Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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– ¿Cómo es, Sir Jack? -preguntó Mark.

– ¿Cómo es? Es perfecta en el mapa, eso es lo que es. ¿Ha estado allí?

– No.

– ¿Alguien ha estado?

No; no; no; no y no. Sir Jack se situó al otro lado del mapa, posó las manos en los Highlands de Escocia y encaró a su círculo de asesores privados.

– ¿Y qué saben de ella?

Todos se miraron. Sir Jack prosiguió. -En tal caso, voy a ayudarles a disipar su ignorancia. ¿Me enumeran cinco famosos sucesos históricos relacionados con la isla de Wight? -Silencio-. Número uno. ¿Dr. Max? -Silencio-. No es de su época, desde luego, ja, ja. Bien. Enumeren cinco famosos edificios catalogados de la isla cuya restauración pondría los pelos de punta a Patrimonio.

– Osborne House -dijo el Dr. Max, como en un concurso.

– Muy bien. El Dr. Max gana el secador. Enumere otros cuatro -Silencio-. Bien. Nombre cinco especies conocidas de plantas, aves o animales en peligro de extinción y cuyo habitat podrían perturbar nuestros benditos bulldozers. -Silencio-. Bien.

– Las regatas de Cowes -sugirió una voz, de repente.

– Ah, los fagocitos despiertan. Muy bien, Jeff. Pero eso no es, me parece, un ave, una planta, un edificio catalogado o un acontecimiento histórico. ¿Alguna otra propuesta? -Un silencio más largo-. Bien. En realidad, perfecto.

– Pero Sir Jack… ¿no está, en teoría, llena de habitantes?

– No, Mark, no está llena de habitantes. De lo que está llena es de agradecidos empleados futuros. Pero gracias por ofrecerse voluntario a satisfacer su curiosidad. Marco Polo, como he dicho. Montado a caballo. Me entregará un informe dentro de dos semanas. Tengo entendido que hay hospedaje muy económico en la isla.

– ¿Cómo lo ves, entonces? -preguntó Paul cuando estaban sentados en una vinatería a media milla de Pitman House. Martha tomaba un vaso de agua mineral, Paul una copa de vino blanco de un sobrenatural color amarillo. Detrás de Paul, en el enchapado de roble, colgaba un grabado de dos perros que se comportaban como seres humanos; alrededor de ellos, hombres de traje oscuro gañían y ladraban.

¿Que cómo lo veía? Para empezar, le parecía sorprendente que fuese Paul el que le hubiese propuesto tomar una copa juntos. Martha se había vuelto ducha en prever las jugadas en oficinas donde predominaban los varones. Las jugadas y las omisiones. Los dedazos acolchados de Sir Jack se habían posado en ella, insinuantes, durante unos momentos de elucubración profesional, pero ella captó el contacto más como una expresión de mando que de lujuria…, aunque la lujuria no estaba excluida. En la mirada rápida que le habían lanzado los ojos azules del joven Mark, el director de Proyecto, ella había reconocido, sobre todo, una alusión a sí mismo; Mark sería un flirt sin consecuencias. El Dr. Max…, bueno, más de una vez habían compartido bocadillos en la terraza que daba al pantano artificial, pero el Dr. Max estaba transparente y placenteramente interesado en el Dr. Max, y cuando no era así Martha Cochrane dudaba de que él fuese su especie preferida. Por consiguiente, había previsto que la abordara Jeff, el hombretón, sólido y casado Jeff, con asientos de bebé atados en su jeep; seguramente sería el primero en aventurar el taimado y secundado murmullo de ¿tomamos una copa al salir del trabajo? En la jaula zoológica de egos que había en Pitman House, había pasado por alto a Paul, o le había tomado por un junco inmóvil que de vez en cuando se estremecía. Paul delante de su ordenador, el escriba mudo, el captador de ideas, espigando las banalidades enmarcadas de Sir Jack y almacenándolas para la posteridad, o como mínimo para una futura Fundación Pitman. -¿Cómo lo veo? -Martha se olió también un montaje: Paul de recadero sondeándola por cuenta de Sir Jack o quizá de algún otro-. Oh, en realidad no importa. Yo sólo soy la cínica oficial. Me limito a responder a las ideas de los demás. ¿Cómo lo ves tú?

