Chuck Palahniuk - Asfixia

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Basada en una novela de Chuck Palahniuk (El club de la lucha), "Asfixia" narra la historia de Victor (Sam Rockwell) que para sufragar el caro tratamiento médico en un hospital privado de su madre (Anjelica Huston), se dedica a timar a la gente. Su trabajo diario es representar el papel de un miserable campesino del siglo XVIII en un parque temático de carácter histórico, mientras está tratando de recuperarse de su adicción al sexo.
Pero cuando su cada vez más débil madre insinúa poder revelar la identidad secreta de su perdido padre, Victor recobra la esperanza de encontrar finalmente las respuestas que ha estado buscando. Victor hace amistad con la joven doctora de su madre (Kelly McDonald), quien le lleva a creer que sus orígenes quizás puedan ser mucho más sorprendentemente divinos de lo que jamás pudo nunca haber imaginado.
Así, ¿es todavía Victor Mancini el perdedor sin honor que siempre ha creído que iba a ser durante el resto de su vida o es posible que sea una especie de loco salvador?

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– Esta es guapa -dijo la madre mirando la foto de una mujer sonriente que había en la caja. Cambió la botella de dentro por otra. Todas las botellas eran del mismo color marrón oscuro.

Abrió otra caja y preguntó:

– ¿No crees que es guapa?

Y el niño era tan estúpido que dijo:

– ¿Quién?

– Ya sabes quién -dijo la madre-. Además, es joven. Os he estado viendo mientras mirabais ropa. Le estabas cogiendo la mano, así que no mientas.

Y el niño fue tan estúpido que no supo reaccionar y marcharse corriendo. Tampoco se le ocurrió pensar en los términos concretos de la libertad bajo fianza de su madre ni en la orden de no acercarse a su hijo, ni en por qué había pasado los últimos tres meses en la cárcel.

Y mientras metía las botellas de tinte rubio en las cajas de tinte para pelirrojas y las botellas de tinte negro en las cajas para rubias, la madre le dijo:

– Entonces, ¿te gusta o no?

– ¿Te refieres a la señora Jenkins? -dijo el niño.

Sin acabar de cerrarlas perfectamente, la madre volvía a colocar las cajas en la estantería de forma un poco descuidada, un poco apresurada. Y dijo:

– ¿Te gusta?

Y como si aquello fuera a servir de algo, el pequeño bufón dijo:

– No es más que una madre adoptiva.

Y sin mirar al niño, mirando todavía a la mujer sonriente de la caja que tenía en la mano, la madre dijo:

– Te he preguntado si te gusta.

Un carro de la compra pasó traqueteando por el pasillo junto a ellos y una señora rubia extendió el brazo y cogió una caja con la foto de una rubia pero con una botella de otro color dentro. La señora metió la caja en el carro y siguió su camino.

– Esa se cree que es rubia -dijo la madre-. Lo que tenemos que hacer es confundir los paradigmas de identidad de la gente.

Era lo que la madre llamaba «terrorismo contra la industria cosmética».

El niño se quedó mirando a la señora hasta que estuvo demasiado lejos para hacer nada.

– Ya me tienes a mí -dijo la madre-, ¿Cómo llamas entonces a esa madre adoptiva?

Señora Jenkins.

– ¿Y te cae bien? -dijo la madre, y se giró para mirarlo por primera vez.

Y el niño fingió que se lo pensaba y dijo:

– No.

– ¿La quieres?

– No.

– ¿La odias?

Y aquella sabandija cobarde dijo:

– Sí.

Y la madre dijo:

– Haces bien. -Se inclinó para mirar al niño a los ojos y le dijo-: ¿Cuánto odias a la señora Jenkins?

Y el pequeño gilipollas dijo:

– Un montón.

– Un montón y otro montón y otro montón -dijo la mamaíta. Le ofreció la mano para que se la cogiera y dijo-: Tenemos que darnos prisa. Tenemos que coger un tren.

Luego lo llevó por los pasillos, tirando de su brazo blandengue hacia la luz del día que brillaba al otro lado de las puertas de cristal, y le dijo:

– Eres mío. Mío. Ahora y siempre, y que no se te olvide nunca. -Y tirando de él a través de las puertas, le dijo-: Y por si la policía o alguien te lo pregunta en algún momento, te voy a contar todas las cosas guarras e inmundas que esa supuesta madre adoptiva te hace cada vez que te tiene a solas.

10

En el sitio donde vivo ahora, en la vieja casa de mi madre, me dedico a inspeccionar los papeles de mi madre, sus boletines de notas, sus hazañas, sus declaraciones, su contabilidad. Las transcripciones de sus declaraciones judiciales. Su diario, todavía cerrado con llave. Su vida entera.

