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Roberto Saviano: Lo Contrario De La Muerte

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Roberto Saviano Lo Contrario De La Muerte

Lo Contrario De La Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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No hay duda de que Roberto Saviano, a través de Gomorra, ha tirado de la manta para descubrir una realidad patente y todavía muy desconocida como es la delincuencia de la mafia. Su obra, más que calidad literaria, tiene valor, retrata la verdad, por muy peligroso que sea hacerlo. Ese es su mérito. Sin embargo, con Lo contrario de la muerte, al lector -o, sobre todo, al comprador del libro- le asaltan ciertas dudas. Y es que el libro está inflado en tamaño, tanto, que al final del mismo la editorial ocupa once páginas en publicar los últimos títulos de la colección. Debería haberse elegido un formato más sincero para esta publicación o bien reunir más de dos relatos para componer un conjunto más interesante que el que contiene este volumen. En lo estrictamente literario, Saviano vuelve a estremecer con dos historias cruelmente realistas. En la primera, ‘Regreso de Kabul’, narra cómo los jóvenes italianos sin futuro se enrolan en el ejército dejando atrás familia, novias y amigos. Lo que aparentemente son misiones de paz, para los soldados acaban siendo auténticas acciones bélicas aunque sólo sea por las consecuencias. Una bala perdida, un atentado o un accidente se lleva las vidas de los militares con apenas veinte años. El autor se fija en Enzo, un joven italiano destinado a Afganistán, a través del testimonio de su novia Maria. El otro texto, ‘El anillo’, es más personal, autobiográfico. En este relato Saviano recuerda su juventud, en la que conoció a la camorra y se centra en el destino de Giusseppe y su madre, claro ejemplo de la carencia de medios de la Italia pobre y condenada a pasar por el ingrato aro de la mafia. Este libro es un breve aperitivo, una pieza demasiado breve y que puede completar Gomorra para retratar la realidad de la sociedad italiana actual, la que no se conoce pero la que sufre (o hace sufrir). Lo contrario de la muerte es, tal vez, un libro que no se comprende lo suficiente en su contexto sin la lectura previa de Gomorra. Roberto Saviano sabe mucho y sabe contarlo, pero el problema de la literatura es que, cuando se cuenta la verdad, parece ficción, y cuando se novela, parece que se dice la verdad.

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Tras aterrizar en Roma desde Kabul lo llevaron al hospital. En el pueblo casi se festejaba, habían comprado incluso fuegos artificiales y los mejores pirotécnicos de la zona estaban dispuestos a organizar el espectáculo sin cobrar un céntimo. Había aire de fiesta. Pero no hubo retorno alguno. Enzo había muerto. Quizá tras el atentado solo le había quedado en los pulmones el aire del último aliento, el aire que había hecho escribir en el primer boletín que no había muerto, el aire que había permitido no tener que dar la noticia de demasiados muertos en el frente. Y los había hecho escalonar de uno en uno, uno por semana.

– Supe que había muerto por el modo en que mi madre se me acercó. Me abrazó, hacía años que mi madre no me abrazaba. Me abrazó y empezó a peinarme, ella que conocía mis tiempos de reacción. Al cabo de un rato empecé a romper todo lo que veía, la televisión, tiré las bolsitas de dulces por el balcón, no quería que nada sobreviviese a Enzo. Ni las cosas. Ni siquiera yo misma.