– Yo sólo soy el que capta ideas. Las capto. No tengo ninguna propia. -No lo creo.

– ¿Qué piensas de Sir Jack? -¿Qué piensas tú?

Peón cuatro rey, peón cuatro rey, las negras siguen a las blancas hasta que éstas introducen una variante. La de Paul constituyó una sorpresa. -Le considero un hombre de familia. -Es curioso, yo siempre he pensado que esas palabras forman un oxímoron.

– En el fondo es un hombre de familia -repitió Paul-. Verás, tiene una tía anciana por ahí perdida. La visita, puntual como un reloj.

– ¿Padre orgulloso, marido ferviente? Paul la miró como si ella cometiera la perversidad de mantener su actitud profesional fuera de las horas de oficina.

– ¿Por qué no? -¿Por qué? -¿Por qué no?

– ¿Por qué?

Martha aguardó, ante la situación provisional de tablas. El captador de ideas era dos o cuatro centímetros más bajo que el metro setenta y tres de Martha, y algunos años más joven; tenía una cara pálida y redonda y los ojos serios, entre azules y grises, detrás de unas gafas que no le daban una apariencia de empollón ni de estudioso, sino simplemente de alguien con mala vista. Llevaba con cierto embarazo la indumentaria de trabajo, como si se la hubiera elegido otra persona, y jugueteaba con su copa sobre un posavasos con personajes de Dickens. Una percepción periférica le informaba a Martha de que cuando ella miraba hacia otro lado él clavaba los ojos en ella. ¿Era timidez o cálculo? ¿Acaso él pretendía que ella lo advirtiera? Martha suspiró para sí: hoy en día hasta las cosas sencillas raramente eran simples.

Esperó, en cualquier caso. Había aprendido a controlar el silencio. Mucho tiempo atrás había aprendido -más por ósmosis social que porque alguien se lo hubiese enseñado- que una de las funciones femeninas consistía en sonsacar a los hombres, hacer que se sintieran a gusto; ellos, entonces, se soltaban, te hablaban del mundo, te contaban sus pensamientos más íntimos y por ultimo se casaban contigo. Cuando llegó a la treintena, Martha comprendió que semejante actitud era realmente una mala política. La mayoría de las veces representaba otorgar a un hombre la licencia de aburrirte; la idea, por otra parte, de que te revelarían sus pensamientos más secretos era una ingenuidad. Para empezar, muchos sólo tenían pensamientos superficiales.

Así que en lugar de aprobar de antemano la conversación masculina, se replegaba y saboreaba el poder del silencio. Esto incomodaba a algunos hombres. Juzgaban aquel silencio intrínsecamente hostil. Le decían que era una mujer pasiva y agresiva al mismo tiempo. Le preguntaban si era feminista, vocablo que no enunciaban como una descripción neutra, y mucho menos como un elogio. «Pero si no he dicho nada», contestaba ella. «No, pero intuyo tu censura», dijo uno. Otro, borracho después de la cena, con el puro todavía en la boca y cólera en los ojos, le espetó: «Crees que sólo hay dos clases de hombres, ¿verdad?; los que ya han dicho una chorrada y los que van a decirla más adelante. Pues que te jodan.»

A Martha, en consecuencia, no le iba a ganar en materia de silencios un chico que la miraba de soslayo con una copa de vino amarillo delante.

– Mi padre tocaba el oboe -dijo él finalmente-. No era profesional, pero no lo hacía nada mal y tocaba con grupos de aficionados. Solía llevarme a iglesias frías y a salas de pueblo los domingos por la tarde. La Serenata del viento de Mozart, una y otra vez. Ese tipo de cosas.

»Perdona, esto no viene a cuento. Un día me contó una historia. De un compositor soviético, no me acuerdo quién. Fue durante la guerra, la que llamaron la Gran Guerra Patriótica. Contra los alemanes. Todo el mundo tenía que arrimar el hombro, y el Kremlin dijo a los compositores soviéticos que tenían que escribir música que inspirase al pueblo para expulsar al agresor. Nada de música artística, les dijo, necesitamos música para el pueblo que proceda del pueblo.

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