Isabel Allende - El Reino Del Dragón De Oro

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La estatua del Dragón de Oro permanece oculta en un reino pequeño y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y según cuenta la leyenda, este magnífico objeto, un poderoso instrumento de adivinación incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada.
En El Reino del Dragón de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las montañas y los valles del Himalaya en compañía de nuevos amigos. Pero la pluma mágica de Allende también nos descubre el valor y la sencillez de las enseñanzas budistas a través del lama Tensing, maestro y guía espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasión, de la naturaleza, de la vida, de la paz.
Una novela espléndida, para lectores de todas las edades.

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Ella negó tristemente. Tensing comprendió que la hechicera temía que a su muerte los yetis, que ahora estaban sanos y enérgicos, volvieran a matarse entre sí, como habían hecho antes, hasta desaparecer por completo de la faz de la tierra. Aquellas criaturas semihumanas habían dependido de la fortaleza y sabiduría de la hechicera por varias generaciones: ella era una madre severa, justa y sabia. La obedecían ciegamente, porque la creían dotada de poderes sobrenaturales; sin ella la tribu quedaría a la deriva. El lama cerró los ojos y durante varios minutos los dos permanecieron con la mente en blanco. Cuando volvió a abrirlos, Tensing anunció su plan en voz alta, para que también Nadia y Alexander comprendieran.

– Si me prestas algunos guerreros, prometo que regresaré al Valle de los Yetis y me quedaré aquí durante seis años. Con humildad, ofrezco reemplazarte, honorable Grr-ympr, así puedes irte al mundo de los espíritus en paz. Cuidaré de tu pueblo, le enseñaré a vivir lo mejor posible, a no matarse unos a otros, a utilizar los recursos del valle. Entrenaré al yeti más capaz para que al cabo de seis años sea el jefe o la jefa de la tribu. Esto es lo que ofrezco…

Al oír aquello Dil Bahadur se puso de pie de un salto y enfrentó a su maestro, pálido de horror, pero el lama lo detuvo con un gesto: no podía perder la comunicación mental con la anciana. Grr-ympr necesitó varios minutos para asimilar lo que decía el monje.

– Sí -aceptó con un hondo suspiro de alivio, porque al fin estaba libre para morir.

Apenas tuvieron un momento de privacidad, Dil Bahadur, con los ojos llenos de lágrimas, pidió una explicación a su amado maestro. ¿Cómo podía haber ofrecido algo así a la hechicera? El Reino del Dragón de Oro lo necesitaba mucho más que los yetis; él no había terminado su educación, el maestro no podía abandonarlo de esa manera, clamó.

– Posiblemente serás rey antes de lo planeado, Dil Bahadur. Seis años pasan rápido. En ese tiempo tal vez podré ayudar un poco a los yetis.

– ¿Y yo? -exclamó el joven, incapaz de imaginar su vida sin su mentor.

– Tal vez eres más fuerte y estás mejor preparado de lo que crees… Dentro de seis años pienso dejar el Valle de los Yetis para educar a tu hijo, el futuro monarca del Reino del Dragón de Oro.

– ¿Qué hijo, maestro? No tengo ninguno.

– El que tendrás con Perra -replicó Tensing tranquilamente, mientras el príncipe se sonrojaba hasta las orejas.

Nadia y Alexander seguían la discusión con dificultad, pero captaron el sentido y ninguno de los dos manifestó asombro ante la profecía de Tensing respecto a Perra y Dil Bahadur o su plan de convertirse en mentor de los yetis. Alexander pensó que un año antes habría calificado todo eso como demencia, pero ahora sabía cuán misterioso es el mundo.

Valiéndose de la telepatía, las pocas palabras que él había aprendido en el idioma del Reino Prohibido, las que Dil Bahadur había captado en inglés y la increíble capacidad para las lenguas de Nadia, Alexander logró comunicar a sus amigos que su abuela había hecho un reportaje para el International Geographic sobre un tipo de puma que existía en Florida y que había estado a punto de desaparecer. Estaba confinado a una región pequeña e inaccesible, no se había mezclado y, al reproducirse siempre dentro de la misma familia, se había debilitado y embrutecido. El seguro de vida de cualquier especie es la diversidad. Explicó que si hubiera, por ejemplo, una sola clase de maíz, muy pronto las pestes y las alteraciones del clima acabarían con ella, pero como existen centenares de variedades, si una perece, otra crece. La diversidad garantiza la sobrevivencia.

