Isabel Allende - El Reino Del Dragón De Oro

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La estatua del Dragón de Oro permanece oculta en un reino pequeño y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y según cuenta la leyenda, este magnífico objeto, un poderoso instrumento de adivinación incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada.
En El Reino del Dragón de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las montañas y los valles del Himalaya en compañía de nuevos amigos. Pero la pluma mágica de Allende también nos descubre el valor y la sencillez de las enseñanzas budistas a través del lama Tensing, maestro y guía espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasión, de la naturaleza, de la vida, de la paz.
Una novela espléndida, para lectores de todas las edades.

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El guía comprendió que, a pesar de la reverencia y del tono, el general no aceptaría un no por respuesta. Debió permitir que Pema partiera, rogando al cielo que retornara sana y salva.

La buena nueva de que las jóvenes habían escapado de las garras de sus raptores sacudió al país. En el Reino Prohibido las noticias circulaban de boca en boca con tal rapidez, que cuando cuatro de las chicas aparecieron en televisión contando sus peripecias, con las cabezas cubiertas por chales de seda, ya todo el mundo lo sabía. La gente salió a la calle a celebrarlo, llevó flores de magnolia a las familias de las niñas y se aglomeró en los templos para hacer ofrendas de agradecimiento. Las ruedas y las banderas de oración elevaban al aire la alegría incontenible de aquella nación.

La única que no tuvo nada que celebrar fue Kate Cold, quien estaba al borde de un colapso nervioso, porque Nadia y Alexander aún andaban perdidos. A esa hora iba cabalgando hacia Chenthan Dzong junto a Pema y Myar Kunglung, a la cabeza de un destacamento de soldados, por un camino que serpenteaba hacia las alturas. Pema les había contado a ambos lo que escuchó de boca de los bandidos sobre el Dragón de Oro. El general confirmó sus sospechas.

– Uno de los guardias que cuidaban la última Puerta sobrevivió a la puñalada y vio cómo se llevaban a nuestro amado rey y al dragón. Esto debe permanecer en secreto, Pema. Hiciste bien en no mencionarlo por teléfono. La estatua vale una fortuna, pero no me explico por qué se llevaron al rey… -dijo.

– El maestro Tensing, su discípulo y dos jóvenes extranjeros fueron?l monasterio. Nos llevan muchas horas de ventaja. Posiblemente llegarán antes que nosotros -le informó Pema.

– Ésa puede ser una grave imprudencia, Pema. Si algo le sucede al príncipe Dil Bahadur, ¿quién ocupará el trono…? -suspiró el general.

– ¿Príncipe? ¿Qué príncipe? -interrumpió Pema.

– Dil Bahadur es el príncipe heredero, ¿no lo sabías, niña?

– Nadie me lo dijo. En todo caso, nada le pasará al príncipe -afirmó ella, pero enseguida se dio cuenta de que había cometido una descortesía y se corrigió-: Es decir, posiblemente el karma del honorable príncipe sea rescatar a nuestro amado soberano y sobrevivir ileso…

– Tal vez… -asintió el general, preocupado.

– ¿No puede enviar aviones al monasterio? -sugirió Kate, impaciente ante esa guerra que se llevaba a cabo a lomo de caballo, como si hubieran retrocedido varios siglos en el tiempo.

– No hay dónde aterrizar. Tal vez un helicóptero pueda hacerlo, pero se requiere un piloto muy experto, porque tendría que descender en un embudo de corrientes de aire -le notificó el general.

– Posiblemente el honorable general esté de acuerdo conmigo en que hay que intentarlo… -rogó Pema, con los ojos brillantes de lágrimas.

– Hay sólo un piloto capaz de hacerlo y vive en Nepal.

Es un héroe, el mismo que subió hace unos años en helicóptero al Everest, para salvar a unos escaladores.

– Recuerdo el caso, el hombre es muy famoso, lo entrevistamos para el International Geographic -comentó Kate.

– Tal vez logremos comunicarnos con él y traerlo en las próximas horas -dijo el general.

Myar Kunglung no sospechaba que ese piloto había sido contratado con mucha anterioridad por el Especialista y ese mismo día volaba desde Nepal hacia las cumbres del Reino Prohibido.

La columna compuesta por Tensing, Dil Bahadur, Alexander, Nadia con Borobá en el hombro y los diez guerreros yetis se aproximó al acantilado donde se alzaban las antiguas ruinas de piedra de Chenthan Dzong. Los yetis, muy excitados, gruñían, repartían empujones y se daban mordiscos amistosos entre ellos, preparándose con gusto para el placer de una batalla. Hacía muchos años que esperaban una ocasión de divertirse en serio como la que ahora se les presentaba. Tensing debía detenerse de vez en cuando para calmarlos.

