Amelia continuó sin sospechar de la relación entre Pierre y Natalia, hasta que una tarde en que estaba merendando con Gloria Hertz en la confitería Ideal ésta le dijo una frase que le produjo un malestar en el estómago sin saber el porqué.
– ¿No te resulta demasiado empalagosa la presencia de Natalia? Ya le he dicho que os debería dejar respirar, siempre está entre vosotros dos, como la tercera en discordia. No sé, pero harías bien en poner un poco de distancia con ella, yo le tengo mucho afecto, pero no soportaría que siempre estuviera entre mi marido y yo.
Sin saber qué responder, Amelia nerviosa, se apretó las manos.
– Bueno, no le des más importancia a lo que he dicho -la quiso tranquilizar Gloria-, ya sabes que yo soy muy celosa, estoy demasiado enamorada de Martin.
A partir de entonces Amelia puso especial atención en observar a Natalia y sobre todo en cómo se comportaba Pierre con ella. Al cabo de unas semanas llegó a la conclusión de que no tenía de qué preocuparse. Natalia era una mujer que padecía de soledad y había encontrado un refugio en ellos, y Pierre no parecía impresionado por Natalia que, aunque era una mujer elegante, no tenía un físico demasiado atractivo.
Pero Pierre y Natalia continuaban su romance fuera de los ojos de todos y habían llegado al virtuosismo en su disimulo.
A finales de agosto Pierre recibió una comunicación de Moscú felicitándole por la labor realizada y anunciándole que en breve recibiría nuevas instrucciones.
Un día saliendo de casa de Natalia, Pierre se encontró en el portal a Igor Krisov.
Al principio no supo cómo reaccionar, pero la sonrisa socarrona del ruso le animó a darle un abrazo.
– ¡Parece que has visto un fantasma! -le dijo Krisov.
– ¡Eres totalmente un fantasma! ¿De dónde sales? Te hacía a muchos miles de kilómetros de aquí, con un océano por medio…
– Y yo te hacía enamorado de la dulce Amelia -respondió el ruso dándole una palmada en la espalda.
– Bueno, no es lo que crees… -intentó disculparse Pierre.
– Sí, sí es lo que creo. Tienes otra amante, se llama Natalia Alvear, trabaja en la Casa de Gobierno y es una de tus agentes. Te sacrificas por la causa -dijo Krisov riéndose.
– Sí, algo así; pero, dime, ¿qué haces aquí?
– Es una larga historia.
– ¿Una larga historia? ¿Qué sucede? Hace poco me han felicitado desde Moscú, están satisfechos con la información que obtengo…
– Sí, eso te habrán dicho. ¿Dónde podemos hablar?
– Pues… No sé… Vayamos a mi casa, allí podremos estar tranquilos, a esta hora Amelia estará merendando con alguna de sus amigas.
– ¿Continúa sin saber la verdad? -quiso saber Krisov.
– ¿La verdad? ¡Ah!, desde luego que no sabe nada. Pero es una joya, una auténtica joya, se le abren todas las puertas, y la gente más importante se la disputa como invitada. Ya sabía yo que era una apuesta segura.
Llegaron a la casa y para sorpresa de Pierre se encontraron con Amelia.
– ¡Vaya, te hacía con tus amigas! -le dijo en tono de reproche.
– Iba a salir pero se te ha olvidado que hoy venían unos clientes para ver esa edición del Quijote del siglo XVIII.
– ¡Vaya, es cierto, no lo recordaba! -se lamentó Pierre.
– Creo conocerle -le dijo Amelia a Krisov con una sonrisa y tendiéndole la mano.
– Efectivamente, señorita Garayoa, nos conocimos en París.
– Sí, un día antes de dejar Francia…
– Lo dice con añoranza.
– Sí, siento nostalgia de todo lo que dejé atrás. Buenos Aires es una ciudad espléndida, muy europea, no es difícil sentirse a gusto, pero…
– Pero echa de menos España y a su familia, es natural -respondió Krisov.
– Si no te importa, Amelia, tengo algunos asuntos que tratar con el señor Krisov…
– Procuraré no importunar, pero prefiero quedarme, ya no me apetece salir de casa.
