Gyan recordó su última entrevista de trabajo más de un año atrás, cuando había ido a Calcuta viajando toda la noche en autobús hasta un despacho enterrado en el corazón de un bloque de cemento iluminado por el temblor de un fluorescente que nunca había llegado a transformarse en una luz constante.
Todo el mundo parecía desesperado, los hombres en la habitación y el entrevistador que por fin había apagado la luz trémula -«Bajo voltaje»- y llevado a cabo las entrevistas en la penumbra. «Muy bien, ya te haremos saber si has pasado.» Gyan, mientras se abría paso casi a tientas por el laberinto y descendía hacia la implacable luz estival, supo que nunca lo contratarían.
– Aquí somos el ochenta por ciento de la población, noventa plantaciones de té en el distrito, pero ¿alguna es propiedad de un nepalí? -preguntó el hombre.
– No.
– ¿Pueden nuestros hijos aprender nuestro idioma en la escuela?
– No.
– ¿Podemos aspirar a puestos de trabajo cuando ya les han sido prometidos a otros?
– No.
– En nuestro propio país, el país por el que luchamos, se nos trata como a esclavos. Día tras día los camiones se marchan despojando nuestros bosques, vendidos por extranjeros para llenar los bolsillos de extranjeros. Todos los días se extraen nuestras piedras del lecho del Teesta para construir sus casas y ciudades. Somos peones que trabajan descalzos haga el tiempo que haga, delgados como palos, mientras ellos se sientan bien gordos en casas de capataces con sus esposas gordas, con sus cuentas bancarias gordas y sus hijos gordos que se marchan al extranjero. Hasta sus sillones son gordos. Debemos luchar, hermanos y hermanas, por controlar nuestros propios asuntos. Debemos unirnos bajo el estandarte del FLNG, el Frente de Liberación Nacional Gorkha. Construiremos hospitales y escuelas. Crearemos puestos de trabajo para nuestros hijos. Otorgaremos dignidad a nuestras hijas, que llevan pesadas cargas y pican piedra en las carreteras. Defenderemos nuestra propia patria. Es aquí donde nacimos, donde nacieron nuestros padres, donde nacieron nuestros abuelos. Llevaremos nuestros asuntos en nuestra propia lengua. Si fuera necesario, lavaremos nuestros kukris ensangrentados en las aguas maternas del Teesta. Jai gorkha! -El orador agitó el cuchillo y luego se hizo un corte en el pulgar y levantó el dedo ensangrentado para que todos lo vieran.
– Jai gorkha! ¡Jai gorkha! Jai gorkha! -coreó la muchedumbre, cuya propia sangre vibró, latió, se encolerizó al ver la mano del orador. Treinta partidarios se adelantaron y también se hicieron sangre en los pulgares con los kukris para escribir un cartel exigiendo una patria para los gorkhas, con sangre.
«Valientes soldados gorkhas que protegéis la India, prestad atención a la llamada -rezaban las octavillas que inundaban las faldas de las montañas-. Dejad el ejército de inmediato, pues cuando se os retire, seréis tratados como extranjeros.»
El FLNG ofrecería puestos de trabajo a los suyos, así como un ejército con 40.000 efectivos, universidades y hospitales.
Después, Chhang, Bhang, Búho, Asno y muchos otros estaban sentados en la abarrotada choza de la Cantina ex militar de Thapa en Rinkingpong Road. Un cartelito pintado a mano en la pared anunciaba «Pollo asado». Fuera había una mesa de billar francés en precario equilibrio y dos soldados harapientos y desvencijados con las piernas en arco, antiguamente del 8o de Fusileros Gurkhas, jugaban mientras las nubes cambiaban de forma y ondeaban en torno a sus rodillas. Las montañas estaban cortadas a pico y se desplomaban por ambos lados hasta bosquecillos de bambú cenicientos a causa del vapor destilado.
