– Por Dios, no. ¡Eso ni pensarlo!
– Es muy posible que tengamos que hacerlo -advirtió el doctor Cummings.
Cuando el médico se fue, Peter subió a ver a Grace. Estaba dormida, con la cara contraída, y un moretón en la frente, donde se había golpeado al caer. Parecía diminuta, como si hubiera encogido. También estaba fría. Peter fue a buscar otro edredón y la tapó cuidadosamente. Después decidió quedarse un rato a su lado. Parecía confusa cuando hablaba con el médico, y no quería que se despertara sola.
Siempre había estado llena de vida. Incluso cuando la cabeza le dolía mucho seguía trabajando, decía que estaba bien, se negaba a dejarse vencer, como decía ella. Tomaba demasiados analgésicos, él le advertía continuamente que no lo hiciera, pero ella decía que era el menor de dos males. Nada había podido con ella, hasta entonces. Grace suspiró y abrió los ojos. Peter le sonrió.
– Hola, Grace.
Ella no le devolvió la sonrisa. Le miró, de forma bastante inexpresiva, y después se volvió, apartándose de él.
– ¿Te apetece un té, mi vida?
– No, gracias -dijo ella muy educadamente-. No quiero nada. Déjame sola, Peter, por favor.
Clio se sentía irritable. Fergus y ella habían preparado unas pequeñas vacaciones en Italia, para finales de agosto, una especie de fin de semana largo, pero a ella le hacía una ilusión enorme, poder estar juntos un tiempo, disfrutar el uno del otro, lejos de la histeria de Jocasta y Gideon y de Josh y Kate. A veces se preguntaba si no sería mejor quedarse tranquilamente en Guildford, trabajando de médico de familia. Tal vez no sería lo más emocionante, pero al menos no sería un largo y agotador drama.
Tenía que empezar en el Royal Bayswater el primero de octubre. Tenía tiempo de sobra para que le buscaran un sustituto en la consulta, poner el piso en venta y encontrar un sitio en Londres para vivir. E irse de vacaciones.
Pero Fergus la había llamado para decirle que tal vez no podría ir.
– ¡Oh, Fergus! ¿Por qué no?
– Puede que me haya salido un buen cliente, que representaría varias semanas de trabajo.
– Y eso es más importante que nuestras vacaciones. ¡Qué bien!
– Clio, lo siento, pero debo ser práctico. No tengo dinero ahorrado. Si no trabajo, no cobro. No me ha ido muy bien últimamente, la verdad. Con el abandono de Kate…
– ¡Fergus! Creo que exageras un poco. Sólo es una niña. Ha pasado una temporada de auténtico cataclismo. Necesita que la apoyen, no que la atosiguen.
– Por supuesto. Pero es difícil, de todos modos. Había unos compromisos, y no estamos hablando de calderilla, esto es dinero, contratos importantes, y todo depende del humor de una chica de dieciséis años.
– Exactamente. Dieciséis años. En fin, ¿quién o qué es tu cliente?
– Ah, otra historia de adolescentes. Le ha jodido en todos los sentidos su mánager. Es cantante y ahora ese cabrón…
– Fergus, por favor, no sigas. ¿Eso es lo que se interpone entre nosotros e Italia?
– Sí. Es trabajo, Clio. Ya te…
– ¡Trabajo!
– Sí, trabajo. Sé que lo desprecias, pero así es como me gano la vida. Ya te lo he dicho mil veces: no sé hacer otra cosa. Por desgracia, no puedo encontrar un empleo bien pagado como especialista en un hospital y ser un pilar de la sociedad, como tú.
– Por el amor de Dios -dijo Clio-, no vengas con eso.
Y le colgó.
Media hora más tarde, le llamó para disculparse, pero tenía puesto el contestador. Decidió no dejar un mensaje.
Fergus estaba en un estado económico lamentable. Por culpa de Kate se había quedado sin liquidez. La promesa de Gideon de pagar la factura hasta que ella empezara a ganar dinero no se había cumplido, y aunque sabía que Gideon simplemente lo habría olvidado, Fergus no se sentía capaz de pedírselo. La última vez que había hecho cuentas tenía setecientas libras en la cuenta de la empresa y números rojos en su cuenta personal. Tendría que pedir un crédito para pagar el alquiler. Estaba enfadado con Clio, y disgustado porque sojuzgara su trabajo. No tenía ninguna intención de volver con ella cuando chasqueara los dedos. Clio volvió a llamar al día siguiente.
