¿Y Budhoo, el vigilante?
Esperaban que llegara con su arma y ahuyentara a los chicos, pero Budhoo no llegó.
– Ya te lo dije -le recordó Lola en un susurro agostado-: ¡Todos los nepalíes están conchabados!
– Igual lo han amenazado -replicó Noni.
– Anda ya. ¡Lo más probable es que sea tío de alguno! Deberíamos haberles dicho que se fueran, y ahora que les has dado pie, vendrán cuando les apetezca.
– ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Si nos hubiéramos negado, habríamos pagado por ello. No seas ingenua.
– La ingenua eres tú: «No les falta razón, no les falta razóóón, tal vez no la tengan toda, pero yo diría que al menos la tienen en treees cuartas partes», y ahora fíjate… ¡Qué estúpida!
– ¿Les preocupa que las detenga la policía por darnos cobijo? -les preguntó uno de ellos a la mañana siguiente con una sonrisa de satisfacción-. ¿Es eso lo que les preocupa? La policía no se mete con los ricos, sólo con la gente como nosotros, pero si ustedes dicen algo nos veremos obligados a tomar medidas.
– ¿Qué medidas?
– Ya se enterará, señora.
Aun así, su exquisita educación.
Se marcharon con el arroz y el jabón, el aceite y la producción anual del jardín: cinco tarros de salsa picante de tomate. Mientras bajaban las escaleras, repararon en lo que no habían visto en la oscuridad a su llegada: la elegancia con que la propiedad se prolongaba hacia un jardín y luego descendía paulatinamente por estratos. Había tierra suficiente para dar cabida a una estrecha hilera de chozas. Por encima de sus cabezas, la lúgubre ristra de borlas correosas en que se habían convertido los murciélagos electrocutados que pendían de los cables indicaba un potente suministro de electricidad en tiempos de paz. El mercado estaba cerca y justo delante pasaba una hermosa carretera asfaltada, de manera que se podía llegar a las tiendas y las escuelas en veinte minutos en vez de dos horas, tres horas de ida y luego otras tres de regreso…
No había transcurrido ni un mes cuando las hermanas se despertaron una mañana para encontrarse con que, al amparo de la noche, una choza había brotado igual que una seta en una hendidura recién practicada en la parte más alejada de la huerta de Mon Ami. Vieron horrorizadas cómo dos muchachos talaban tranquilamente el bambú de su propiedad y se lo llevaban delante de sus narices, una larga y tensa baqueta, aún empañada y trémula de tanto tirón de aquí para allá, la contradicción entre flexibilidad y terquedad, lo bastante larga para extenderse sobre toda una casa de tamaño no demasiado modesto.
Salieron a toda prisa.
– ¡Esta tierra es nuestra!
– No es vuestra. Es tierra libre -respondieron de manera terminante, grosera.
– Es nuestra tierra.
– Es tierra sin ocupar.
– Vamos a llamar a la policía.
Se encogieron de hombros, dieron media vuelta y siguieron trabajando.
No surgía de la nada, eso lo sabía hasta Lola, sino de un antiguo sentimiento de ira inseparable de Kalimpong. Formaba parte de cada respiración. Estaba en los ojos que aguardaban, que se aferraban a ti conforme te acercabas, se encaramaban a tu espalda cuando seguías caminando, con un comentario mascullado que no alcanzabas a entender; estaba en las risas disimuladas de los que se reunían en la Cantina de Thapa, en Gompu's, en cualquier tugurio sin nombre a la orilla de la carretera que vendía huevos y cerillas.
Esa gente podía nombrarlos, reconocerlos -los escasos ricos-, pero Lola y Noni apenas distinguían entre los individuos que constituían la muchedumbre de los pobres.
Sólo que, antes, las hermanas nunca habían prestado mucha atención por la sencilla razón de que no tenían que hacerlo. Era natural que provocaran envidia, suponían ellas, y las leyes de la probabilidad las habían favorecido a la hora de pasar desapercibidas por la vida sin sufrir apenas algún que otro insulto mascullado, pero, de vez en cuando, algunos tenían la mala suerte de estar justo en el momento y lugar menos indicado cuando llegaba la hora de rendir cuentas, y los problemas de varias generaciones recaían sobre ellos. Precisamente cuando Lola pensaba que todo continuaría igual, cien años como el que acababa de transcurrir -Trollope, la BBC, una ráfaga de hilaridad en Navidades-, de repente, todo lo que a sus ojos era inocente, divertido, gracioso, carente de importancia en el fondo, quedó demostrado que era malo.