– ¿Qué pasó con el puma? -preguntó Nadia.

– Llevaron a Florida a unos expertos que introdujeron en la zona otros felinos similares al puma. Se mezclaron y en menos de diez años la raza se había regenerado.

– ¿Crees que eso ocurre también con los yetis? -preguntó Dil Bahadur.

– Sí. Han vivido demasiado tiempo aislados, son muy pocos, se mezclan sólo entre ellos, por eso son tan débiles.

Tensing se quedó pensando en lo que había dicho el muchacho extranjero. En todo caso, aunque los yetis salieran del misterioso valle, no tendrían con quien mezclarse, porque seguramente no había otros de su especie en el mundo y ningún ser humano estaría dispuesto a formar una familia con ellos. Pero tarde o temprano deberían integrarse al mundo, era inevitable. Habría que hacerlo con prudencia, porque el contacto con la gente podría ser fatal para ellos. Sólo en el ambiente protegido del Reino del Dragón de Oro eso era posible.

En las horas siguientes los amigos comieron y descansaron brevemente para reponer sus agotados cuerpos. Al saber que había pelea por delante, todos los yetis querían ir, pero Grr-ympr no lo permitió, porque no podía quedar la aldea sin varones. Tensing les advirtió que podrían morir, porque enfrentarían a unos malvados seres humanos llamados «hombres azules», que eran muy fuertes y tenían puñales y armas de fuego. Los yetis no sabían lo que eran esas cosas, y Tensing se lo explicó lo más exagerado que pudo, describiendo el tipo de herida que producían, los chorros de sangre y otros detalles para entusiasmar a los yetis. Eso renovó la frustración de los que debían quedarse en el valle: ninguno quería perder la ocasión de divertirse peleando contra los humanos. Desfilaron uno a uno delante del lama dando saltos y gritos espeluznantes y mostrando sus dientes y su musculatura para impresionarlo. Así Tensing pudo seleccionar a los diez que tenían el peor carácter y el aura más roja.

El lama revisó personalmente las corazas de cuero de los yetis, que podían mitigar el efecto de una puñalada, pero eran inefectivas contra una bala. Esas diez criaturas, apenas un poco más inteligentes que un chimpancé, no podrían vencer a los hombres del Escorpión, por feroces que fueran, pero el lama calculaba el elemento de sorpresa. Los hombres azules eran supersticiosos y si bien habían oído hablar del «abominable hombre de las nieves» nunca habían visto uno.

Por orden de Grr-ympr, esa tarde habían matado un par de chegnos para dar la bienvenida a los visitantes. Con gran repugnancia, porque no concebían el sacrificio de ningún ser vivo, Dil Bahadur y Tensing recogieron sangre de los animales y pintaron el pelaje hirsuto de los guerreros seleccionados. Utilizando tiras de piel, los cachos y los huesos más largos, fabricaron unos aterradores cascos ensangrentados, que los yetis se colocaron con chillidos de gusto, mientras las hembras y los críos saltaban de admiración. El maestro y su discípulo concluyeron complacidos que el aspecto de los yetis era como para asustar al más bravo.

Los hombres pretendían que Nadia permaneciera en la aldea, pero fue inútil convencerla y por fin debieron aceptar que fuera con ellos. Alexander no quería exponerla a los peligros que los aguardaban.

– Es posible que ninguno salgamos con vida, Águila… -argumentó.

– En ese caso yo tendría que pasar el resto de mi existencia en este valle sin más compañía que los yetis. No, gracias. Iré con ustedes, Jaguar -replicó ella.

– Al menos aquí estarías relativamente a salvo. No sé lo que vamos a encontrar en ese monasterio abandonado, pero seguro no será nada agradable.

– No me trates como a una niña. Sé cuidarme sola, lo he hecho por trece años, y creo que puedo ser útil.

– Está bien, pero harás exactamente lo que yo diga -decidió Alex.

– Ni lo sueñes. Haré lo que me parezca adecuado. Tú no eres un experto, sabes tan poco de pelear como yo -replicó Nadia, y él debió admitir que no le faltaba razón.

– Tal vez lo mejor sea partir de noche, así llegaremos al otro lado del túnel al amanecer y aprovecharemos la mañana para llegar hasta Chenthan Dzong -propuso Dil Bahadur y Tensing estuvo de acuerdo.

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