El aire se tornaba más frío conforme transcurría la tarde. Gyan, que se había visto rodeado accidentalmente por la manifestación, que había gritado medio en broma, medio en serio, que había medio interpretado, medio vivido su papel, comprobó que el fervor le había afectado. Su sarcasmo y su vergüenza habían desaparecido. Estimulado por el alcohol, se rindió por fin al irresistible influjo de la historia y vio que el pulso le latía al ritmo de algo que sentía auténtico por completo.
Contó la historia de su bisabuelo, sus tíos abuelos. «Pero ¿creéis que les concedieron la misma pensión que a los ingleses del mismo rango? Lucharon a muerte, pero ¿recibieron el mismo sueldo?»
Todo el resto de la furia acumulada en la cantina salió al encuentro de la suya, demostró su ira con palmadas en la espalda. De pronto le quedó claro por qué no tenía dinero ni se le había presentado la oportunidad de conseguir un trabajo como era debido, por qué no podía coger un avión para ir a la universidad en América, por qué le avergonzaba dejar que alguien viera su casa. Pensó en cómo había mantenido a Sai alejada el día que sugirió que fueran a visitar a su familia. Sobre todo, cayó en la cuenta de por qué lo enfurecía la mansedumbre de su padre, y por qué se sentía incapaz de hablar con él, que tenía una idea tan modesta de la felicidad que ni siquiera la irritación cotidiana de cincuenta y dos niños gritando en el aula de la plantación, ni siquiera la lejanía de su propia familia, la soledad de su trabajo, lo afectaban. Gyan sintió deseos de zarandearlo, pero ¿qué habría sacado de zarandear a semejante blandengue? Abordar a alguien así se volvía en contra de uno mismo y producía una doble frustración…
Por un momento todas las distintas simulaciones que se había permitido, las humillaciones que había sufrido, el futuro que no se avenía a aceptarlo, todo ello se conjugó para constituir una única verdad.
Los hombres continuaron despertando su ira, aprendiendo, como en un momento u otro aprende todo el mundo en este país, que los viejos odios pueden recuperarse una y otra vez.
Y al desenterrarlo, vieron que el odio era puro, más puro de lo que pudiera haber sido nunca, porque la tristeza del pasado había desaparecido. Sólo quedaba la furia, destilada y liberadora. Era suya por derecho natural, podía enardecerlos a tal punto que era como una droga. Continuaron sintiéndose enaltecidos allí mismo en los estrechos bancos de madera, dando taconazos con los pies fríos contra el suelo de tierra.
Era una atmósfera masculina y Gyan se avergonzó por un instante al recordar sus meriendas con Sai en la galería, las tostadas con queso, los bizcochos con pasas de la panadería, y peor aún, el espacio cálido y reducido que habitaban juntos, las charlas infantiles…
De pronto, todo aquello parecía ir en contra de las necesidades de su madurez.
Manifestó su opinión inflexible de que el movimiento gorkha debía tomar la ruta más severa posible.
Malhumorado e inquieto, Gyan llegó a Cho Oyu al día siguiente, molesto por tener que hacer un camino tan largo con semejante frío por el sueldo tan bajo que le pagaba el juez. Lo sacaba de quicio que allí la gente viviera en una propiedad y una casa tan grandes, que se dieran baños calientes y durmieran solos en habitaciones espaciosas, y de pronto recordó las chuletas y los guisantes hervidos de la cena con Sai y el juez, el comentario del juez: «Parece que el sentido común no es lo tuyo.»
– Qué tarde llegas -dijo Sai al verlo, y notó una furia distinta de la de la noche anterior cuando, indignado y con pinturas de guerra, había sacado el culo hacia un lado y el pecho hacia él otro y descubierto una pose farisaica, una nueva manera de hablar.
La de ahora era una furia menor que lo contenía, mermaba su ánimo, le hacía sentirse avinagrado. Esa irritación era distinta de cualquier otra que hubiera podido sentir hacia Sai en otras ocasiones.
Para animarlo, Sai le habló de la fiesta de Navidad.
– Tres veces intentamos prender el cucharón de sopa lleno de brandy para verterlo sobre el pudin…
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