Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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»Así que mandaron a los compositores principales a diversas regiones y les dijeron que volviesen con alegres suites de música popular. Y a aquel hombre le enviaron al Cáucaso, creo que era el Cáucaso, y en todo caso era una de las regiones que Stalin había intentado exterminar unos años antes, ya sabes, colectivización, purgas, limpieza étnica, hambruna, debería haberlo dicho antes. Bueno, pues el hombre viaja en busca de canciones campesinas, el violinista que toca en las bodas y cosas así. ¿Y sabes lo que descubrió? ¡Que no quedaba una auténtica música popular! Como Stalin había devastado los pueblos y desperdigado a todos los campesinos, al hacerlo había erradicado la música.

Paul dio un sorbo de vino. ¿Era una pausa o había terminado? Era otra de las destrezas sociales que las mujeres supuestamente debían aprender: cuándo un hombre había concluido su relato. En general no suponía un problema, pues el epílogo era ruidosamente obvio; o si no, el narrador empezaba a resoplar de risa por adelantado, lo que era un indicio suficientemente claro. Hacía mucho tiempo que Martha había resuelto reírse tan sólo de lo que le parecía divertido. Parecía un criterio sensato; pero algunos hombres lo consideraban ofensivo.

– De modo que el compositor se vio en apuros. No podía volver a Moscú y decir tranquilamente que el Gran Jefe había eliminado por error, desgraciadamente, toda la música de la región. Hubiese sido temerario. Entonces verás lo que hizo. Inventó algunas canciones populares. Luego escribió una suite basada en ellas y se la llevó a Moscú. Misión cumplida.

Otro sorbo, seguido de una mirada de reojo a Martha. Ella la tomó por una señal de que el relato probablemente había concluido. Él lo confirmó diciendo:

– Me temo que me cohibes un poco. Bueno, ella pensó que en teoría aquello era mejor que lo del ligón de cara colorada, niqui a rayas y una dentadura sospechosamente perfecta, que se te echaba encima y te decía en un tono jovial y jocoso: «Lo que de verdad me apetece, por supuesto, es sobarte las tetas.» Sí, aquello era mejor. Pero tampoco era la primera vez que oía esto. Tal vez había sobrepasado la edad en que podía haber comienzos nuevos; sólo los conocidos.

El tono de Martha fue deliberadamente enérgico:

– ¿Estás diciendo que Sir Jack se parece a Stalin?

Paul la miró desconcertado, como si ella le hubiera abofeteado: «¿Qué?» A continuación paseó por el local una mirada recelosa, como buscando a un hábil sabueso del KGB.

– Me ha parecido que ésa era la gracia de la historia.

– Cristo, no, no sé cómo se te ha podido…

– Yo tampoco lo sé -dijo Martha, sonriendo.

– Simplemente se me pasó por la cabeza.

– Olvídalo.

– De todos modos, no hay comparación…

– Olvídalo.

– O sea, por mencionar sólo un punto, la Inglaterra actual no tiene mucho que ver con la Rusia soviética de aquella época…

– Yo no he dicho una palabra.

La creciente suavidad de su voz alentó a Paul a levantar los ojos, aunque no a mirar los de ella. Miró más allá, a pequeños tirones, primero hacia un lado y después hacia el otro. Poco a poco, cautelosa como una mariposa, su mirada se posó en la oreja derecha de Martha. Se quedó confusa. Estaba tan acostumbrada a trucos y tretas, a la franqueza cómplice y a las manos atrevidas, que una simple timidez la desarmaba.

– ¿Y cómo reaccionaron? -se sorprendió diciendo, casi en un acceso de ternura aterrada.

– ¿Reaccionaron?

– Cuando llevó a Moscú la suite de canciones campesinas y la tocaron. Eso es el tema central, ¿no? Le pidieron música patriótica que inspirase a los trabajadores y a los campesinos que habían sobrevivido a las purgas, hambrunas y demás calamidades, y él compuso la música, la inventó de arriba abajo, ¿y era tan útil y estimulante como la que habría descubierto si hubiese quedado alguna? Me figuro que se trata de eso.

