Esa vez fui yo el que evitó el contacto ocular.
– ¿Quieres la respuesta simple o la sincera? -pregunté.
– Como quieras.
Dudé un momento, y después dije:
– No, visto en perspectiva, no era tan malo. Nos habíamos distanciado un poco, y creo que había un cierto resentimiento acumulado entre los dos porque ella había tenido que cargar con la economía familiar durante muchos años. Mi éxito tampoco simplificó las cosas entre los dos. En lugar de eso, ensanchó la brecha…
– Y entonces conociste a la deslumbrante señorita Birmingham.
– Tus investigadores han sido muy concienzudos.
– ¿Estás enamorado de ella?
– Por supuesto.
– ¿Es la respuesta simple o la sincera?
– Digamos que es muy diferente de mi matrimonio. Somos una «pareja con poder», con todo lo que eso representa.
– Ésa me parece una respuesta muy sincera.
Miré mi reloj. Eran casi las cuatro. La tarde había pasado en un suspiro. Miré a Martha. La luz de la tarde había cambiado de tal manera que su cara estaba iluminada por un brillo que tenía la tonalidad del whisky de malta. La miré con atención y de repente pensé: es muy hermosa. Y tan lista. Y tan condenadamente ingeniosa. Y, a diferencia de Sally, tan modesta. Más aún, los dos estábamos totalmente en sintonía con la sensibilidad del otro. Nuestra relación era tan inmediata, tan absoluta, tan…
Pero entonces otra idea me vino a la cabeza: «Ni se te ocurra».
– David -dijo ella, interrumpiendo mi ensueño-. Un penique por tus pensamientos.
– ¿Perdona?
– En qué piensas, David. Parecías estar en otra parte.
– No. Estaba aquí, sin duda.
Ella sonrió y dijo:
– Me alegro de saberlo.
Y entonces me di cuenta de que… ¿qué? ¿Que me había visto mirándola, que había algo «no expresado» entre nosotros? ¿Los inicios de un coup de foudre que podía ser fatal? «Ya está bien de tonterías -me susurró la voz de la razón al oído-. ¿Y qué si hay atracción? Ya sabes lo que sucedería si hicieras algo al respecto. Una catástrofe cósmica, seguida del invierno nuclear más largo imaginable.»
Esta vez fue ella la que miró el reloj.
– Por Dios, ¿has visto la hora que es? -exclamó.
– Espero no haberte entretenido -dije.
– En absoluto. El tiempo vuela cuando la conversación vuela.
– Totalmente de acuerdo.
– ¿Es eso una insinuación para que rompamos nuestro voto de sobriedad y pidamos algo francés y espumoso?
– Todavía no.
– ¿Más tarde, quizá?
Me oí responder:
– Si no tienes nada que hacer más tarde…
– Mi agenda social no está precisamente llena en este lugar.
– La mía tampoco.
– O sea que si te propusiera algo…, una pequeña excursión, tal vez, ¿aceptarías?
«No lo hagas», susurró la voz de la razón a mi oído. Pero evidentemente dije:
– Me encantaría.
Una hora después, mientras el sol descendía en picado hacia la noche, me encontré sentado con Martha en la cubierta del Cabin Cruiser, bebiendo una copa de Cristal y avanzando a todo vapor hacia el horizonte. Antes de embarcar me dijo que cogiera una muda y un jersey.
– ¿Adónde vamos exactamente? -había preguntado.
– Ya lo verás -contestó.
Una hora y media después, avistamos una isla diminuta: montañosa, exuberante de verde y rodeada de palmeras. En la distancia, distinguí un muelle, una playa, y detrás de ella un trío de construcciones simples, en un estilo seudoisla de Pascua, con techos de paja.
– ¡Menudo refugio! -exclamé-. ¿De quién es?
– Mío -dijo Martha.
– No me digas.
– Es verdad. Fue mi regalo de boda de Philip. Quería comprarme un pedrusco enorme, absurdo, a lo Liz Taylor. Pero le dije que yo no era de las que van con zafiros Star of India. Y entonces me dijo: «¿Qué te parece una isla?». Y yo pensé que era bastante original.