Durante la semana siguiente soy el señor Benning, el que la defendió de la acusación de secuestro después del incidente con el autobús de la escuela. La otra semana soy el abogado de oficio Thomas Welton, que consiguió negociar su sentencia hasta dejarla en seis meses después de que la acusaran de atacar a los animales del zoo. Después me convierto en el abogado especialista en libertades civiles que la representó cuando la acusaron de agravio malicioso después de su irrupción en el ballet.

Hay un fenómeno opuesto al déjà vu. Lo llaman jamais vu. Es cuando uno se encuentra con la misma gente o visita un sitio una y otra vez pero siempre es como la primera vez. Todo el mundo es siempre extraño. Nunca hay nada familiar.

– ¿Cómo le va a Victor? -me pregunta mi madre en mi siguiente visita.

No importa quién sea yo. El abogado de oficio que toque ese día.

¿Qué Victor?, me dan ganas de preguntar.

– Mejor que no lo sepa -le digo. Le rompería el corazón. Y le pregunto-: ¿Cómo era Victor de niño? ¿Qué quería del mundo? ¿Tenía alguna meta fabulosa con la que soñaba?

Llegado este punto, empieza a darme la impresión de que mi vida es como actuar en una telenovela vista por los personajes de una telenovela vista por los personajes de una telenovela vista por gente real en alguna parte. Cada vez que vengo de visita, inspecciono los pasillos en busca de otra oportunidad de hablar con la doctora del peinado en forma de cerebro, las orejas y las gafas.

La doctora Paige Marshall con su sujetapapeles y su actitud. Y sus sueños aterradores de ayudar a mi madre a vivir otros diez o veinte años.

La doctora Paige Marshall, otra dosis en potencia de anestesia sexual.

Véase también: Nico.

Véase también: Tanya.

Véase también: Leeza.

Cada vez más tengo la impresión de estar haciendo una imitación barata de mí mismo.

Mi vida tiene tanto sentido como un koan zen.

Se oye cantar a un chochín, pero no estoy seguro de si es un pájaro de verdad o es que son las cuatro en punto.

– Mi memoria ya no funciona bien -dice mi madre. Se frota las sienes con el índice y el pulgar de una mano y dice-: Me pregunto si tendría que contarle a Victor la verdad sobre él. -Apoyada en el montón de almohadas, dice-: Antes de que sea demasiado tarde, me pregunto si Victor tiene derecho a saber quién es realmente.

– Pues cuénteselo -le digo. Le he llevado comida, un cuenco de pudín de chocolate, y estoy intentando meterle la cuchara en la boca-. Puedo ir a llamarlo -le digo- y Victor vendrá en un par de minutos.

El pudín es de un color marrón claro y su olor me llega por debajo de una capa fría de color marrón oscuro.

– Pero es que no puedo -me dice-. La culpa es tan fuerte que no puedo afrontar hablar con él. Ni siquiera sé cómo va a reaccionar.

Me dice:

– Tal vez sea mejor que Victor no se entere nunca.

– Pues dígamelo a mí -le digo-. Sáquese ese peso de encima -le digo, y le prometo no decírselo a Victor a menos que ella me lo diga.

Ella me mira con los ojos entrecerrados, con todo el pellejo tirante alrededor de los ojos. Con las arrugas de los lados de la boca todas llenas de pudín de chocolate, me pregunta:

– Pero ¿cómo sé que puedo confiar en usted? Ni siquiera estoy segura de quién es.

Yo sonrío y le digo:

– Claro que puede confiar en mí.

Y le hinco la cuchara en la boca. El pudín oscuro se le queda en la lengua. Es mejor que una sonda de estómago. Bueno, vale, es más barato.

Pongo el mando a distancia fuera de su alcance y le digo:

– Trague.

Luego le digo:

– Tiene que escucharme. Tiene que confiar en mí.

Le digo:

– Soy yo. Soy el padre de Victor.

Me mira con los ojos vidriosos muy abiertos mientras el resto de su cara, sus arrugas y su pellejo, parecen hundirse en el cuello de su camisón. Se santigua con una de sus espantosas manos amarillentas y abre la boca hasta que la barbilla le toca el pecho:

– Oh, sois vos y habéis vuelto -dice-. Oh, padre bendito. Oh, padre sagrado -dice-. Perdonadme, os lo ruego.

11

Estoy hablando otra vez con Denny, encerrándolo de nuevo en el cepo, esta vez por llevar en el dorso de la mano el sello de una discoteca, y le digo:

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