Y Denny mira el periódico que tiene en la mano y dice:
– ¿Entonces qué, tío? ¿Puedo ir a vivir a casa de tu madre? ¿Sí o no?
La cita de las tres en punto de mi madre se presentó con una toalla de baño amarilla en la mano y con un surco blanco en el dedo anular donde normalmente llevaba el anillo de bodas. En cuanto la puerta se cerró hizo el gesto de darle el dinero. Empezó a quitarse los pantalones. Su apellido era Jones, le dijo a mi madre. Su nombre de pila, señor.
Los tíos que venían a verla por primera vez eran todos iguales. Ella les decía págame después. A qué viene tanta prisa. No te quites la ropa. Tenemos tiempo.
Ella le dijo que el registro de citas estaba lleno de señores Jones, de señores Smith, de John Does y Bob Whites, así que a ver si se buscaba un alias mejor. Le dijo que se tumbara en el diván. Cerró las persianas. Bajó la luz.
Así es como conseguía un montón de dinero. No violaba los términos de su libertad condicional, pero solamente porque el tribunal de la condicional no tenía suficiente imaginación.
Al tío tumbado en el diván le dijo:
– ¿Empezamos ya?
Aunque el tío le dijera que lo que buscaba no era sexo, la mamaíta le pedía que trajera una toalla de todos modos. Había que llevar una toalla. Había que pagar en metálico. Nada de pedirle un recibo ni de pasar la factura a alguna compañía de seguros porque ella pasaba de todo eso. Había que pagar en metálico y archivar la demanda.
Uno solamente tenía cincuenta minutos. Los tíos tenían que saber lo que querían.
Es decir, la mujer, las posiciones, el escenario y los juguetes. No podías pedirle nada raro en el último minuto.
Ella le dijo al señor Jones que se tumbara. Que cerrara los ojos.
Que dejara que se le disipara toda la tensión de su cara. Primero la frente. Déjela lisa. Relaje el espacio entre los ojos. Imagine su frente lisa y relajada. Luego los músculos de alrededor de los ojos. Luego los músculos de alrededor de la cara. Lisos y relajados.
Aunque los tíos dijeran que lo único que querían era perder peso, lo que querían era sexo. Aunque quisieran dejar de fumar. Librarse del estrés. Dejar de morderse las uñas. Curarse el hipo. Dejar de beber. Limpiarse la piel. Fuera cual fuera el problema, lo que pasaba era que no follaban. Quisieran lo que quisieran, si conseguían sexo allí el problema quedaba resuelto.
Imposible saber si la mamaíta era un genio compasivo o una puta.
El sexo lo cura casi todo.
Era la mejor terapeuta del ramo o era una zorra que follaba con tu mente. No le gustaba andarse con tantas prisas con los clientes, pero es que nunca había planeado ganarse la vida así.
Aquella clase de sesiones, las sesiones sexuales, habían empezado por accidente. Un cliente que quería dejar de fumar le había pedido que lo devolviera al día en que tenía once años y había fumado su primera calada. Para recordar lo mal que le había sabido. Para poder dejarlo regresando al principio y no empezando nunca. Aquella era la idea básica.
En la segunda sesión, el cliente quiso reunirse con su padre, que había muerto de cáncer de pulmón, solamente para hablar. Aquello seguía siendo bastante normal. La gente quería reunirse con famosos muertos todo el tiempo, en busca de consejo, de lo que fuera. Era tan real que en la tercera sesión el cliente quiso conocer a Cleopatra.
A todos los clientes les decía la mamaíta: Deje que toda la tensión le pase de la cara al cuello, del cuello al pecho. Relaje los hombros. Deje que le caigan hacia atrás y se apoyen en el diván. Imagine que tiene algo muy pesado apoyado sobre el cuerpo, que le hunde más y más la cabeza y los brazos en los cojines del diván.
Relaje los brazos, los codos, las manos. Sienta la tensión corriéndole por los dedos, luego relájese e imagine la tensión saliéndole por las yemas.
