– ¿Te parece bien? -preguntó, colgando el teléfono-. Lo siento, mi vida. Puedes venir, si quieres, y después podemos pasar un par de días en San Francisco. Seguro que puedo arreglarlo.
Jocasta dudó, pero después dijo:
– No puedo. En este momento Kate depende bastante de mí. No deja de llamarme. Y soy su enlace con Martha. Siento que no puedo dejarla tirada. Sobre todo si la historia se hace pública.
– Creo que exageras un poco, Jocasta. No es tu hija, no es tu responsabilidad…
– Pero estoy muy involucrada, Gideon, tú no lo entiendes.
– No -dijo-, por lo visto no. Sólo llevamos casados unas semanas y ya empiezo a sentirme marginado.
– Mira quién habla -dijo Jocasta-. Desde que nos casamos apenas hemos pasado tiempo juntos. Siempre estás fuera, y yo siempre estoy sola.
– No seas tonta. No hay ningún motivo para que no vengas conmigo siempre que quieras. Es evidente que no quieres. O no quieres lo bastante.
– ¡Eso es una estupidez!
– No es una estupidez. Es verdad. Mi vida es muy complicada, y tú lo sabes. Lo sabías cuando nos casamos. Tengo compromisos por todo el mundo.
– Sí, y son los que cuentan, ¿verdad? Tus compromisos. Los míos no tienen la menor importancia, parece…
– Te comportas como una niña -dijo. Era uno de sus sarcasmos favoritos.
Jocasta salió de la habitación dando un portazo.
Después hicieron las paces, a lo grande, en la cama.
Pero aun así se quedaría sola. Al menos una semana.
Decidió llamar a alguna de sus viejas amigas, a ver si podían quedar. Todas estuvieron encantadas de saber de ella. Organizó un almuerzo el sábado en Clapham, y un par de ellas la invitaron a salir de copas aquella noche. Pero aquello ya no le parecía bien, ahora que estaba casada con Gideon. Además estaba el otro asunto desagradable. A lo mejor podría hablar con Clio de ello.
Clio no podía quedar, ella y Fergus se iban a París a pasar el fin de semana.
– ¿A que es romántico? Me lo ha regalado por sorpresa. Podría anularlo, pero…
– ¡Clio! -dijo Jocasta-. Ni se te ocurra. Que te diviertas.
Después del almuerzo del sábado fue a Kensington Palace Gardens con su coche. Ni siquiera el almuerzo había sido del todo satisfactorio, ya empezaba a abrirse un abismo entre ella y sus amigas. Ya no pertenecía a su mundo, ya no era la profesional que se pateaba la ciudad con un novio divertido, sino una mujer rica con un marido de mediana edad.
Jocasta sabía la compañía que habría preferido.
Estaba aparcando cuando sonó su móvil.
– Jocasta, hola, soy Nick. ¿Estás ocupada?
– Voy a pedirle que nos veamos. ¿Vendrás conmigo?
Nat la miró; la cara de Kate estaba tensa.
– Sí, si quieres. Por supuesto que iré. Llámala, para ver si está en casa. Tienes su teléfono, ¿no?
– Sí. -Sacó su móvil-. Venga. Allá voy.
Martha estaba a punto de salir para Suffolk cuando sonó su móvil.
Sabía que tenía que hacerlo: decírselo a sus padres. No podía arriesgarse más. Sólo porque la historia no hubiera salido ese día en los periódicos, ni el anterior, no significaba que no saliera al siguiente. Nick se estaba portando de maravilla, pero había otros periódicos, y Janet no esperaría eternamente.
Se sentía fatal. Ed no había vuelto. La había llamado y le había dicho que necesitaba tiempo para pensar, que la quería, pero que necesitaba saber más.
– Si no, no es justo. Me exiges demasiada confianza. Esto es muy sencillo, Martha. Te he apoyado en todo el asunto. Creo que tengo derecho a saber quién es él. Te quiero, pero no puedo seguir. Llámame si cambias de idea. No iré a ninguna parte. Pero necesito que me ayudes en esto.
Martha había llamado a sus padres y les había dicho que iba a verles, que necesitaba hablar con ellos.
– Qué alegría -exclamó Grace-. ¿Cuándo vendrás?
– Oh, tarde, sobre las nueve o las diez.
– Perfecto.
No, no sería perfecto, pensó Martha, sería horrible. Pero no veía ninguna alternativa.
Y entonces llamó Kate.