– Lo siento -dijo-. Siento lo de ayer.
– No pasa nada.
– Oye, si pago yo las vacaciones, ¿servirá de algo?
Fergus sintió una oleada de rabia hacia ella.
– No, Clio, no servirá de nada. Para empezar, tendré que trabajar de todas formas. Ahora tengo un cliente. Además, no quiero que me mantengas.
– ¡No seas tonto! Me gustaría invitarte.
– Pues a mí no me gustaría. Por muy buena intención que tengas. Tengo una empresa, Clio. Sé que te cuesta reconocerlo, y que para ti es poco más que un burdel…
– ¡No es verdad!
– Pues ése es el mensaje que transmites, y muy claro. Aunque no te des cuenta. O sea, que vamos a darnos un poco de tiempo, ¿de acuerdo?
– Totalmente de acuerdo. Sólo quería consolarte por si pensabas que tenías que haber presionado a Kate.
– Eso que has dicho es un golpe bajo -dijo él, y colgó.
Jocasta estaba deambulando por el supermercado cuando cayó en la cuenta, con tanta fuerza como si la hubiera atropellado un camión. La dejó casi tambaleante.
Se sentía fatal. Estaban a mediados de agosto y todo el mundo estaba fuera de la ciudad. No podría haber visto a ninguno de sus amigos de haber querido. Tenía que retomar el contacto con todos ellos en septiembre, no podía seguir evitándolos. Aunque eso representara reconocer que su matrimonio se había acabado.
Incluso Clio parecía evitarla. Había estado rara, casi distante. Cuando Jocasta se lo había pedido, había dicho que no le apetecía ir a Londres el fin de semana, y tampoco la había invitado a ir a Guildford.
No sabía nada de Nick, ni siquiera la prometida postal. Cada día se decía que le llamaría pero nunca lo hacía. No podía. No quería que pareciera que le atosigaba.
No sabía nada de Gideon, tampoco, ni de sus abogados, pero había salido una foto suya en el Evening Standard, el día anterior, sonriendo y con aspecto de estar satisfecho consigo mismo. Parecía mucho más feliz que Jocasta. El pie decía que se iba a un viaje de trabajo a la Costa Este de Estados Unidos. Jocasta pensó en las casas que había elegido para visitar con él y por un momento se sintió muy triste, en lugar de furiosa. Podría haber ido con él y podrían haberlas visitado juntos, tal vez incluso habrían elegido una. Eso le habría dado algo que hacer.
Y a continuación vino el pensamiento realmente horrible: que quizá no era demasiado tarde. Lo había apartado con rapidez, pero seguía molestándola. Sin duda estaba fatal.
Venga, Jocasta, concéntrate. Café, té, un poco de leche. La que tienes está pasada. Pan, ya tienes. Artículos de tocador: champú, jabón, tampax, y entonces se dio cuenta.
No, qué tontería. Un día, un día de retraso: bueno, dos días. De hecho, se acordaba perfectamente de la última vez, porque era la noche que había dejado a Gideon, ese jueves horrible, horrible. Dos días no era nada. Nada.
Aunque sí es algo cuando eres tan regular que podrías ajustar el reloj de acuerdo con tu ciclo. Era por la píldora, claro. No tenía por qué preocuparse: tomaba la píldora. No te quedas embarazada con la píldora. No te quedas. A menos que hayas olvidado tomarla. Y ella no lo olvidaba nunca, nunca, porque era demasiado importante.
O -y éste fue el segundo atropello de camión- a menos que tengas el estómago revuelto. Como lo había tenido ella. Muy revuelto, y vomitaras y tuvieras diarrea durante dos días. Y no se había tomado la maldita píldora un día. De hecho, dos. Decidió que daba igual, ya que no tenía relaciones.
Pero sí las había tenido. ¿O no? Con Nick, había hecho el amor con Nick, de una forma increíble, pocos días después de que se le revolviera el estómago en medio del ciclo.
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