A Pierre le fastidió la decisión de Amelia pero no dijo nada, mientras que Igor Krisov parecía disfrutar de la presencia de ella.
Los dos hombres se quedaron solos en la sala que hacía de librería.
– Y bien, ¿qué sucede? -quiso saber Pierre.
– He desertado. -Mientras hacía esta afirmación, el rostro de Krisov reflejó una mueca de dolor.
Pierre se quedó conmocionado por la noticia. No sabía ni qué hacer ni qué decir.
– Le sorprende, ¿verdad? -preguntó Krisov.
– Sí, realmente sí. Le creía un comunista convencido -acertó a decir Pierre finalmente.
– Y lo soy, soy comunista y moriré siéndolo. Nadie podrá convencerme de que hay una idea mejor para hacer de este mundo un lugar habitable donde todos seamos iguales y nuestra suerte no dependa de los avatares del destino. No hay causa más justa que la del comunismo, de eso no tengo ninguna duda.
La declaración de Ígor sorprendió aún más a Pierre.
– Entonces… no le comprendo.
– Hace dos meses me llamaron a Moscú. Tenemos un nuevo jefe, el camarada Nikolái Ivánovich Yezhov. Es el hombre que ha sustituido al camarada Génrij Grigórievich Yagoda al frente de la NKVD. Desde luego, el camarada Yezhov no tiene nada que envidiar al camarada Yagoda en cuanto a crueldad.
– El camarada Yagoda ha sido un hombre eficaz, aunque creo que en los últimos tiempos se desvió… -alcanzó a decir Pierre.
– Sabe, hacía más de ocho años que no pisaba tierra rusa y por lo que ahora sé, Yagoda, Génrij Grigórievich Yagoda, ha sido mucho peor de lo que me habían contado.
– El camarada Yagoda, como jefe de la NKVD, gozó de la total confianza del camarada Stalin… -apenas se atrevió a replicar Pierre.
– Y no es de extrañar que Yagoda llegara tan alto, recibiendo órdenes directas de Stalin y convirtiéndose en su brazo ejecutor, pero al final ha terminado siendo víctima de su propia medicina. El mismo no ha podido escapar del terror que había creado. Está detenido, y le aseguro que terminará confesando lo que Stalin desea.
– ¿Qué quiere decir?
– Que está en prisión sometido a los mismos interrogatorios que él personalmente llevaba a cabo con otros personajes molestos a Stalin y enemigos declarados de la revolución. No seré yo quien lamente la suerte de Yagoda después de los crímenes que ha cometido.
– Los criminales deben ser juzgados y aquellos que traicionan la revolución lo son de la peor calaña -replicó Pierre.
– Vamos, Pierre, no se haga el ingenuo, usted sabe como yo que en la Unión Soviética se vienen sucediendo purgas contra todos aquellos a quienes Stalin declara contrarrevolucionarios: pero la cuestión es, ¿quiénes son los que están traicionando a la revolución? La respuesta, amigo mío, es que el mayor traidor es Stalin.
– Pero ¿qué está diciendo?
– ¿Le escandalizo? Stalin ha ido ordenando asesinar a muchos de sus cantaradas de la vieja guardia, aquellos que estuvieron en primera línea luchando por la revolución. De repente, hombres intachables se han convertido en personajes molestos para Stalin, que no quiere que nadie le dispute el poder absoluto del que goza. Cualquier crítica u opinión contraria a sus deseos es castigada con la muerte. Usted ha oído hablar de los procesos contra supuestos contrarrevolucionarios…
– Sí, contra gente que ha traicionado la revolución, que añora los viejos tiempos, burgueses que no se adaptan a la nueva situación, a perder sus viejos privilegios.
– Le creo más inteligente, Pierre, como para que se trague toda esa propaganda. Aunque debo decirle que al principio yo también lo veía así, me resultaba imposible aceptar que ese mundo nuevo que íbamos a construir no era otra cosa que convertir a nuestra amada Rusia en una dictadura feroz, donde la vida tiene menos valor que en tiempos del zar.
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