Charles Bukowski - Mujeres

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Este gigantesco maratn sexual es un proceso de aprendizaje, de conocimiento, en el que Bukowski no escatima sarcsticas observaciones de s mismo, y en el que el machismo de textos anteriores queda seriamente erosionado; todo ello unido a incontables borracheras.Bukowski parace sugerir que las alternativas – una carrera ms respetable, literaria o la que fuese – son an ms deshumanizadas.

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– Ahora -dijo- ahora, eso es…

Estuvo muy bien de ese modo, largo y agradable, luego acabamos y nos dormimos.

Cuando me desperté ella seguía durmiendo. Me levanté y empecé a vestirme. Estaba completamente vestido cuando ella se volvió y me miró:

– Otra vez antes de que te vayas.

– De acuerdo.

Me desnudé otra vez y me metí en la cama. Se volvió de espaldas y lo hicimos de nuevo, del mismo modo. Luego de que yo llegara al orgasmo, ella siguió dándome la espalda.

– ¿Volverás aquí a verme? -me preguntó.

– Por supuesto.

– ¿Vives arriba?

– Sí, en la 309. Puedo venir a verte o tú puedes ir a verme.

– Prefiero que vengas tú a verme -dijo.

– De acuerdo -dije-. Me vestí, abrí la puerta, salí y la cerré. Caminé hacia la escalera, subí, monté en el ascensor y apreté el botón número 3.

Fue cerca de una semana después, una noche, bebiendo vino con Marty. Hablábamos de cosas varias sin importancia y entonces dijo:

– Cristo, me siento como un idiota.

– ¿Otra vez?

– Sí. Mi chica, Jeanie. Te hablé de ella.

– Sí. La que vive en el sótano. Estás enamorado de ella.

– Sí. Pues la han echado del sótano. Ni siquiera podía pagar el alquiler del sótano.

– ¿Y adonde ha ido?

– No sé. Se ha ido. Me enteré de que la habían echado. Nadie sabe lo que hizo después, adonde fue. Fui a la reunión de Alcohólicos Anónimos y no estaba allí. Me siento mal, Hank, me siento muy mal. Yo la quería. Voy a perder la cabeza.

Yo no contesté.

– ¿Qué puedo hacer, tío? Estoy completamente desquiciado…

– Bebamos por su suerte, Marty, por su buena suerte.

Bebimos un gran trago por ella.

– Era magnífica, Hank, tienes que creerme, era magnífica.

– Te creo, Marty.

Una semana más tarde echaron a Marty por no pagar el alquiler y yo conseguí un trabajo en un matadero. Había un par de bares mexicanos cruzando la calle. Me gustaban esos bares mexicanos. Después del trabajo, yo olía a sangre, pero allí a nadie le importaba. No era hasta que subía en el autobús de vuelta a casa que las narices empezaban a arrugarse y la gente me miraba como a un sucio diablo y yo comenzaba a sentirme otra vez como un salvaje. Eso ayudaba.

Hombre mazo

Ronnie tenía que encontrarse con los dos hombres en el bar Alemán, en el distrito Silverlake. Eran las 7:15 de la tarde. Estaba allí solo, sentado a una mesa bebiendo cerveza. La camarera era rubia, con un magnífico culo, y sus tetas parecían como si fuesen a salirse de la blusa.

A Ronnie le gustaban las rubias. Era como patinar sobre hielo o sobre ruedas. Las rubias eran patinaje sobre hielo, el resto un pobre patinar sobre ruedas. Las rubias incluso olían diferente. Pero las mujeres significaban problemas, y para él a menudo los problemas superaban totalmente el goce que ellas pudieran darle. En otras palabras, el precio era demasiado alto.

De todas formas, un hombre necesita una mujer de vez en cuando, pensó, si más no para probarse a sí mismo que puede conseguirla. El sexo era algo secundario. No había un mundo de amantes, ni nunca lo habría.

7:20. Se volvió hacia ella para pedirle otra cerveza. Ella se acercó sonriendo, la cerveza delante de sus tetas. Uno no podía evitar que le gustara mientras se acercaba de ese modo.

– ¿Te gusta trabajar aquí? -le preguntó él.

– Oh, sí, conozco a muchos hombres.

– ¿Buenos tipos?

– Buenos y de los otros.

– ¿Cómo puedes clasificarlos?

– Lo puedo saber sólo con mirarlos.

– ¿Qué clase de hombre soy yo?

– Oh -se rió- usted es bueno, por supuesto.

– Te has ganado la propina -dijo Ronnie.

