Isabel Allende - El Reino Del Dragón De Oro

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El Reino Del Dragón De Oro: краткое содержание, описание и аннотация

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La estatua del Dragón de Oro permanece oculta en un reino pequeño y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y según cuenta la leyenda, este magnífico objeto, un poderoso instrumento de adivinación incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada.
En El Reino del Dragón de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las montañas y los valles del Himalaya en compañía de nuevos amigos. Pero la pluma mágica de Allende también nos descubre el valor y la sencillez de las enseñanzas budistas a través del lama Tensing, maestro y guía espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasión, de la naturaleza, de la vida, de la paz.
Una novela espléndida, para lectores de todas las edades.

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– No le pongan más, puede fallarle el corazón -dijo ella en un tono que no parecía súplica, sino una orden, clavando sus pupilas castañas en Tex Armadillo.

– No será necesario. Además tendrá que montar a caballo, así es que más le vale despercudirse -replicó él, dándole la espalda.

Al filtrarse en la espesura los primeros rayos de sol, la luz irrumpió dorada, como espesa miel, despertando a los monos y los pájaros en un coro alborotado. Del suelo se evaporaba el rocío de la noche, envolviendo el paisaje en una bruma amarilla, que esfumaba los contornos de los gigantescos árboles. Una pareja de osos panda se balanceaba de unas ramas sobre sus cabezas. Amanecía cuando finalmente se reunió la banda del Escorpión. Apenas hubo luz suficiente, Armadillo se dedicó a tomar fotografías de la estatua con una máquina Polaroid, luego dio orden de envolverla en la misma lona que habían usado en la camioneta y amarrarla con cuerdas.

Debían abandonar el vehículo y continuar montaña arriba a lomo de caballo por senderos casi intransitables, que nadie usaba desde que el terremoto cambió la topografía del lugar y Chenthan Dzong, así como otros monasterios de la región, fue abandonado. Los guerreros azules, que pasaban la vida sobre sus caballos y estaban acostumbrados a toda clase de terrenos, eran seguramente los únicos capaces de llegar hasta allá. Conocían las montañas bien y sabían que, una vez obtenida su recompensa en dinero y armas, podrían llegar al norte de India en tres o cuatro días. Por su parte Tex Armadillo contaba con el helicóptero, que debía recogerlo en el monasterio con el botín.

El rey había despertado, pero el efecto de la droga persistía; estaba confundido y mareado, sin saber qué había sucedido. Judit Kinski lo ayudó a sentarse y le explicó que habían sido raptados y que los bandidos habían robado el Dragón de Oro. Sacó una pequeña cantimplora de su bolso, que milagrosamente no se había perdido en la aventura, y le dio a beber un sorbo de whisky El licor lo reanimó y pudo incorporarse.

– ¡Qué significa esto! -exclamó el rey en un tono de autoridad que nadie había escuchado jamás en él.

Al ver que estaban acomodando la estatua en una plataforma metálica con ruedas, que sería tirada por los caballos, comprendió la magnitud de la desgracia.

– Esto es un sacrilegio. El Dragón de Oro es el símbolo de nuestro país. Existe una maldición muy antigua contra quien profane la estatua -les advirtió el rey.

El jefe de los bandidos levantó el brazo para golpearlo, pero el americano le apartó un empujón.

– Cállese y obedezca, si no quiere más problemas -ordenó al monarca.

– Suelten a la señorita Kinski, ella es una extranjera, no tiene nada que ver en este asunto -replicó con firmeza el soberano.

– Ya me oyó, cállese o ella pagará las consecuencias, ¿entendido? -le advirtió Armadillo.

Judit Kinski tomó al rey de un brazo y le susurró que por favor se quedara tranquilo; nada podían hacer por el momento, más valía esperar que se presentara la ocasión para actuar.

– Vamos, no perdamos más tiempo -ordenó el jefe de los bandidos.

– El rey no puede montar todavía -dijo Judit Kinski al verlo vacilar como un ebrio.

– Montará con uno de mis hombres hasta que se reponga -decidió el americano.

