Chuck Palahniuk - Asfixia

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Basada en una novela de Chuck Palahniuk (El club de la lucha), "Asfixia" narra la historia de Victor (Sam Rockwell) que para sufragar el caro tratamiento médico en un hospital privado de su madre (Anjelica Huston), se dedica a timar a la gente. Su trabajo diario es representar el papel de un miserable campesino del siglo XVIII en un parque temático de carácter histórico, mientras está tratando de recuperarse de su adicción al sexo.
Pero cuando su cada vez más débil madre insinúa poder revelar la identidad secreta de su perdido padre, Victor recobra la esperanza de encontrar finalmente las respuestas que ha estado buscando. Victor hace amistad con la joven doctora de su madre (Kelly McDonald), quien le lleva a creer que sus orígenes quizás puedan ser mucho más sorprendentemente divinos de lo que jamás pudo nunca haber imaginado.
Así, ¿es todavía Victor Mancini el perdedor sin honor que siempre ha creído que iba a ser durante el resto de su vida o es posible que sea una especie de loco salvador?

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Respire con el estómago en vez de con el pecho. Inspire y espire.

Inspire y espire.

Inspire.

Y espire. Suave y acompasado.

Sus piernas están cansadas y le pesan. Sus brazos están cansados y le pesan.

Al principio, el niño estúpido recordaba que la mamaíta limpiaba casas, no pasando el aspirador ni quitando el polvo, sino haciendo limpiezas espirituales, exorcismos. La parte más difícil fue conseguir que la gente de las páginas amarillas pusiera su anuncio con el encabezamiento de «exorcista». Uno iba y quemaba salvia. Rezaba el padrenuestro y se daba una vuelta. A lo mejor tañía un timbal de arcilla. Declaraba que la casa estaba limpia. Los clientes pagaban solamente por eso.

Rincones fríos, malos olores, sensaciones extrañas: a la mayor parte de la gente no le hace falta un exorcista. Necesitan muebles nuevos, un fontanero o un interiorista. La cuestión es que lo que tú pienses no importa. Lo que importa es que ellos están seguros de que tienen un problema. La mayoría de estos trabajos se consiguen a través de agentes inmobiliarios. En esta ciudad tenemos ley de divulgación de la propiedad inmobiliaria y la gente declara los problemas más idiotas, desde amianto y tanques de petróleo enterrados hasta fantasmas y fenómenos paranormales. Todo el mundo quiere una vida más excitante de la que nunca van a tener. Los compradores a punto de decidirse necesitan algún detallito que les dé confianza en la casa. El agente inmobiliario llama y tú montas un pequeño espectáculo, quemas un poco de salvia y todo el mundo sale ganando.

Ellos consiguen lo que quieren y una buena historia que contar. Una experiencia.

Luego llegó el feng shui, recordaba el niño, y los clientes querían un exorcismo y querían que ella les dijera dónde poner el sofá. Los clientes preguntaban dónde tenía que ir la cama para no interponerse en la trayectoria del chi que salía de la esquina del tocador. Dónde tenían que colgar los espejos para hacer que el flujo de chi rebotara escaleras arriba o bien lejos de las puertas abiertas. Se convirtió en esa clase de trabajo. Eso era lo que uno hacía con una licenciatura en inglés.

Solamente su currículum ya era una prueba de la reencarnación.

Con el señor Jones repasaron todo el alfabeto hacia atrás. Ella le dijo: Está usted de pie en un prado lleno de hierba, pero ahora las nubes van a descender, están bajando cada vez más, cerniéndose sobre usted hasta dejarlo rodeado de una niebla espesa. Una niebla espesa y brillante.

Imagine que está de pie en medio de una niebla fresca y brillante. El futuro está a su derecha. El pasado a su izquierda. Nota la niebla fresca y húmeda en la cara.

Gire a la izquierda y empiece a caminar.

Imagine, le dice al señor Jones, una silueta justo delante de usted en la niebla. Siga caminando. Sienta cómo la niebla empieza a levantarse. Sienta el sol brillante y cálido sobre sus hombros.

La silueta se acerca. Con cada paso que da, se ve más y más clara.

Aquí, en su mente, tiene intimidad completa. Aquí no hay diferencia entre lo que es y lo que podría ser. No va a coger ninguna enfermedad. Ni ladillas. Ni a violar ninguna ley. Ni a conformarse con menos que lo mejor que pueda imaginar.

Puede hacer todo lo que imagine.

Le decía a todos sus clientes: inspire. Espire.

Puede tener a quien quiera. Donde quiera.

Inspire. Espire.

