Mi madre, Eva o tú cuando te toque, todo el mundo lleva pulsera.
No es una de esas madrigueras infectas. No huele a orina en cuanto entras por la puerta. No por tres de los grandes al mes. Hace un siglo era un convento y las monjas plantaron un precioso y vetusto jardín de rosas. Precioso y rodeado de muros y a prueba de fugas.
Hay cámaras de seguridad vigilándote desde todos los ángulos.
Desde el mismo momento en que uno entra por la puerta principal, hay un movimiento lento y terrorífico de internas acercándose a ti. Todas las sillas de ruedas, toda la gente con caminadores y bastones, en cuanto ven a un visitante se arrastran hacia él.
La alta y deslumbrante señora Novak es una exhibicionista.
La mujer de la habitación de al lado de mi madre es una ardilla.
Las exhibicionistas se quitan la ropa a la menor oportunidad. Son la gente a quien las enfermeras visten con lo que parece un conjunto de camisa y pantalón pero que en realidad es un mono. La camisa está cosida a la cintura de los pantalones. Los botones de la camisa y la bragueta son falsos. La única forma de ponerse o quitarse la ropa es una cremallera larga que recorre la espalda. Se trata de gente anciana con los movimientos limitados, de forma que una exhibicionista, incluso lo que llaman una exhibicionista agresiva, está triplemente atrapada. Por la pulsera, por la ropa y por la residencia asistida.
Una ardilla es alguien que mastica la comida y luego se olvida de qué hay que hacer con ella. Se olvidan de tragar. Lo que hacen es meterse todos los bocados masticados en los bolsillos del vestido. O en el bolso. Esto es menos gracioso de lo que parece.
La señora Novak es la compañera de habitación de mi madre. La ardilla es Eva.
En Saint Anthony, la primera planta es para las mujeres que se olvidan de sus nombres, las que corren desnudas y las que se meten comida en los bolsillos pero que por lo demás están bastante sanas. También hay algunas mujeres zumbadas por las drogas y rayadas por traumas craneales graves. Caminan y hablan, aunque lo que dicen sea un simple galimatías, un torrente constante de palabras que parece aleatorio.
– Personajillos carretera amanece un poquito cuerda cantarina se ha ido la vena morada. -Así es como hablan.
La segunda planta es para las pacientes que no pueden salir de la cama. La tercera planta es donde van a morirse.
Por ahora mi madre está en la primera planta, pero nadie se queda allí para siempre.
Eva está en Saint Anthony porque hay gente que lleva a sus padres ancianos a un sitio público y los deja allí sin identificación. Son las viejas Dorothys y Ermas que no tienen ni idea de quiénes son ni de dónde están. La gente cree que las va a recoger el estado o el gobierno o quien sea. Más o menos igual que recogen la basura.
Es lo mismo que pasa cuando abandonas tu coche viejo quitándole la matrícula y el adhesivo del número de identificación de vehículo para que el ayuntamiento tenga que llevárselo con la grúa.
Aunque no te lo creas, esta práctica se llama abandono de abuelitas, y Saint Anthony tiene que hacerse cargo de un número determinado de abuelitas abandonadas, niñatas zumbadas por el éxtasis y vagabundas suicidas. Lo que pasa es que no las llaman vagabundas, igual que no llaman a las chicas de la calle prostitutas infantiles. Yo sospecho que alguien redujo la velocidad del coche, tiró a Eva por la portezuela abierta y nunca lo lamentó. Más o menos lo que la gente hace con los animales de compañía a los que no consiguen adiestrar.
Con Eva todavía siguiéndome, llego a la habitación de mi madre y me encuentro con que no está. En lugar de a mi madre, me encuentro una cama vacía y una cavidad grande y mojada en el colchón empapado de orina. Es la hora de la ducha, supongo. Una enfermera te lleva a una sala grande y embaldosada para que te rocíen con la manguera.