7:25. Ellos dijeron a las 7. Levantó la vista. Allí estaba Curt. Traía al tío con él. Se acercaron y se sentaron a su lado. Curt despotricaba contra un lanzador de béisbol, pidió una jarra de cerveza.

– Los Rams son peores que la mierda -dijo Curt-. Me han costado más de 500 dólares esta temporada.

– ¿Crees que Prothro está acabado?

– Sí, ya no es nadie -dijo Curt-. Ah, éste es Bill. Bill, éste es Ronnie.

Se estrecharon las manos. La camarera llegó con el jarro.

– Caballeros -dijo Ronnie-, ésta es Khaty.

– Ah -dijo Bill.

– Ah, sí -dijo Curt.

La camarera se rió y se fue.

– Es buena cerveza -dijo Ronnie-. Llevo aquí desde las siete esperando. Por eso lo digo.

– No querrás emborracharte -dijo Curt.

– ¿Es de fiar? -preguntó Bill.

– Tiene las mejores referencias -contestó Curt.

– Mira -dijo Bill- no quiero comedias. Es mi dinero.

– ¿Cómo sé yo que no es usted un cochino poli? -preguntó Ronnie.

– ¿Cómo sé yo que no te vas a largar con los 25.000 dólares?

– Tres de los grandes.

– Curt dijo dos y medio.

– Lo acabo de subir. No me gusta usted.

– A mí tampoco me preocupa mucho tu culo. Y tengo la suficiente inteligencia como para no seguir hablando contigo.

– Seguirá. Usted solo nunca se atrevería a hacerlo.

– ¿Sueles hacer estas cosas a menudo?

– Sí. ¿Y usted?

– Está bien, caballeros -dijo Curt- a mí no me interesan sus disputas. Yo quiero mi billete grande por el contrato.

– Tú eres el que mejor sales, Curt -dijo Bill.

– Sí -dijo Ronnie.

– Cada hombre es experto en sus propios asuntos -dijo Curt encendiendo un cigarrillo.

– Curt, ¿cómo sé que este tío no va a largarse con los tres grandes?

– No lo hará, porque si lo hace no podrá volver a trabajar. Y es el único trabajo que sabe hacer.

– Eso es horrible -dijo Bill.

– ¿Qué tiene de horrible? Tú lo necesitas ¿no?

– Bueno, sí.

– Otras personas también necesitan de él. Dicen que cada hombre es bueno para una cosa. El es bueno para esto.

Alguien metió una moneda en la máquina de discos y ellos se quedaron un rato en silencio, oyendo la música y bebiendo cerveza.

– Me gustaría de verdad darle a esa rubia -dijo Ronnie-. Darle por lo menos seis horas de cuello de pavo en el coño.

– A mí también me gustaría -dijo Curt- si lo tuviera.

– Vamos a pedir otro jarro -dijo Bill-. Estoy nervioso.

– No hay porqué preocuparse -dijo Curt. Se volvió para pedir otro jarro de cerveza-. Esos 500 dólares que he perdido con los Rams, los recuperaré con los caballos en Anita. Lo abren el 26 de diciembre y yo estaré allí.

– ¿Va a correr Shoe en la apertura? -preguntó Bill.

– No he leído los periódicos, pero supongo que correrá. No puede dejar de participar en una sola carrera. Lo lleva en la sangre. Es un gran caballo.

– Longden no corre -dijo Ronnie.

– Bueno, es normal; está tan viejo que en vez de atarle la silla, lo atan a la silla.

– Pues ganó su última carrera.

– Porque Campus frenó al otro caballo.

– No creo que vayas a ganar dinero con los caballos -dijo Bill.

– Un hombre inteligente puede ganar dinero con cualquier cosa a la que dedique su cerebro -dijo Curt-. Yo nunca en mi vida he tenido que trabajar.

– Ya -dijo Ronnie- pero yo tengo que trabajar esta noche.

– Y asegúrate de hacer un buen trabajo, querido -dijo Curt.

– Yo siempre hago un buen trabajo.

Estaban allí quietos bebiendo cerveza. Entonces Ronnie dijo:

– Muy bien. ¿Dónde está el maldito dinero?

– Ya lo tendrás, ya lo tendrás -dijo Bill-. Tienes suerte de que acepte darte 500 dólares de más.

– Lo quiero ahora. Todo.

– Dale el dinero, Bill. Y ya que estás en ello, dame de paso el mío.

Estaba todo en billetes de cien. Bill lo contó debajo de la mesa. Ronnie recibió lo suyo primero, y luego Curt. Lo contaron. Correcto.

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