Maria se obstinaba en que quería verlo, que debía verlo, que tenía derecho a verlo. Pero un cuerpo muerto en la guerra no se podía mostrar. También la muerte tiene su gramática. Un cuerpo muerto en la guerra no puede ser examinado por quien no conozca su ferocidad. Y para sus familiares, Maria no podía acercarse a un cuerpo destrozado. Enzo estaba allí, sobre una mesa de un hospital militar de Roma. Como todos los muertos. En una sala idéntica a las de millones de hospitales, donde terminan todos, hecha como todos los depósitos, blanco y baldosas y olor a desinfectante. Quedaba poco de él, demasiado poco. El hermano de Enzo lo había visto, lo había reconocido, no había podido tocarlo, corría el riesgo de desprender, siquiera fuera con un beso en la frente, la piel que todavía le quedaba junto a los huesos. Maria se empeñaba en verlo. Quería verlo, quería encontrarse con él por última vez. Pero no podía verlo así. De modo que llegaron a un acuerdo, uno de esos acuerdos que se arrancan a las personas que se encuentran sin fuerzas, con los ojos hinchados y la mucosidad del llanto, pero a los que no se logra hacer desistir de sus intenciones. El hermano de Enzo la hizo entrar en el depósito con su mano tapándole los ojos. Una mano sobre los ojos de Maria, y la otra cogiéndole la mano derecha. Una mano que evitaría también la curiosidad de Maria de abrir siquiera fuera por un instante los parpados. Y así la llevó junto a la mesa, junto a Enzo.

– No sé cómo volvió, no vi cómo me lo devolvieron. Sentí un olor terrible, como el de la piel de pollo cuando se quema. Pero aquel no era su olor. Sentí que estaba, y lo sentí allí, a mi lado. Sentí que algo se había salvado. Era como si hubiese entrado en una habitación en la que él estaba presente.

Maria apretó tan fuerte la mano del hermano de Enzo que las uñas, largas y cuidadas como corresponde a una mujer que está a punto de casarse, se le clavaron en la palma. Pero el hermano de Enzo no dijo nada, o no sintió nada.

Enzo se había alistado en el ejército con la clara intención de ir a una misión de paz. Había dejado el gimnasio, donde era uno de los mejores. Suele creerse que la gente se alista por dinero. Y con demasiada frecuencia se emplea la palabra «mercenario». Mercenario. Suena bien, fuerte, feroz, crítica en la medida justa. Adolece de cierto aire romántico. Quien combate no debería hacerlo por dinero, sino por amor a la patria. De veras que da risa. Y los muchachos de por aquí, cuando discuten con los de su edad que les insultan llamándoles mercenarios, ni siquiera se sienten ofendidos. Es difícil entender por qué los únicos que no deberían trabajar por dinero habrían de ser precisamente los soldados. Cuando se parte hacia las misiones se gana el triple de dinero, a veces el cuádruple. Pero está todo lo demás. Lo demás es la posibilidad de crecer, de hacer algo que lleve el distintivo de la respetabilidad, del compromiso, de la paga extra y de los días festivos, de ser reconocido como persona de valor, de ser considerado. Ver un poco de mundo. Y para algunos ver qué efecto tiene hacer la guerra, disparar y que te disparen. Invadir, golpear, desafiar. Pero para muchos, ir y volver lo antes posible, regresar conservando el pellejo. Y algunas fotografías.

Soldados de guerras distintas. El sur de Italia tiene el récord de jóvenes muertos por causas violentas. Mientras recordaba para mí su ciego encuentro, Maria tenía los pómulos humedecidos por las lágrimas. Pero dejó de llorar casi de repente. Como si hubiera decidido poner un dique a la marea que estaba por remontar.