Después de atracar, Martha me guió a tierra. La playa no era grande, pero era perfectamente blanca y arenosa. Fuimos andando al pequeño complejo de cabañas. La estructura principal era circular, con un salón cómodo (de madera blanqueada y telas claras), y un gran porche, con tumbonas y una gran mesa de comedor. Una cocina completamente equipada ocupaba la parte de atrás de la cabaña. A cada lado de esa estructura central había dos cabañas de estilo polinesio, cada una con una cama enorme, elegantes sillones de bambú, más telas claras y un baño de madera blanqueada. Casa y jardín en el trópico.
– Vaya regalo de boda -dije-. Imagino que tuviste algo que ver con la decoración del lugar.
– Sí, Philip trajo a un arquitecto y a un constructor de Antigua, y se puede decir que me dio carta blanca. Y yo, evidentemente, les dije que quería una copia de cinco estrellas de Jonestown.
– ¿Eso significa que vas a iniciar tu propio culto?
– Creo que hay una cláusula en mi contrato prenupcial que me prohíbe expresamente fundar mi propia religión.
– ¿Tienes un acuerdo prematrimonial?
– Cuando te casas con un tipo que tiene veinte mil millones de dólares, sus abogados insisten en que firmes un contrato prematrimonial, que, en nuestro caso, era más largo que la Biblia Gutenberg. Pero yo contraté a un abogado especialmente atajador para negociar mi parte del contrato, de modo que si todo se va a pique, tengo las espaldas bien cubiertas. ¿Preparado para dar un paseo por la isla?
– ¿No está anocheciendo?
– Precisamente -dijo ella, cogiéndome de la mano.
Al salir de la cabaña, cogió una linterna que había junto a la puerta.
Entonces me guió por un estrecho sendero que empezaba detrás del edificio principal y subía colina arriba, a través de una espesa vegetación selvática de palmeras y plantas trepadoras laberínticas. El sol apenas arrojaba un tenue resplandor, pero la banda sonora nocturna tropical de insectos y aves autóctonas estaba en pleno apogeo: como una caja armónica de siseos y chirridos fantasmales que hizo emerger todos mis miedos infantiles urbanos sobre la llamada de la selva.
– ¿Estás segura de que es prudente? -insistí.
– A esta hora de la noche, las pitones todavía no han salido. Así que…
– Muy graciosa -dije.
– Estás a salvo conmigo.
Subimos y subimos, y la flora y la fauna se fue haciendo tan densa que el sendero parecía un corredor a través de un túnel exuberante de verdor y cada vez más oscuro. Pero entonces, de repente, llegamos a lo alto de la colina que habíamos estado ascendiendo. El follaje se convirtió en un claro que ofrecía un panorama fantástico del mar en su enormidad aguamarina. Martha había estudiado a la perfección el momento de nuestra llegada, porque frente a nosotros teníamos el disco incandescente del sol, perfectamente recortado contra el cielo que empezaba a oscurecer.
– ¡Dios mío! -exclamé.
– ¿Te parece bien? -preguntó Martha.
– Es todo un espectáculo.
Nos quedamos en silencio mientras el disco se iba fundiendo poco a poco en el mar. Durante un minuto el agua se volvió de metal. Incluso desde la colina, se podía sentir su resplandor luminoso final. Martha se volvió hacia mí, sonrió, me tomó una mano y la apretó. Entonces, en un instante, desapareció también el último reflejo, dorado como la miel, y el mundo quedó a oscuras.
– La señal para volver -dijo Martha, encendiendo la linterna.
Descendimos lentamente la colina. Siguió cogiéndome de la mano hasta que llegamos al complejo. Entonces, justo antes de que entráramos, me soltó y fue a hablar con el chef. Yo me acomodé en el porche, contemplando la playa inmersa en la oscuridad, con su rompiente metronómica y el susurro suave de las palmeras. Al cabo de pocos minutos, Martha volvió acompañada de Gary, que llevaba una bandeja con una coctelera plateada y dos copas de martini heladas.
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