Del feng shui pasó a hacer de médium. Dioses de la antigüedad, guerreros iluminados, mascotas muertas. De hacer de médium pasó a la hipnosis y la regresión a vidas pasadas. Y haciendo lo de las regresiones fue como llegó a esto, a los nueve clientes al día a doscientos pavos cada uno. A tíos en su sala de espera a todas horas. A las llamadas de esposas buscando a sus chavales:

– Sé que está ahí. No sé qué le ha dicho, pero está casado.

A las mujeres sentadas dentro de coches frente a la puerta, llamando por el teléfono del coche y diciendo:

– No crea que no sé lo que está pasando ahí arriba. Lo he seguido.

Tampoco es que la mamaíta hubiera planeado reunir a las mujeres más poderosas de la historia para hacer pajas, mamadas, mamada más polvo y polvos del revés.

Se le fue de las manos. El primer tío se fue de la lengua. Llamó un amigo suyo. Llamó un amigo del segundo tío. Al principio llamaban pidiendo ayuda para dejar algún vicio legal. Fumar o mascar tabaco. Escupir en público. Robar en tiendas. Luego solamente querían sexo. Querían a Clara Bow, a Betsy Ross, a Elizabeth Tudor y a la reina de Saba.

Y cada día ella tenía que ir a la biblioteca para investigar a las mujeres del día siguiente: Eleanor Roosevelt, Amelia Earhart, Harriet Beecher Stowe.

Inspire y espire.

Los tíos querían trabajarse a Helen Hayes, a Margaret Sanger y a Aimee Semple McPherson. Querían metérsela a Edith Piaf, a Sojourner Truth y a la emperatriz Teodora. Al principio a la mamaíta le preocupaba que todos aquellos tíos estuvieran obsesionados solo con mujeres muertas. Y que nunca pidieran a la misma mujer dos veces. Y no importaba cuántos detalles introdujera en una sesión, solo querían meterla y follar, hincarla, joder, copular, taladrar, cabalgar y clavar la bandera.

Y a veces un eufemismo no lo es.

A veces un eufemismo es más exacto que lo se supone que tiene que esconder.

Y en realidad aquello no iba de sexo.

Lo que pedían aquellos tíos lo querían tal cual.

No querían conversación ni vestidos de época ni realismo histórico. Querían a Emily Dickinson desnuda en tacones con un pie en el suelo y el otro en su escritorio, inclinada hacia delante y pasándose una pluma de oca por la raja del culo.

Pagaban doscientos pavos por entrar en trance y descubrir a Mary Cassatt llevando sujetador con relleno.

Como no todos los hombres podían permitirse sus servicios, todos los que ella cogía eran del mismo tipo. Aparcaban sus monovolúmenes a seis manzanas de distancia e iban hasta la casa a toda prisa, andando cerca de las paredes, cada uno de ellos arrastrando su sombra. Entraban con gafas oscuras, luego esperaban detrás de periódicos y revistas desplegados hasta que los llamaban por sus nombres. O sus alias. Si la mamaíta y el niño estúpido se los encontraban alguna vez en público, aquellos hombres fingían no conocerla. En su vida pública tenían esposas. En el supermercado iban con los niños. En el parque con el perro. Y tenían nombres de verdad.

Le pagaban con billetes mojados de veinte y de cincuenta salidos de carteras empapadas llenas de fotos sudadas, tarjetas de la biblioteca, tarjetas de crédito, acreditaciones de clubes, permisos y monedas. Obligaciones. Responsabilidades. Realidad.

Imagine, le decía ella a todos sus clientes, el sol sobre su piel. Sienta que el sol se vuelve más y más cálido con cada soplo de aire que espira. El sol brillante y cálido sobre su cara, su pecho, sus hombros.

Inspire. Espire.

Inspire. Espire.

Luego todos sus clientes reincidentes querían números lésbicos, querían parejas de chicas, Indira Gandhi y Carol Lombard. Margaret Mead, Audrey Hepburn y Dorothea Dix. Los clientes reincidentes ya ni siquiera querían ser ellos. Los calvos pedían matas tupidas de pelo. Los gordos pedían músculos. Los pálidos pedían bronceados. Después de unas cuantas sesiones todos pedían fastuosas erecciones de treinta centímetros.

Así que no era una verdadera regresión a vidas anteriores. Ni tampoco era amor. No era historia y no era realidad. No era televisión, pero tenía lugar dentro de la cabeza. Era una emisión y ella era la emisora.

No era sexo. Ella era simplemente la guía turística de un sueño húmedo. Una bailarina erótica por hipnotismo.

Los tipos se dejaban los pantalones puestos para evitar desperfectos. A modo de contención. Aquello iba mucho más allá del simple rollo sexual. Y se ganaba una fortuna.

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