Isabel Allende - El Reino Del Dragón De Oro

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La estatua del Dragón de Oro permanece oculta en un reino pequeño y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y según cuenta la leyenda, este magnífico objeto, un poderoso instrumento de adivinación incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada.
En El Reino del Dragón de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las montañas y los valles del Himalaya en compañía de nuevos amigos. Pero la pluma mágica de Allende también nos descubre el valor y la sencillez de las enseñanzas budistas a través del lama Tensing, maestro y guía espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasión, de la naturaleza, de la vida, de la paz.
Una novela espléndida, para lectores de todas las edades.

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Después de llenarse las barrigas con una suculenta cena, los yetis se echaron por tierra a roncar, sin quitarse los nuevos yelmos, que habían adoptado como símbolo de valor. Nadia y Alexander estaban tan hambrientos, que devoraron su porción de carne asada de chegno, a pesar de su sabor amargo y de los pelos chamuscados que tenía adheridos. Tensing y Dil Bahadur prepararon su tsampa y su té; luego se sentaron a meditar de cara a la inmensidad del firmamento, cuyas estrellas no podían ver. Por la noche, cuando descendía la temperatura en las montañas, el vapor de las fumarolas se convertía en una neblina espesa que cubría el valle como un manto algodonoso. Los yetis nunca habían visto las estrellas y para ellos la luna era una inexplicable aureola de luz azul que a veces aparecía entre la niebla.

CAPÍTULO DIECISIETE – EL MONASTERIO FORTIFICADO

Tex Armadillo prefería el plan inicial para la retirada de Tunkhala con el rey y el Dragón de Oro, que consistía en un helicóptero provisto de una ametralladora que en el momento preciso descendería en los jardines del palacio. Nadie habría podido detenerlos. La fuerza aérea de ese país se componía de cuatro anticuados aviones, adquiridos en Alemania hacía más de veinte años, y que sólo volaban para el Año Nuevo, lanzando pájaros de papel sobre la capital, para deleite de los niños. Ponerlos en acción para darles caza habría tomado varias horas y el helicóptero habría tenido tiempo sobrado de llegar a terreno seguro. El Especialista, sin embargo, cambió el plan a última hora, sin dar mayores explicaciones. Se limitó a decir que no convenía llamar la atención, y mucho menos convenía ametrallar a los pacíficos habitantes del Reino Prohibido, porque eso provocaría un escándalo internacional. Su cliente, el Coleccionista, exigía discreción.

De modo que Armadillo tuvo que aceptar el segundo plan, en su opinión mucho menos expedito y seguro que el primero. Apenas le echó el guante al rey en el Recinto Sagrado, le cerró la boca con cinta adhesiva y le colocó una inyección en el brazo que en cinco segundos lo dejó anestesiado. Las instrucciones eran no hacerle daño; el monarca debía llegar al monasterio vivo y sano, porque debían extraerle la información necesaria para descifrar los mensajes de la estatua.

– Cuidado, el rey sabe artes marciales, puede defenderse. Pero les advierto que si lo lastiman, lo pagarán muy caro -había dicho el Especialista.

Tex Armadillo empezaba a perder la paciencia con su jefe, pero no había tiempo de rumiar su descontento.

Los cuatro bandidos estaban asustados e impacientes, pero eso no impidió que robaran algunos candelabros y perfumeros de oro. Estaban listos para arrancar el precioso metal de los muros con sus puñales, cuando el americano les ladró sus órdenes.

Dos de ellos tomaron el cuerpo inerte del rey por los hombros y los tobillos, mientras los demás retiraban la pesada estatua de oro del pedestal de piedra negra, donde había permanecido durante dieciocho siglos. Todavía se sentía en la sala la reverberación del cántico y los extraños sonidos del dragón. Tex Armadillo no podía detenerse a examinarlo, pero supuso que era como un instrumento musical. No creía que pudiera predecir el futuro, ésa era una patraña para ignorantes, pero en realidad no le importaba: el valor intrínseco de ese objeto era incalculable. ¿Cuánto ganaría el Especialista con esa misión? Muchos millones de dólares, seguramente. ¿Y cuánto le tocaba a él? Apenas una propina en comparación, pensaba.

