Nikos Kazantzakis - La Última Tentación
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– Explícate, Felipe… No comprendo. ¿Cuándo ocurrieron todas esas maravillas?
– En los últimos días, en el desierto del Jordán. Mataron al Bautista y su alma penetró en el cuerpo de nuestro maestro. No lo reconocerás cuando lo veas. Cambió; se ha vuelto terrible; sus manos despiden chispas. Y en Cana, no hace mucho, tocó a la hija del centurión de Nazaret, la que estaba paralítica, e inmediatamente la niña se puso en pie y comenzó a bailar. ¡Sí, por nuestra amistad! No perdamos tiempo; vente con nosotros.
Natanael exhaló un suspiro y dijo:
– Escucha, Felipe… Los negocios van bien y tengo infinidad de pedidos. Mira todas esas sandalias y esas babuchas que debo fabricar. Mis asuntos van bien ahora…
Paseó lentamente la mirada a su alrededor; estaban allí sus queridas herramientas, el banco en que se sentaba para remontar, las chairas, las leznas, las cuerdas untadas con pez, los clavos… Volvió a suspirar y murmuró:
– ¿Cómo quieres que deje todo esto?
– No te preocupes. Allá arriba encontrarás herramientas de oro. Remontarás las sandalias de oro de los ángeles, y los pedidos que recibas serán eternos, innumerables. Coserás y descoserás y nunca te faltará trabajo. Pero apresúrate. Preséntate ante el maestro y dile: «¡Estoy contigo!» Nada más que eso: «¡Estoy contigo y te seguiré adonde vayas hasta la muerte!» Todos hicimos ese juramento.
– ¡Hasta la muerte! -dijo el zapatero y se estremeció. Su cuerpo era inmenso, pero su corazoncito era timorato. El pastor lo tranquilizó:
– ¡Vaya, es una manera de hablar! Todos hicimos el mismo juramento, pero no te inquietes, porque no nos encaminamos a la muerte, sino hacia los esplendores del cielo. Amigo mío, ese Jesús no es un hombre, no… ¡Es el Hijo del hombre!
– Y bien, ¿no es acaso lo mismo?
– ¿Lo mismo? ¿No te avergüenza decir eso? ¿Nunca oíste las profecías de Daniel? Hijo del hombre quiere decir Mesías, ¡es decir, Rey! Pronto se sentará en el trono del Universo y todos nosotros, que fuimos suficientemente inteligentes para seguirlo, nos repartiremos los honores y las riquezas. Ya no andarás descalzo, sino que llevarás sandalias de oro y los ángeles se agacharán para anudártelas. Te digo, Natanael, que es un buen negocio; no dejes que se te escape entre los dedos. Con decirte que hasta Tomás se vino con nosotros; olfateó el buen negocio el muy astuto, repartió cuanto poseía entre los pobres y ahora sigue al maestro. Tú debes hacer otro tanto. Jesús está en este momento en la casa del viejo Zebedeo. ¡Ven conmigo!
Pero Natanael estaba aún indeciso.
– Tú deberás responder de mí, Felipe -dijo al fin-. Pero si veo que la cosa toma mal cariz abandonaré la partida. Todo está muy bien, pero no dejaré que me crucifiquen.
– Bien, bien -dijo Felipe-, la abandonaremos juntos. ¿Qué te crees? No estoy loco. De acuerdo. Vayamos a casa del viejo Zebedeo.
– ¡Que todo sea para bien! -cerró la puerta de su casa, guardó la llave en su camisa y, tomados del brazo, ambos se encaminaron a casa de Zebedeo.
Jesús y sus discípulos estaban sentados ante la chimenea, en la casa del viejo Zebedeo. La anciana Salomé iba y venía, radiante. Todas sus enfermedades habían desaparecido; preparaba la mesa; no se cansaba de ver a sus hijos y de servir al santo varón que iba a traer a la tierra el reino de los cielos.
Juan se inclinó, habló en voz baja al oído de su madre, señalándole con la mirada a los discípulos que tiritaban, pues aún iban vestidos con las túnicas de lino de verano. La madre sonrió, entró en otra habitación, abrió las arcas de las que sacó ropas de lana y prestamente, antes de que regresara su marido, las distribuyó entre los compañeros. El manto más espeso, de lana blanca, lo echó tiernamente sobre los hombros de Jesús. Este se volvió y le sonrió.