Lo que hacía era ponerlos en trance por inducción hipnótica y dirigir su experiencia. No retrocedía en el tiempo. Nada de aquello era real. Lo más importante era que el tipo quisiera que aquello sucediera.
La mamaíta se limitaba a hacer el comentario jugada a jugada. La descripción con pelos y señales. El comentario a color. Imagina escuchar un partido de béisbol en la radio. Ahora imagina desde dentro un trance profundo de nivel theta, un trance profundo en el que puedes oír y oler. Tienes sentido del gusto y del tacto. Imagina a Cleopatra levantándose de su alfombra, desnuda y perfecta y tal como siempre has querido que fuera.
Imagina a Salomé. Imagina a Marilyn Monroe. Que pudieras viajar a cualquier periodo de la historia y que quisieras estar con cualquier mujer, con mujeres que hicieran cualquier cosa que tú imaginaras. Mujeres increíbles. Mujeres fabulosas.
El teatro de la mente. El burdel del subconsciente.
Así fue como empezó.
Seguro, lo que hacía era hipnosis, pero no era una auténtica regresión a vidas pasadas. Era más bien una especie de meditación dirigida. Le dijo al señor Jones que se concentrara en la tensión acumulada en el pecho y que la dejara disiparse. Que fluyera hacia su cintura, sus caderas y sus piernas. Imagine agua formando espirales en un desagüe. Relaje cada parte de su cuerpo y deje que la tensión fluya hacia sus rodillas, sus espinillas y sus pies.
Imagine humo que se aleja. Déjelo disiparse. Vea cómo se desvanece. Desaparece. Se disuelve.
En su registro de citas, junto al nombre del cliente puso Marilyn Monroe, igual que la mayor parte de los tíos que venían por primera vez. Podía ganarse la vida solo con Marilyn. Podía ganarse la vida solo con la princesa Diana.
Al señor Jones le dijo: Imagine que está mirando un cielo azul e imagine una avioneta diminuta escribiendo en el cielo la letra Z. Luego deje que el viento borre la letra. Luego imagine el avión escribiendo la letra Y. Deje que el viento la borre. Luego la letra X. Bórrela. Luego la letra W.
Deje que el viento la borre.
Lo único que ella hacía era montar el escenario. Recreaba los ideales de los hombres y se los presentaba. Les preparaba una cita con su inconsciente, porque nada es tan bueno como uno lo imagina. Nadie es tan guapo como en la cabeza de uno. Nada es tan excitante como tu fantasía.
Allí practicabas un sexo con el que antes solamente habías soñado. Ella construía el escenario y hacía las presentaciones. Durante el resto de la sesión se limitaba a mirar el reloj y tal vez a leer un libro o hacer un crucigrama.
Allí uno nunca se quedaba decepcionado.
Enterrado en las profundidades de su trance, el tío se tumbaba, se agitaba y se meneaba como un perro persiguiendo conejos en sueños. Cada varios tíos le salía uno que gritaba, jadeaba o gemía. Se preguntaba qué debía de pensar la gente del piso de al lado. Los tíos que estaban en la sala de espera oían el jaleo y se debían de poner a cien.
Después de la sesión, el tío estaba empapado en sudor, con la camisa mojada y pegada a la piel y los pantalones manchados. Algunos podían sacar un chorrito de sudor de los zapatos. Podían sacudirse el sudor del pelo. El diván de su despacho tenía revestimiento antimanchas, pero nunca tenía oportunidad de secarse. Ahora está sellado dentro de una funda de plástico de color claro, más para conservar los años de actividad en el interior que para preservarlo del mundo exterior.
Así que los tíos tenían que traer una toalla en sus maletines, sus bolsas de papel o en su bolsa de deporte, junto con una muda limpia. Entre cliente y cliente ella rociaba el aire de ambientador. Abría las ventanas.
Al señor Jones le dijo: Deje que toda la tensión de su cuerpo se acumule en los dedos de los pies y sáquela por ahí. Toda la tensión. Imagine su cuerpo distendido. Relajado. Pesado. Relajado. Vacío. Relajado.
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