– Kate -dijo Nat suavemente.
– Habría sido una mierda -dijo Kate mirándole un momento, y después se volvió a mirar a Martha otra vez-. En realidad debería darte las gracias, por salir de mi vida. Pero quiero saber quién es mi padre. Así que si me dices su nombre, te dejaré en paz. Que es lo que siempre has querido, claro. Siento haberte molestado.
– Kate, lo siento mucho, pero no lo haré. No puedo.
La miró con firmeza, intentando reconocer en aquella hermosa criatura ya crecida al diminuto bebé que había dejado. No pudo.
– Lo siento -dijo Kate-, pero tendrás que decírmelo. ¿No crees que me debes algo?
– Por supuesto. Pero no eso.
– Estúpida. -Kate caminó hacia ella, y por un momento Martha pensó que iba a pegarle-. Idiota.
Nat se puso de pie.
– Kate, esto no sirve para nada. Si no quiere decírtelo, no te lo dirá. Tendrá sus razones, estoy seguro.
– Sí, como las tenía cuando me abandonó. Quiero conocer a mi padre. Quizás es mejor que tú. Imbécil -añadió.
– ¡Kate! -dijo Nat otra vez-. Lo siento -añadió, dirigiéndose a Martha-, no suele ser tan grosera.
Por algún motivo esto hizo gracia a Martha, hasta el punto de que sonrió. Seguramente fue una forma de aliviar la tensión.
Kate se acercó a ella y la abofeteó.
– No te rías de él -dijo-, vale un millón de veces más que tú.
– Kate, no me reía de él -dijo Martha, abrumada-. Me reía… En fin…, qué más da.
– Como yo -dijo Kate-. Como yo. No significo nada para ti. Nunca te he importado. Sólo quieres deshacerte de mí, ¿verdad? ¿Por qué no abortaste? Dímelo. ¿Por qué no me echaste por un retrete? Habría sido mucho mejor.
Y empezó a llorar, con sollozos ruidosos, cada vez más fuertes, que se convirtieron en gritos. Nat intentó calmarla, pero no paraba, se golpeaba los costados desesperadamente con los puños, hasta que se dejó caer en el sofá, escondió la cabeza en los brazos y los cabellos le cayeron por encima.
Martha la miró y, de repente, por primera vez, sintió algo por Kate. Sintió una sacudida, una punzada de pena, al verla así, tan apenada, sufriendo. La conmovió ese dolor, y fue algo más hondo, más punzante, más terrible de lo que había sentido nunca. Se preguntó si sería una especie de sentimiento maternal por Kate con efectos retardados, sin duda era un sentimiento hacia ella, de alguna clase, y de una forma curiosa, un alivio.
Se sentó a su lado e intentó rodearle los hombros. Kate se la sacudió con furia.
– ¡No! Apártate de mí.
Pero ese sentimiento, esa punzada había dado valor a Martha.
– ¿Podrías escucharme un momento, sólo un momento?
– ¿Para qué te expliques? No, gracias.
Pero al menos la había mirado, mientras sorbía por la nariz y se secaba los ojos con el dorso de la mano. Fue un contacto a pesar de todo. Martha fue a buscarle pañuelos de papel y ella los cogió.
– Es mejor que nos marchemos -dijo Kate a Nat-. No sé qué hacemos aquí.
– Kate, ¿no crees que sería buena idea escuchar lo que tiene que decir?
– No -dijo Kate secamente-, no. Lo único que quiero oír de ella es el nombre de mi padre. Vamos, Nat, larguémonos.
Fue hacia la puerta, pero se hizo un lío con el pestillo. Martha la siguió y abrió.
– Lo siento mucho -dijo, mirándola a los ojos-. Sé que eso no significa nada para ti, pero lo siento de verdad. Ojalá me dejaras hablar contigo.
– Podrías haberlo hecho hace meses -dijo Kate-. Es demasiado tarde.
Y ella y Nat se marcharon.
Janet Frean estaba impacientándose mucho. La historia perdería empuje si no se publicaba enseguida. Era absurdo. ¿Por qué no lo sacaban? Era una historia estupenda.