Sí que tenía importancia comprar jamón enlatado en un país de arroz y dal; sí que tenía importancia vivir en una casa grande y sentarse junto a una estufa por la noche, aunque fuera una estufa que soltara chispas y descargas; sí que tenía importancia ir a Londres en avión y regresar con bombones rellenos de kirsh; tenía importancia que los demás no pudieran hacerlo. Habían fingido que no la tenía, o que no tenía nada que ver con ellas, y de pronto tenía muchísimo que ver con ellas. La riqueza que parecía protegerlas como un manto era precisamente lo que las había puesto en evidencia. Ellas, entre la extrema pobreza, eran descaradamente ricas, y las estadísticas de la diferencia se estaban difundiendo por altavoces y escribiendo en los muros con estridencia. La ira había cristalizado en eslóganes y armas, y resultó que ellas, ellas, Lola y Noni, eran las desafortunadas que no conseguirían pasar inadvertidas, que saldarían una deuda que debía compartirse con otros a lo largo de muchas generaciones.
Lola fue a visitar a Pradhan, el extravagante cabecilla del brazo del FLNG en Kalimpong, para presentar una queja por las chozas ilegales que sus seguidores estaban construyendo en las tierras de Mon Ami.
Pradham le dijo:
– Pero tengo que alojar a mis hombres.
Tenía el aspecto de un osito de peluche bandido, con una poblada barba, pañuelo ceñido a la frente y pendientes de oro. Lola no sabía mucho sobre él, sólo que la prensa lo mencionaba como «el disidente de Kalimpong», un renegado feroz, impredecible, un rebelde, no un negociador, que dirigía su facción del FLNG como un monarca su reino, un ladrón su banda. Era más violento, decía la gente, e irascible que Ghising, el líder del brazo de Darjeeling, que era mejor político y cuyos hombres ocupaban ahora el club Gymkhana. El currículo de Ghising había aparecido en el último Iridian Express que sorteó los bloqueos de comunicación: «Nacido en la plantación de té de Manju; educación, plantación de té de Singbuli; antiguo miembro del 8o de Fusileros Gurkhas, entró en combate en Nagaland; actor de teatro; autor de obras en prosa y poemas [cincuenta y dos libros: ¿era posible?]; boxeador de peso gallo; sindicalista.»
Detrás de Pradhan había un soldado con un fusil apuntando hacia la habitación. A Lola le pareció que era el hermano de Budhoo con el arma de Budhoo.
– A la orilla de la carretera, mi tierra. -Lola, vestida con el sari de viuda que había llevado al crematorio a la muerte de Joydeep, masculló débilmente en un inglés chapurreado, como para fingir que era este idioma el que no hablaba correctamente, en vez de arrojar luz sobre el hecho de que era el nepalí lo que no había aprendido nunca.
La casa de Pradham estaba en una zona de Kalimpong que no conocía. En los muros exteriores había tocones de bambú cortados por la mitad y llenos de tierra para sembrar plantas carnosas. Crecían chumberas y cactus barbones en latas de aceite Dalda y bolsas de plástico que bordeaban los peldaños de subida a la casita rectangular con tejado de estaño. La habitación estaba llena de hombres que la miraban fijamente, unos de pie, otros sentados en sillas plegables, todos apiñados como si fuera la sala de espera de un médico. Alcanzaba a percibir sus ganas de desembarazarse de ella igual que de una dolencia. Otro hombre que iba a pedir un favor había precedido a Lola, un comerciante marwari que intentaba sortear los bloqueos de las carreteras con un cargamento de lámparas de oración. Curiosamente, los marwaris controlaban el negocio de la venta de objetos de culto tibetanos: lámparas y campanillas, relámpagos de iluminación espiritual, las túnicas de color ciruela y las camisetas azafranadas de los monjes, botones de latón con una flor de loto repujada.
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