Sabía que lo estaba complicando. No, estaba parloteando. No hablaba así normalmente. El efecto fue que Paul desistiera de seguir hablando. Apartó los ojos de la oreja de Martha y pareció que se atrincheraba detrás de la montura de sus gafas. Fruncía el ceño, aunque a ella le pareció que más para sí mismo que para ella.

– La historia no lo cuenta -contestó finalmente.

Puf. Bravo, Martha. Sal de este lío indemne.

La historia no lo cuenta.

Le gustó que él no recordara el nombre del compositor. Y que no supiera con certeza si había sido el Cáucaso.

El Dr. Max fue, de todos los teóricos, asesores y ejecutores reunidos, el que más lentamente asimiló los principios y los requisitos del «Proyecto». Ello se atribuyó en principio al aislacionismo académico, pese a que el Dr. Max había sido nombrado precisamente porque no parecía oler a claustro. Siempre se había movido con soltura entre su cátedra y los estudios de televisión; era un experto en los programas de juegos más pijos, y tuteaba a media docena de presentadores de tele mientras éstos aguardaban serenamente a que él manifestase su pulcra veta polémica. Aunque aparentaba ser hombre muy urbano, colaboraba en la columna de temas de la naturaleza de The Times con el seudónimo sobradamente conocido de «Ratón de campo». Tenía una predilección indumentaria por los trajes de tweed, que combinaba con una serie de chalecos de ante, rematados por una pajarita de marca; era un candidato evidente para los artículos de moda como «De paisano». Por mucho que se remangara la pernera del pantalón, al relajarse ostentosamente entre las subversiones taimadas del mobiliario de un plato, nunca se le veía una pantorrilla al aire. Era un candidato obvio. ¡La primera expresión de ingenuidad táctica del Dr. Max había sido preguntar dónde estaba la biblioteca del Proyecto. La segunda fue distribuir separatas! de un artículo suyo en Basura de cuero titulado «¿Vestía el príncipe Alberto un traje príncipe Alberto? estudio hermenéutico de arqueología fálica.» Más grave era su tendencia a dirigir la palabra a Sir Jack en el comité ejecutivo con una vivacidad que ni siquiera un cínico oficial hubiera osado adoptar. Y luego había habido aquella interpretación homoerótica y -a juicio de algunos- suprapersonalizada del beso de Nelson y Hardy durante la sesión de brainstorming sobre grandes héroes británicos. Sir Jack había enumerado pomposamente los periódicos sujetos a su control pastoral antes de invitar al Dr. Max a que se metiera la pajarita por el culo, no me joda, sugerencia que no se incluyó en las actas.

A Jeff no le gustaba su nueva función de guardaespaldas del historiador oficial, sobre todo porque éste no le agradaba. ¿Por qué habían incluido al Dr. Max en el desarrollo del concepto, salvo porque hacerlo divertía a Sir Jack? Jeff no creía que su renuencia procediese de un prejuicio homofóbico. Era más un prejuicio contra dandis, egotistas y criticones, contra gente que le miraba a él como si fuera un gran currante, lento y corto de luces y que le preguntaba, de un modo que ellos consideraban ingenioso, cuántos conceptos había desarrollado durante el fin de semana. Jeff siempre respondía a esas preguntas de una manera directa y literal, lo que reforzaba las presunciones del Dr. Max. Pero o hacía eso o estrangulaba al tipo. -Max, permítame.

Estaban en el Oasis, un recinto con helechos, palmeras y cascadas de Pitman House, que probablemente era el producto de alguna teoría arquitectónica. Sin duda no comprendía las metáforas, pero el sonido de agua corriente siempre le daba a Jeff ganas de orinar. Ahora miraba al historiador oficial, su bigotito estúpido, su leontina de mariquita, su chaleco de pajero televisivo, sus puños petulantes. El historiador oficial miraba a su vez a Jeff, sus hombros de buey, su cara larga y caballuna, su pelo de burro, sus relucientes ojos de oveja. Se habían colocado de una forma torpe, como si un coreógrafo le hubiese dicho a Jeff que rodease con el brazo los hombros del Dr. Max con un espíritu de camaradería, pero ninguno de los dos lograse poner en obra o acatar el gesto.

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