Dos de los hombres azules pasaron unas cinchas de caballo bajo la estatua y así la levantaron con esfuerzo. Entonces Armadillo comprendió por qué el Especialista había exigido que llevara a seis bandidos. Ahora le hacían falta los dos que habían perecido en las trampas del palacio.

El retorno no fue más fácil, a pesar de que ya conocían el camino y pudieron evitar varios de los obstáculos, porque llevaban al rey y la estatua, que entorpecían sus movimientos. Pronto se dio cuenta, sin embargo, de que al hacer el camino inverso las trampas no se activaban. Eso lo tranquilizó, pero no se apuró ni bajó la guardia, porque temía que ese palacio albergara muchas sorpresas desagradables. Sin embargo, llegaron a la última Puerta sin tropiezos. Al cruzar el umbral vieron en el suelo los cuerpos de los guardias reales apuñalados, tal como los habían dejado. Ninguno se dio cuenta de que uno de los jóvenes soldados aún respiraba.

Valiéndose del GPS, los forajidos recorrieron el laberinto de habitaciones con varias puertas y asomaron por fin al jardín en sombras del palacio, donde los aguardaba el resto de la banda. Tenían prisionera a Judit Kinski. De acuerdo con las órdenes, a ella no debían dormirla con una inyección, como al rey, y tampoco podían maltratarla. Los bandidos, que nunca habían visto antes a la mujer, no entendían cuál era el propósito de llevarla con ellos y Tex Armadillo no dio explicaciones.

Habían robado una camioneta del palacio, que aguardaba en la calle, junto a las cabalgaduras de los bandidos. Tex Armadillo evitó mirar de frente a Judit Kinski, quien se mantenía bastante tranquila, dadas las circunstancias, y señaló a sus hombres que la echaran en el vehículo junto al rey y la estatua, cubiertos por una lona. Se puso al volante, porque nadie más sabía manejar, acompañado por el jefe de los guerreros azules y uno de los bandidos. Mientras la camioneta se dirigía hacia el angosto camino de las montañas, los demás se dispersaron. Se reunirían más tarde en un lugar del Bosque de los Tigres, como había ordenado el Especialista, y desde allí emprenderían la marcha hacia Chenthan Dzong.

Tal como estaba previsto, la camioneta debió detenerse a la salida de Tunkhala, donde el general Myar Kunglung había apostado a una patrulla para controlar el camino. Fue un juego de niños para Tex Armadillo y los bandidos dejar fuera de combate a los tres hombres que montaban guardia y colocarse sus uniformes. La camioneta estaba pintada con los emblemas de la casa real, de modo que pudieron pasar el resto de los controles sin ser molestados y llegar al Bosque de los Tigres.

El inmenso bosque había sido originalmente el coto de caza de los reyes, pero desde hacía varios siglos nadie se dedicaba a ese cruel deporte. El inmenso parque se había convertido en una reserva natural, donde proliferaban las especies de plantas y animales más raras del Reino Prohibido. En primavera iban allí las tigresas a tener sus crías. El clima único de ese país, que según las estaciones oscilaba entre la humedad templada del trópico y el frío invernal de las alturas montañosas, daba origen a una flora y una fauna extraordinarias, un verdadero paraíso para los ecologistas. La belleza del lugar, con sus árboles milenarios, sus arroyos cristalinos, sus orquídeas, rododendros y aves multicolores, no tuvo el menor efecto en Tex Armadillo o en los bandidos: lo único que les importaba era no atraer a los tigres y partir de allí lo antes posible.

El americano desató a Judit Kinski.

– ¡Qué hace! -exclamó el jefe de los bandidos, amenazante.

– No puede escapar, ¿adónde iría? -dijo el otro a modo de explicación.

En silencio, la mujer se frotó las muñecas y los tobillos, donde las ligaduras habían dejado marcas rojas. Sus ojos estudiaban el lugar, seguían cada movimiento de sus raptores y volvían siempre a Tex Armadillo, quien persistía en apartar la vista, como si no resistiera la mirada de ella. Sin pedir permiso, Judit se acercó al rey y con delicadeza, para no romperle los labios, fue quitándole de a poco la cinta adhesiva que le amordazaba. Se inclinó sobre él y puso el oído sobre su pecho.

– Pronto pasará el efecto de la inyección -comentó Armadillo.

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