Armadillo condujo la camioneta hasta una hondonada, donde quedó medio enterrada; luego la taparon con ramas y poco después emprendieron la marcha en fila india hacia la montaña. El día estaba claro, pero las cumbres del Himalaya se perdían entre manchones de nubes. Debían trepar continuamente, pasando por una región de bosque semitropical donde crecían bananos, rododendros, magnolias, hibiscus y muchas otras especies. En la altura el paisaje cambiaba abruptamente, el bosque desaparecía y empezaban los peligrosos desfiladeros de montaña, cortados a menudo por peñascos que rodaban de las cimas o caídas de agua, que convertían el suelo en un resbaloso lodazal. El ascenso era arriesgado, pero el americano confiaba en la pericia de los hombres azules y la fuerza extraordinaria de sus corceles. Una vez en las montañas, no podrían darles alcance, porque nadie sospechaba dónde se encontraban y, en todo caso, llevaban mucha ventaja.

Tex Armadillo no sospechaba que mientras él llevaba a cabo el robo de la estatua en el palacio, la cueva de los bandidos había sido desmantelada y sus ocupantes estaban atados de dos en dos, padeciendo hambre y sed, aterrados de que apareciera un tigre y los despachara para su cena. Los prisioneros tuvieron suerte, porque antes que llegaran las fieras, tan abundantes en esa región, apareció un destacamento de soldados reales. Pema les había indicado la ubicación del campamento de la Secta del Escorpión.

La joven había logrado llegar con sus compañeras hasta un camino rural, donde finalmente las encontró, extenuadas, un campesino que llevaba sus vegetales al mercado en una carreta tirada por caballos. Primero creyó que eran monjas, por las cabezas rapadas, pero le llamó la atención que todas, menos una, iban vestidas de fiesta. El hombre no tenía acceso al periódico ni a la televisión, pero se había enterado por la radio, como todos los demás habitantes del país, de que seis jóvenes habían sido secuestradas. Como no había visto sus fotos, no pudo reconocerlas, pero le bastó una mirada para darse cuenta de que esas niñas estaban en apuros. Perra se plantó de brazos abiertos en la mitad del camino, obligándolo a detenerse, y le contó en pocas palabras su situación.

– El rey está en peligro, debo conseguir ayuda de inmediato -dijo.

El campesino dio media vuelta y las llevó al trote al caserío de donde procedía. Allí consiguieron un teléfono y mientras Pema procuraba comunicarse con las autoridades, sus compañeras recibían los cuidados de las mujeres de la aldea. Las muchachas, que habían dado muestras de mucho valor durante esos días terribles, se quebraron al verse a salvo y lloraban, pidiendo que las devolvieran a sus familias lo antes posible. Pero Pema no pensaba en eso, sino en Dil Bahadur y el rey.

El general Myar Kunglung se puso al teléfono apenas le avisaron de lo ocurrido y habló directamente con Pema. Ella repitió lo que sabía pero se abstuvo de mencionar el Dragón de Oro, primero porque no estaba segura de que los bandidos lo hubieran robado, y segundo porque comprendió instintivamente que, de ser así, no convenía que el pueblo lo supiera. La estatua encarnaba el alma de la nación. No le correspondía a ella propagar una noticia que podía ser falsa, decidió.

Myar Kunglung dio instrucciones al puesto de guardias más cercano para que fueran a buscar a las niñas a la aldea y las condujeran a la capital. A medio camino él mismo les salió al encuentro, llevando consigo a Wandgi y Kate Cold. Al ver a su padre, Pema saltó del jeep donde viajaba y corrió a abrazarlo. El pobre hombre sollozaba como un crío.

– ¿Qué te hicieron? -preguntaba Wandgi examinando a su hija por todos lados.

– Nada, papá, no me hicieron nada, te prometo; pero eso no importa ahora, tenemos que rescatar al rey, que corre mortal peligro.

– Eso le corresponde al ejército, no a ti. ¡Tú volverás conmigo a casa!

– No puedo, papá. ¡Mi deber es ir a Chenthan Dzong!

– ¿Por qué?

– Porque se lo prometí a Dil Bahadur -replicó ella sonrojándose.

Myar Kunglung traspasó a la joven con su mirada de zorro y algo debió haber interpretado por el color arrebolado de sus mejillas y el temblor de sus labios, porque se inclinó profundamente ante el guía, con las manos en la cara.

– Tal vez el honorable Wandgi permita a su valiente hija acompañar a este humilde general. Creo que será bien cuidada por mis soldados -pidió.

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