Nick era un periodista estupendo. El momento, su cálculo del momento, había sido perfecto. Se enfadaría mucho si no lo publicaban. ¿De repente Nick se había vuelto blando? No era posible.
Miró su reloj, tenía que marcharse dentro de una hora. Tenía que hablar en una cena en Bornemouth, un congreso médico, y no podía llegar tarde. Llamó a Nick: saltó el contestador. Dejó un mensaje y fue a cambiarse.
Mientras preparaba su maleta, decidió mandarle un correo electrónico. Podía tentarlo con algunos detalles más, hacerlo más picante; no había dicho, por ejemplo, que Martha sabía quién era el padre y podía insinuar que se lo había dicho. Eso le intrigaría. Eso haría que al menos se pusiera en contacto con ella. Si no lo hacía, es que pasaba algo.
Fue al estudio y encendió el portátil. Había varios mensajes para ella: uno de Kirkland, diciendo que no olvidara explicar su programa sobre salud esa noche. Como si hiciera falta que se lo recordaran. Era un congreso médico, por el amor de Dios. ¿Quién se creía que era?
Buscó en la libreta de direcciones hasta que encontró el nombre de Nick y empezó a escribir.
– Me ha mandado un correo electrónico -dijo Nick a Jocasta-. Espera. Te lo leeré: dice que no quiere que se pierda la historia, ah, sí: «Por favor, no lo retengas mucho tiempo. No quiero tener que dárselo a otro. Por cierto, tengo más cosas que decirte, detalles del árbol genealógico, ya me dirás si te interesa».
– ¿Qué crees que quiere decir? ¿Quién es el padre? Mierda, me encantaría saberlo.
– Dios sabe. Y después dice que no lo retrase demasiado, y que si no lo he publicado el lunes, se lo dará al Sun.
– ¡Mierda! ¡Mierda, mierda, Nick! ¿Qué le vas a decir?
– Yo qué sé. No tengo ni idea.
– ¡Mamá! No me encuentro bien.
Janet miró preocupada a Arthur. Era el penúltimo y sin duda tenía muy mal color. Miró el reloj, ya debería haberse marchado.
– ¿Dónde está papá?
– En su estudio. Hablando por teléfono. Me ha dicho que te lo dijera a ti.
– Venga, vamos abajo, a ver si viendo la tele un poco… ¡Oh, Arthur!
Todo lo que hacía Arthur, lo hacía hasta el final. Incluso vomitar. Los pantalones del traje de Janet ya no servirían para salir en público. Cuando Bob dejó de hablar por teléfono, cambió a Arthur y ella se puso otro traje; era tardísimo.
Cogió el maletín y la bolsa de fin de semana, corrió al coche y lo arrancó. Se dio cuenta de que había olvidado la agenda electrónica. Un ingenioso aparato con el que podía enviar y recibir correos electrónicos además de usarlo como móvil. Aquella noche era vital.
Volvió corriendo a la casa, Bob estaba en la entrada.
– Creía que te habías ido.
– Sí, pero he olvidado el BlackBerry.
– ¿Para qué diablos lo quieres?
– Tiene las notas del discurso.
Bob sabía que era mentira. Había visto el discurso impreso encima de su mesa. Volvió a la casa con Arthur, que estaba mirando vídeos de Starsky y Hutch y pidiendo helado.
Martha no se dio cuenta de lo cansada que estaba hasta que entró en la A 12. Al ver el trayecto que la esperaba, sintió que el cerebro se le velaba.
Tal vez sería mejor parar, pasar la noche en un motel y seguir por la mañana. Podía llamar a sus padres y decírselo, para que no se preocuparan. Marcó su número. Dios mío, ¿qué hacía la gente cuando no había teléfonos en los coches? Saltó el contestador. Sabía lo que significaba eso, que estaban mirando la tele. Urgencias, seguramente. Nunca oían el teléfono desde la salita. Maldita sea. Y rara vez miraban si había mensajes hasta el día siguiente. Dejó un mensaje de todos modos, diciendo que buscaría una pensión e iría por la mañana.
Se puso a hacer juegos mentales numéricos como hacía cuando quería mantenerse despierta. Contar hacia atrás de tres en tres, contar hacia delante de siete en siete, multiplicar números… le ayudó un rato. A lo mejor llegaría.
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