La primera vez la vi abrazada a un ataúd, de rodillas. En la iglesia. Pequeña, más pequeña de como es ahora ante mis ojos. Y me parece que la estoy viendo de nuevo. Para calmar el recuerdo, Maria coge agua y empieza a beber. El agua le cae por la comisura de los labios. Todo en ella parece silenciosamente famélico. El hambre, la sed, el sueño. Todo parece ser una señal de vida, una vida que se mueve bajo la piel, pero como un combustible que ni siquiera por un momento le permite apagarse. Rendirse. Maria hace un gesto, hermoso, de esos que no puedes ignorar cuando lo ves de cerca, y te notas la sangre que te corre por dentro. Un gesto que también hacía siempre mi madre cuando tenía calor. Un gesto que se hace en el campo. Se meten los dedos en el agua que queda en el fondo del vaso después de habérselo bebido y se pasan por el pecho, exactamente entre los dos senos, donde el sudor no baja bien, como aclarándolo. Un gesto que debe de ser instintivo, puesto que tiene el mismo descaro que meterse los dedos en la nariz o quitarse un trocito de carne de los dientes. Y sin embargo, se hace con naturalidad. En ese momento veo la placa que Maria lleva en el cuello. Nada de cruces, nada de estampas religiosas, nada de símbolos de beata, nada de rostros de santos, nada de rosarios. Solo la placa de identificación de Enzo. Deformada por el fuego, por el calor. Y me viene a la mente una escena ocurrida durante los funerales de Enzo. Todos sus amigos del gimnasio tenían las manos apretadas, todos, sentados en los primeros bancos de la iglesia. En el momento de la comunión no se pusieron en fila delante del cura, solo se pusieron en fila las viejecitas, mientras que todos los chicos, militares y no militares, veteranos, compañeros de armas, todos se pusieron sus placas entre las manos. Todos llevaban la placa. Se la quitaron del cuello y en el momento exacto en el que el cura daba la hostia a las viejecitas, ellos se metieron en la boca su hostia de metal. Miré a mi alrededor. Todos lo hacían. Cogí mi propia placa y la apreté entre los dientes. También yo la llevo, y me parece como si la llevara desde que nací. Es una placa de identificación militar, lleva escrito ni nombre, el apellido, la fecha y el lugar de nacimiento, el grupo sanguíneo y una frase en latín de Terencio. Lo suficiente para que se me reconozca, lo suficiente para sintetizar lo que soy: para llevarme de forma escrita colgado al cuello. Todos o casi todos los que conozco tienen la placa, como una biografía de metal colgante. Parece ser una seña de identidad de los jóvenes de la periferia, una provocación, una declaración del estado permanente del conflicto metropolitano. Como una necesidad de sentirse soldados sea como sea, incluso sin ejército, odiando la guerra y amando el combate. En realidad la placa es más bien uno de los elementos determinantes para comprender a mi tierra, a mi pueblo, a mi gente. Un viejo compañero mío de la escuela de medios de comunicación, Salvatore, fue identificado gracias a la placa. Salvatore trabajaba como «escolta» de tráileres cargados de droga hasta los topes que habían de evitar los puestos de control. Los tráileres llenos de coca o de hachís viajan casi siempre con dos coches señuelo que controlan las carreteras por las que tienen que pasar, señalando los puestos de control o la presencia de coches de los carabineros y de la policía. Cuando hay un puesto de control, el camionero opta por saltárselo saliendo de la autopista para volver a entrar unos kilometros después, y si esto no es posible, interviene lo que en algunas zonas llaman «el cacharro», esto es, un coche destartalado que acompaña, siempre a distancia, a los cargamentos importantes y que en caso de necesidad se acerca a los puestos de control conducido de manera vistosamente peligrosa, con la intención de hacerse detener para que el cargamento pase inadvertido. Salvatore era conductor de cacharros. Se había hecho famoso porque, cuando escoltaba los tráileres y no conseguía que lo pararan en los puestos de control, no daba la misión por perdida, sino que estrellaba expresamente el coche al azar, provocaba accidentes a propósito, de modo que a causa de la emergencia había que desmontar el puesto de control y los coches se dirigían al lugar del desastre. Salvatore acabó mal. Se salió de la carretera después de haber estrellado voluntariamente un jeep. El coche se incendió, aunque no del todo, de modo que las llamas le envolvieron lentamente, mientras el motor se quemaba y el humo negro entraba en el habitáculo. Cuando llegaron los bomberos, Salvatore estaba completamente quemado. Pero pudieron identificarlo de inmediato porque llevaba la placa. También él, como todos. Nombre, apellido, fecha, lugar de nacimiento y grupo sanguíneo.

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