede hablar con él de todo. No puede contestar todas mis preguntas, pero lo intenta. Es muy pijo, abuela, te chiflará.
¿Qué le había dicho su madre? Ah, sí.
«Ya verás cuando tu abuela sepa a qué escuela ha ido. Le dará un infarto de la emoción.»
– Se necesita algo más que la clase social para que me guste una persona -contestó Jilly un poco tensa.
– Por supuesto -dijo Kate.
Jocasta estaba en el cuarto de baño, con el corazón tan acelerado que creía que se le saldría por la boca. Había ido a la parafarmacia de Piccadilly, que siempre estaba abierta, las veinticuatro horas. De día y de noche. La prueba de embarazo ya le había costado noventa libras, porque no había encontrado aparcamiento, y había dejado el coche en línea amarilla en Jermyn Street con una nota que decía que sólo tardaría cinco minutos, pero había tardado quince en encontrar lo que quería, leer las instrucciones y decidir cuál era mejor y después hacer la cola para pagar. Había mucha cola. Una larga cola compuesta mayoritariamente de turistas. También había mucha cola en la parte de la farmacia, seguramente de los adictos que necesitaban sus cosas. En fin, al volver al coche había encontrado una multa. Una policía con cara de satisfacción estaba dejándola en ese momento en el parabrisas.
– Por favor -dijo Jocasta-, ¡por favor! He ido a comprar una cosa a la farmacia. Mire, he dejado una nota diciendo que…
La policía se encogió de hombros.
– Eso no la salva de la multa -dijo ella.
– ¡Pero si era una urgencia!
No se dignó ni contestarle.
Al menos tenía la prueba. Volvería a casa y se la haría y acabaría de una vez. A lo mejor ya le estaba bajando la regla, se sentía un poco… dolorida.
Se hizo la prueba.
Las instrucciones eran muy claras. Tenías que mojar la punta del palito -se parecía un poco a un termómetro- en la orina sólo cinco segundos (esto estaba en negrita) y después sostenerlo cabeza abajo un minuto. El palito tenía dos ventanillas en el otro extremo. Al cabo de un minuto, debía aparecer una raya azul en la ventanilla de la punta y después salía el resultado en la otra. Un más significaba embarazo y un menos, que no.
Cronometró los cinco segundos en la orina que había recogido (en un contenedor seco y limpio como indicaban; de hecho, una taza grande de desayuno) y después mojó lo que denominaban muestra absorbente. Y esperó. Un minuto. En un minuto estaría bien, en un minuto un bonito signo menos le diría que no estaba embarazada, y… ¡Dios! ¡Allí estaba! Un menos inconfundible. No estaba embarazada. Estaba bien. Por el amor de Dios. ¡Qué tontería pensar que podía estarlo! ¿Cómo podía estar embarazada? Por supuesto que no. Estaba un poco mareada, de puro alivio. Sonó el timbre. Guardó la caja en el armario, debajo del lavabo, y fue a abrir la puerta. Era un joven que pedía un donativo para ir a hacer senderismo al Himalaya. Jocasta le dio 25 libras y después abrió una botella de champán para celebrarlo.
– Qué mala cara tienes.
– Gracias. Supongo que es el calor. Ya sabes que no me gusta nada.
Gideon no estaba de viaje en Estados Unidos, como había dicho al periodista en Heathrow, estaba en Barbados.
– Puede ser. -Aisling Carlingford encogió sus esbeltos y morenos hombros y tomó un sorbo de su cóctel de frutas-. No tenías que venir.
– Ya lo sé. Quería ver a Fionnuala.
– Pues ya la has visto. Ahí está, bañándose. Ya puedes volver a las nieblas lluviosas de Irlanda. Está preciosa, ¿no?
– Preciosa de verdad.
Fionnuala vio que la miraban, salió de la piscina, se zambulló con estilo y nadó un largo por debajo del agua. Emergió cerca de ellos y sonrió.
– Hola, papá, pareces muerto de calor.
– Tengo calor -dijo Gideon irritado.
– Pues báñate conmigo.
– Enseguida voy. ¿Quieres que montemos esta tarde?
– Lo siento, pero tengo clase de polo. Mamá montará contigo, ¿verdad, mamá?
– Podría ser -dijo Aisling, sorprendiéndole-. A última hora, cuando haga más fresco.
– Bien. Gracias.
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