Aquello fue antes de que hubiera reuniones de terapia oral para adictos al sexo.
El cuarto paso de la terapia de aquel chaval habría sido un reportaje sensacionalista sobre el corral.
Pregunto:
– ¿Alguien tiene alguna pregunta?
Los alumnos de cuarto se me quedan mirando. Una niña de la segunda fila dice:
– ¿Qué es sodomizar?
Le digo que se lo pregunte a su profesora.
Cada media hora se supone que tengo que dar clase a otro rebaño de alumnos de cuarto acerca de una mierda que nadie quiere aprender, como, por ejemplo, la manera de encender un fuego. Cómo hacer muñecos con manzanas. Cómo hacer tintura de nogal negro. Como si todo eso les fuera a ayudar a conseguir plaza en una buena universidad.
Además de deformar a los pobres pollos, estos alumnos de cuarto se dedican a pasear por aquí sus microbios. No es un misterio que Denny siempre se esté sonando la nariz y tosiendo. Piojos, lombrices intestinales, clamidiasis, tiña: en serio, estos niños de excursión son los jinetes en miniatura del apocalipsis.
En lugar de los rollos útiles de la época de los pioneros, les cuento que su juego del corro de la patata está basado en la epidemia de peste bubónica de 1665. La Peste Negra le causaba a la gente unos puntos negros duros e hinchados conocidos como «bubas» y rodeados de un círculo de color claro. Por eso se llama «bubónica». A la gente infectada se la encerraba en su casa para que se muriera. En seis meses, cien mil personas fueron enterradas en enormes fosas comunes.
Los «ramilletes en el bolsillo» [1]era lo que la gente de Londres llevaba para no oler los cadáveres.
Para encender un fuego, hay que amontonar palos y hierba seca. Se consigue una chispa con un pedernal. Luego se le da al fuelle. Ni siquiera sueñes que este método de encender fuegos consigue iluminarles los ojos. A nadie le impresiona una chispa. La primera fila se compone de niños en cuclillas, apiñados en torno a sus videojuegos. Te bostezan en las narices. Se ríen y se pellizcan entre ellos y ponen los ojos en blanco cuando ven mis calzas y mi suciedad.
En cambio, les cuento que en 1672 la Peste Negra llegó a Nápoles, Italia, y mató a unas cuatrocientas mil personas.
En 1711, en el Sacro Imperio Romano, la Peste Negra mató a quinientas mil personas. En 1781, la gripe mató a millones de personas de todo el mundo. En 1792, otra plaga mató a ochocientas mil personas en Egipto. En 1793, los mosquitos llevaron la fiebre amarilla a Filadelfia y murieron miles de personas.
Un niño de las últimas filas murmura:
– Esto es peor que la rueca.
Otros niños abren las fiambreras y miran el interior de sus bocadillos.
Al otro lado de la ventana, Denny está en el cepo. Esta vez por pura costumbre. El ayuntamiento ha anunciado que lo van a desterrar después de la hora de comer. El cepo es el sitio donde se siente más a salvo de sí mismo. No está cerrado y los candados están abiertos, pero está ahí inclinado con las manos y el cuello metidos donde han estado durante los últimos nueve meses.
Mientras venían de casa del tejedor a aquí, un niño le ha metido un palo a Denny por la nariz y luego ha intentado metérselo en la boca. Otros niños le han frotado la cabeza afeitada para que les diera suerte.
Encender un fuego solamente mata quince minutos, así que después se supone que tengo que enseñarle a todos los rebaños de niños las ollas enormes, las escobas de paja, las colchas y mierdas por el estilo.
Los niños siempre parecen más grandes en una habitación con el techo de dos metros de altura. Un niño de las filas del fondo dice:
– Nos han vuelto poner la puta ensalada de huevo.
Aquí, en el siglo xviii, estoy sentado junto a la enorme chimenea abierta equipada con las habituales reliquias de cámara de torturas, los ganchos de hierro para las ollas, los atizadores, los morillos y los hierros de marcar el ganado. Mi enorme fuego está ardiendo. Es un momento perfecto para sacar las tenazas de hierro de las brasas y fingir que examino su punta al rojo vivo. Todos los niños retroceden.