Aquí en Saint Anthony proyectan todos los viernes por la noche la película El juego del pijama y cada viernes van en manada los mismos pacientes a verla por primera vez.
Tienen bingo, manualidades y animales de compañía de visita.
Tienen a la doctora Paige Marshall. Dondequiera que se haya metido.
Tienen baberos incombustibles que te cubren del cuello a los tobillos para que no te quemes cuando fumas. Tienen pósters de Norman Rockwell. Un peluquero viene dos veces por semana a arreglarte el pelo. Eso se cobra aparte. La incontinencia se cobra aparte. La tintorería se cobra aparte. Controlar la producción de orina se cobra aparte. Y las sondas de estómago.
Cada día dan clases para atarse los zapatos, para abrochar botones y para cerrar broches. Para abrochar hebillas. Alguien hace una demostración del velero. Alguien te enseña a subirte la cremallera. Te vuelven a presentar a los amigos que conoces desde hace sesenta años. Todas las mañanas.
Esa gente que día tras día ya no se sabe subir la cremallera son médicos, abogados y líderes de la industria. No se trata tanto de enseñanza como de control de daños. Es lo mismo que intentar pintar una casa en llamas.
Aquí en Saint Anthony, los martes quieren decir carne picada con salsa. Los miércoles quieren decir pollo con champiñones. Los jueves, espaguetis. Los viernes, pescado al horno. Los sábados, carne en conserva. Los domingos, pavo asado.
Tienen puzzles de mil piezas para que los hagas mientras esperas a que te llegue la hora. En todo el lugar no hay un solo colchón donde no se hayan muerto una docena de personas.
Eva ha detenido su silla de ruedas en la puerta de mi madre y se ha quedado allí, pálida y mustia, como una momia a la que alguien acabara de poner las vendas y de colocarle de nuevo su pelambrera asquerosa. Su cabeza cubierta de rizos azules nunca deja de balancearse en círculos lentos y breves, igual que los boxeadores profesionales.
– No te me acerques -dice Eva cada vez que la miro-. La doctora Marshall no dejará que me hagas daño.
Hasta que la enfermera vuelve, me limito a sentarme en el borde de la cama de mi madre y esperar.
Mi madre tiene uno de esos relojes en los que cada hora viene señalada por el canto de un pájaro distinto. Pregrabado. La una en punto es el tordo. Las seis son la oropéndola.
Mediodía es el pinzón mexicano.
El carbonero sibilino son las ocho en punto. El saltapalo quiere decir las once.
Ya te haces una idea.
El problema es que asociar pájaros con horas concretas del día puede resultar confuso. Sobre todo si uno está al aire libre. Pasas de mirar el reloj a mirar a los pájaros. Cada vez que oyes el hermoso trino del gorrión gorjiblanco, piensas: ¿Ya son las diez?
Eva entra tímidamente con su silla en la habitación de mi madre.
– Me has hecho daño -me dice-. Y yo no se lo he dicho a mamá.
Estos vejestorios. Estas ruinas humanas.
Ya son más del carbonero de cresta negra y media y yo tengo que coger el autobús y estar trabajando para cuando cante la urraca.
Eva cree que soy su hermano mayor, que abusó de ella hace más o menos un siglo. La compañera de habitación de mi madre, la señora Novak, la de los horribles pechos y orejas colgantes, cree que soy el hijo de puta de su socio, que le mangó la patente del almarrá, de la pluma estilográfica o algo así.
Aquí lo represento todo para todas las mujeres.
– Me has hecho daño -dice Eva, y se acerca rodando un poco más-. Y no lo he olvidado ni por un minuto.
Cada vez que vengo de visita hay una vieja chocha de cejas espesas al otro lado del pasillo que me llama Eichmann. Otra mujer a la que le asoma un tubo de plástico para la orina por debajo de la bata me acusa de haberle robado el perro y quiere que se lo devuelva. Siempre que paso por delante de otra vieja sentada en su silla, encorvada y enfundada en un montón de jerseys de color rosa, me espeta:
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