– Maestro, creo que por fin me acuerdo dónde he escuchado antes el idioma de los yetis: en los cuatro monasterios donde me enseñaron el código del Dragón de Oro -susurró Dil Bahadur a Tensing.

– Tal vez mi discípulo recuerde también que en nuestra visita al Valle de los Yetis le dije que había una razón importante por la cual estábamos allí -replicó el lama en el mismo tono.

– ¿Tiene que ver con la lengua de los yetis?

– Posiblemente… -sonrió Tensing.

El espectáculo era sobrecogedor. Se encontraban rodeados de impresionante belleza: cumbres nevadas, enormes rocas, cascadas de agua, precipicios cortados a pique en los montes, corredores de hielo. Al ver aquel paisaje Alexander Cold comprendió por qué los habitantes del Reino Prohibido creían que la cima más alta de su país, a siete mil metros de altura, era el mundo de los dioses. El joven americano sintió que se llenaba por dentro de luz y de aire limpio, que algo se abría en su mente, que minuto a minuto cambiaba, maduraba, crecía. Pensó que sería muy triste dejar ese país y regresar a la mal llamada civilización.

Tensing interrumpió sus cavilaciones para explicarle que los dzongs, o monasterios fortificados, que sólo existían en Bután y en el Reino del Dragón de Oro, eran una mezcla de convento de monjes y caserna de soldados. Se alzaban en la confluencia de los ríos y en los valles, para proteger a los pueblos de los alrededores. Se construían sin planos ni clavos, siempre de acuerdo con el mismo diseño. El palacio real en Tunkhala fue originalmente uno de estos dzongs, hasta que las necesidades del gobierno obligaron a ampliarlo y modernizarlo, convirtiéndolo en un laberinto de mil habitaciones.

Chenthan Dzong era una excepción. Se levantaba sobre una terraza natural tan escarpada, que era difícil imaginar cómo llevaron los materiales y construyeron el edificio, que resistió tormentas invernales y avalanchas durante siglos, hasta que fue destruido por el terremoto. Existía un angosto sendero escalonado en la roca, pero se usaba muy poco, porque los monjes tenían escaso contacto con el resto del mundo. Ese camino, prácticamente tallado en la montaña, contaba con frágiles puentes de madera y cuerdas, que colgaban sobre los precipicios. La ruta no se usaba desde el terremoto y los puentes estaban en muy mal estado, con las maderas medio podridas y la mitad de las cuerdas cortadas, pero Tensing y su grupo no podían detenerse a considerar el peligro, puesto que no existía alternativa. Además, los yetis los cruzaban con la mayor confianza, porque habían pasado por allí en sus breves excursiones fuera de su valle en busca de alimento. Al ver los restos de un hombre al fondo de una quebrada adivinaron que Tex Armadillo y sus secuaces se les habían adelantado.

– El puente es inseguro, ese hombre se cayó -dijo Alexander, señalándolo.

– Hay huellas de caballo. Aquí debieron desmontar y soltar a los animales. Siguieron a pie, llevando el dragón en andas -observó Dil Bahadur.

– No imagino cómo los caballos llegaron hasta aquí. Deben ser como cabras -dijo Alexander.

– Posiblemente son corceles tibetanos, entrenados para trepar, resistentes y ágiles, y por lo tanto muy valiosos. Sus dueños deben tener muy buenas razones para abandonarlos -aventuró Dil Bahadur.

– Hay que cruzar -los interrumpió Nadia.

– Si los bandidos lo hicieron arrastrando el peso del Dragón de Oro, también podemos hacerlo nosotros -apuntó Dil Bahadur.

– Eso puede haber debilitado el puente aún más. Tal vez no sería mala idea probarlo antes de subirnos encima -determinó Tensing.

El abismo no era muy ancho, pero tampoco era suficientemente angosto como para usar las pértigas o bastones de madera de Tensing y el príncipe. Nadia sugirió amarrar a Borobá con una cuerda y mandarlo a probar el puente, pero el mono era muy liviano, de modo que no había garantía de que si él pasaba, también los demás pudieran hacerlo. Dil Bahadur examinó el terreno y vio que por fortuna al otro lado había una gruesa raíz. Alexander ató un extremo de su cuerda a una flecha y el príncipe la disparó con su precisión habitual, clavándola firmemente en la raíz. Alexander se ató la otra cuerda a la cintura y, sostenido por Tensing, se aventuró lentamente sobre el puente, probando cada trozo de madera con cuidado antes de poner su peso encima.

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