– Soy Kate Tarrant. Me gustaría que nos viéramos. Dentro de una hora. ¿Estarás en casa?
– Sí -dijo Martha, bastante débilmente-, sí, estaré en casa.
Llamó a sus padres y les dijo que llegaría mucho más tarde, que se acostaran y ya se verían por la mañana. Sería mejor así, mejor que decírselo de madrugada.
– Acabo de recibir otra llamada de Frean -dijo Nick-. Dice que va a dar la historia al Sun si para el lunes no la he publicado. Sinceramente, Jocasta, esto es una pesadilla.
– ¿Has hablado con ella?
– No, tenía puesto el contestador.
– Dios, qué desastre. Bueno, ¿qué vas a hacer ahora?
– Nada. Ponerme de los nervios.
– Bien, ¿por qué no vienes y ponemos las ideas en común? Pediré algo de comer…
– Vaya, ¿vas a dar la noche libre al personal? Qué democrática eres. ¿Dónde está Gideon?
– Fuera -dijo ella.
– Entonces no creo que deba ir a tu casa.
Jocasta sabía que tenía razón, y la punzada de desilusión que sintió fue la prueba.
Pero ella ya no le quería. ¿Verdad? No, por supuesto que no. Tal vez no le había querido nunca. Le gustaba mucho estar con él y la vida que hacían juntos, pero ¿eso era amor? Lo que sentía por Gideon era abrumador y extraordinariamente intenso. Era un niño mimado, sí, podía ser difícil, podía tener mal genio, pero por encima de todo era un hombre generoso, considerado e inmensamente cariñoso. Y él la amaba como ella le amaba a él, sin ninguna clase de reservas.
Valía la pena estar sola por él. En cuanto ese desafortunado asunto con Martha y Kate se calmara, no permitiría que volviera a marcharse sin ella.
– Hola -dijo Kate.
Llevaba vaqueros y una camiseta y mostraba un buen palmo de su estómago plano. Llevaba el pelo recogido y no iba maquillada. Era mucho más alta que Martha. Martha intentó sentir algo, pero sólo experimentó malestar.
– Te presento a Nat Tucker -dijo Kate-. Es un amigo mío.
– Hola, Nat -dijo Martha-. Pasad, los dos. ¿Puedo ofreceros algo de beber?
– Nada, gracias -contestó Kate.
Entró y echó un vistazo alrededor. Nat la siguió.
Hubo un largo y gélido silencio. Nat lo rompió.
– Es un piso muy bonito -dijo-. Una vista preciosa.
– Gracias -dijo Martha-. ¿Queréis… sentaros?
Nat se dejó caer en uno de los sofás bajos de piel negra. Kate se quedó de pie, mirando a Martha.
– Quiero saber quién es mi padre -dijo-. Nada más. Sólo eso.
Martha no se lo esperaba.
– Me temo que no puedo decírtelo.
– ¿No? ¿Por qué no? ¿No lo sabes? -Los ojos oscuros eran muy duros-. ¿Fue un rollo de una noche?
«Es normal que esté enfadada -pensó Martha-, es normal que sea hostil.»
– No… no puedo decírtelo -dijo Martha.
– ¿No? ¿Sigues en contacto con él, entonces?
– No, no. Pero él no tiene ni idea. No creo que sea justo decírselo ahora. Después de tantos años.
– Ah, no crees que sea justo. Ya. Crees que fue justo dejarme a mí en cambio. Abandonarme en el cuarto de productos de limpieza…
– Kate…
– Y crees que fue justo no venir a verme, cuando salí en el periódico y todo eso, y podrías haberlo hecho. Eso estuvo bien, claro. Tienes una idea curiosa de lo que está bien y lo que está mal. Me dejaste, recién nacida, sola, podría haber muerto…
– Esperé -dijo Martha-, esperé hasta que supe que te habían encontrado, hasta que supe que estarías bien…
– ¿Ah, sí? Qué gran detalle por tu parte. Supongo que creíste que eso era suficiente, ¿no?
– Yo…
– No pensaste nunca en cómo me sentiría, sabiendo que a mi madre no le interesaba. ¿Cómo te crees que es eso? Que no te quieran. No ser importante. ¿No crees que debe de ser horrible? En fin, por suerte para mí, he tenido una madre de verdad, una madre como es debido. Ella sí me quería. Todavía me quiere. No tengo ninguna duda de que he estado mejor con ella. No sé qué clase de madre crees que habrías sido tú, pero te lo aseguro, habrías sido una mierda.
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