Y yo les pregunto: Eh, niños, ¿alguien puede explicarme cómo la gente del siglo xviii violaba a niños desnudos hasta matarlos?
Esto siempre consigue llamarles la atención.
Nadie levanta la mano.
Sin dejar de examinar las tenazas, digo:
– ¿Nadie?
Sigue sin haber manos en alto.
– De verdad -les digo, y empiezo a abrir y cerrar las tenazas-, seguro que vuestra profesora os ha contado que por entonces mataban a los niños.
La profesora está esperando fuera. Lo que ha pasado es que hace un par de horas, mientras su clase estaba cardando lana, esa profesora y yo hemos intercambiado un poco de semen en el ahumadero y me temo que ella se ha creído que esto iba a acabar en algo romántico, pero alto. Con mi cara hundida en la blandura maravillosa de su culo, es asombroso lo que una mujer puede entender cuando dices por accidente «Te quiero».
Diez veces de diez, lo que el tío quiere decir es: «Esto me encanta».
Te pones una camisa de lino con chorreras, un fular y unas calzas y el mundo entero se quiere sentar en tu cara. Mientras compartíamos mi salchicha gorda y caliente, podríamos haber sido la portada de alguna novelita erótica barata. Yo le he dicho:
– Oh, nena, hendid vuestra carne con la mía. Oh, sí, hendidla, nena.
Guarradas del siglo xviii.
La profesora se llama Amanda o Allison o Amy. Algún nombre con una vocal.
No hay que parar de preguntarse: «¿Qué no haría Jesucristo?».
Ahora delante de la clase de ella, con las manos todas negras, devuelvo las tenazas al fuego, y luego hago una señal con dos dedos negros a los niños, lo cual en el lenguaje internacional de signos quiere decir acercaos.
Los niños de las últimas filas empujan a los de las primeras. Los de las primeras miran a su alrededor y un niño dice:
– ¿Señorita Lacey?
Una sombra en la ventana indica que la señorita Lacey está mirando, pero en cuanto miro en su dirección ella desaparece.
Les hago otra señal a los niños para que se acerquen más. La vieja canción sobre Georgie Porgie, les cuento, trata del rey de Inglaterra Jorge IV, que nunca tenía bastante.
– ¿Bastante de qué? -pregunta un niño.
– Preguntadle a vuestra maestra.
La señorita Lacey sigue merodeando.
Les digo:
– ¿Os gusta este fuego que tengo aquí? -Y señalo las llamas con la cabeza-. Pues hay que limpiar la chimenea todo el tiempo, lo que pasa es que las chimeneas son muy pequeñas por dentro y lo manchan todo, así que la gente obligaba a los niños a trepar por el interior y rascar las paredes.
Y como los tiros eran tan estrechos, les digo, los niños se quedaban encallados si llevaban ropa.
– Así que igual que Santa Claus… -les digo-, trepaban por la chimenea… -digo, y levanto un atizador calentado por el fuego- desnudos.
Escupo en el extremo al rojo vivo del atizador y la saliva chisporrotea haciendo mucho ruido en la habitación en silencio.
– ¿Y sabéis cómo se morían? -les digo-. ¿Alguien lo sabe?
Nadie levanta la mano.
Les digo:
– ¿Sabéis lo que es el escroto?
Nadie dice que sí ni siquiera asiente, así que les digo:
– Preguntad a la señorita Lacey.
Durante la mañana que pasamos en el ahumadero, la señorita Lacey se dedicó a masajearme el rabo con un buen montón de saliva. Luego nos chupamos las lenguas, sudando mucho e intercambiando saliva, y ella se apartó para echarme un vistazo. Bajo aquella luz tenue, estábamos rodeados por completo de jamones falsos de plástico. Ella estaba toda empapada y montada encima de mi mano, con fuerza, y jadeando entre palabra y palabra. Se secó la boca y me preguntó si tenía protección.
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