– Bendita seas -le dijo-. Es bueno y justo cuidar de nuestro cuerpo, pues es el camello en que va montada el alma para cruzar el desierto. Hemos de cuidarlo, pues, para que pueda cubrir el trayecto.
Entró el viejo Zebedeo y miró a los inesperados visitantes; saludó moviendo apenas los labios y se sentó en un rincón. Aquellos conspiradores, como los llamaba, no le agradaban. ¿Quién los había invitado a que se instalaran en su casa? ¡Y he ahíque su mujer, ese saco roto, les había preparado un festín dignode un rey! Maldita la hora en que había aparecido aquel nuevoiluminado. No sólo le había arrebatado a sus dos hijos, sinoque también era causa de disputas continuas con la tonta de su mujer, que defendía a sus hijos. «Tienen razón -decía-; éstees un verdadero profeta. Se convertirá en rey, arrojará a los romanos y se sentará en el trono de Israel. Entonces, a su derecha se instalará Juan, y a su izquierda, Santiago, convertidos en grandes señores. No serán ya pescadores y barqueros, sino grandes y poderosos señores. ¿Habían de vegetar en el lago de Genezaret toda su vida?» Estas y muchas otras cosas por el estilo repetía incesantemente aquella tonta, entre gritos y pataleos. Zebedeo blasfemaba y hacía añicos cuanto hallaba al alcance de la mano, o salía de la casa afligido y recorría las orillas del lago como un poseso. Además, en los últimos tiempos había comenzado a beber. ¡Y he aquí que aquella noche todos aquellos conspiradores se habían instalado en su casa! Eran nueve estómagos de gigante acompañados por aquella doncella de los mil amantes. Se habían sentado en torno a la mesa sin prestarle la más mínima atención, ¡a él, que era el dueño de la casa!; sin preguntarle siquiera si estaba de acuerdo. ¡De modo que en esas estábamos! ¡De modo que él y sus padres habían trabajado durante tantos años para beneficio de aquellos gorrones! Lo poseyó la cólera, pataleó y gritó:
– ¡Decidme, granujas! ¿De quién es esta casa: vuestra o mía? Dos y dos son cuatro. ¡Responded!
– Es de Dios -respondió Pedro, que había vaciado no pocos vasos de vino y nadaba en un mar de euforia-. Es de Dios, viejo Zebedeo. ¿No conoces la nueva? ¡Ya nada te pertenece a ti ni a mí, porque todo pertenece a Dios!
– La Ley de Moisés… -comenzó Zebedeo, pero Pedro le interrumpió bruscamente:
– ¿Qué oigo? ¿ La Ley de Moisés? Eso se acabó, viejo Zebedeo; la hemos desterrado y no volverá jamás. Está muerta. Ahora seguimos la ley del Hijo del hombre, ¿comprendes? ¡Todos somos hermanos! Nuestro corazón se ha agrandado y, junto con él, se agrandó la Ley. Abraza a todos los hombres. ¡La tierra entera es la Tierra Prometida! ¡Ya no hay fronteras! Aquí donde me ves, viejo Zebedeo, iré a proclamar la palabra de Dios por las naciones. Llegaré hasta Roma, sí, no te rías; cogeré al emperador por el pescuezo, lo arrojaré por tierra y me sentaré en su trono, ¿qué te crees? El maestro lo dijo: ya no somos pescadores que atrapan peces, como tú, sino pescadores de hombres. Y te daré un buen consejo: trátanos bien, danos mucho de beber y de comer, porque un día seremos grandes señores. Ese día no está muy lejano, y si hoy nos das un trozo de pan, pronto recibirás toda una hornada. ¡Y de qué pan! Un pan inmortal. Podrás comer y comer sin que nunca se acabe ni te sacies.
– Te veo crucificado cabeza abajo, desdichado -rugió Zebedeo, a quien habían asustado las palabras de Pedro. Volvió a acurrucarse en su rincón. «Más vale cerrar el pico -pensó; nunca sabemos qué puede ocurrir, y como el mundo es una rueda que gira, acaso un día estos atolondrados… Nunca está de más dejar una puerta abierta. ¡No metamos la pata!»
Los discípulos se les reían en las barbas. Sabían perfectamente que Pedro estaba un tanto achispado y bromeaba, pero en el fondo de sí mismos alentaban en secreto los mismos pensamientos, sólo que aún no estaban suficientemente ebrios para confesarlos. El reino de los cielos consistía en títulos de nobleza, honores, vestidos de seda, anillos de oro, comidas copiosas… Y en sentir al mundo bajo la bota judía.
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