– ¡No nos incluya, doctor! -exclamó Valmorain-. ¡Usted y yo jamás hemos cometido esos excesos!
– No me refiero a nadie en particular, sino a la norma que hemos impuesto. El desquite de los negros era inevitable. Me avergüenzo de ser francés -dijo Parmentier tristemente.
– Si de desquite se trata, hemos llegado al punto de elegir entre ellos o nosotros. Los plantadores defenderemos nuestras tierras y nuestras inversiones. Vamos a recuperar la colonia como sea. ¡No nos quedaremos de brazos cruzados!
No estaban cruzados de brazos. Los colonos, la Marechaussée y el ejército salían de caza y negro rebelde que pillaban lo descueraban vivo. Importaron mil quinientos perros de Jamaica y el doble de mulas de la Martinica, entrenadas para subir montañas arrastrando cañones.
Una tras otra, las plantaciones del norte empezaron a arder. El incendio duró meses, el resplandor de las llamas se vislumbraba por las noches en Cuba y la densa humareda ahogó a Le Cap y, según los esclavos, llegó hasta Guinea. El teniente coronel Étienne Relais, quien estaba a cargo de informar al gobernador de las bajas, a finales de diciembre había contado más de dos mil entre los blancos y si sus cálculos eran correctos, había diez mil más entre los negros. En Francia, el ánimo se dio vuelta al saberse la suerte que corrían los colonos en Saint-Domingue y la Asamblea Nacional anuló el decreto reciente que otorgaba derechos políticos a los affranchis. Tal como le dijo Relais a Violette, esa decisión carecía por completo de lógica, ya que los mulatos nada tenían que ver con la rebelión, eran los peores enemigos de los negros y los aliados naturales de los grands blancs con quienes tenían todo en común menos el color. El gobernador Blanchelande, cuya simpatía no estaba con los republicanos, debió utilizar el ejército para sofocar la revuelta de los esclavos, que adquiría proporciones de catástrofe, y para intervenir en el bárbaro conflicto entre blancos y mulatos que comenzó en Port-au-Prince. Los petits blancs iniciaron una matanza contra los affranchis y éstos respondieron cometiendo peores salvajadas que los negros y los blancos combinados. Nadie estaba salvo. La isla entera trepidaba con el fragor de un odio antiguo que esperaba ese pretexto para estallar en llamas. En Le Cap la chusma blanca, enardecida por lo ocurrido en Port-au-Prince, atacó a la gente de color en las calles, entraron a rompe y raja en sus casas, ultrajaron a las mujeres, degollaron a los niños y ahorcaron a los hombres en sus propios balcones. La fetidez de los cadáveres podía olerse en los barcos anclados fuera del puerto. En una nota que le mandó Parmentier a Valmorain, le comentó las noticias de la ciudad: «No hay nada tan peligroso como la impunidad, amigo mío, es entonces cuando la gente enloquece y se cometen las peores bestialidades, no importa el color de la piel, todos son iguales. Si usted viera lo que yo he visto, tendría que cuestionar la superioridad de la raza blanca, que tantas veces hemos discutido».
Aterrado ante aquel desenfreno, el doctor pidió audiencia y se presentó en la espartana oficina de Étienne Relais, a quien conocía por su trabajo en el hospital militar. Sabía que se había casado con una mujer de color y se mostraba con ella del brazo sin parar mientes en las malas lenguas, lo que él mismo jamás se había atrevido a hacer con Adèle. Calculó que ese hombre entendería mejor que nadie su situación y se dispuso a contarle su secreto. El oficial le ofreció asiento en la única silla disponible.
– Disculpe que me atreva a molestarlo con un asunto de orden personal, teniente coronel… -tartamudeó Parmentier.
– ¿En qué puedo ayudarlo, doctor? -respondió amablemente Relais, quien le debía al doctor las vidas de varios de sus subalternos.
– La verdad es que tengo una familia. Mi mujer se llama Adèle. No es exactamente mi esposa, usted entiende, ¿verdad? Pero llevamos muchos años juntos y tenemos tres hijos. Ella es una affranchie.
– Ya lo sabía, doctor -le dijo Relais.
– ¿Cómo lo sabía? -exclamó el otro, desconcertado.
– Mi puesto exige estar informado y mi esposa, Violette Boisier, conoce a Adèle. Le ha comprado varios vestidos.
– Adèle es excelente costurera -agregó el doctor.
– Supongo que ha venido a hablarme de los ataques contra los affranchis. No puedo prometerle que la situación vaya a mejorar pronto, doctor. Estamos tratando de controlar a la población, pero el ejército no cuenta con suficientes recursos. Estoy muy preocupado. Mi esposa no ha asomado la nariz fuera de la casa desde hace dos semanas.
– Temo por Adèle y los niños…
– En lo que a mí concierne, creo que la única forma de proteger a mi familia es enviarla a Cuba hasta que pase la tormenta. Partirán en barco mañana. Puedo ofrecerle lo mismo a la suya, si le parece. Irán incómodos, pero el viaje es corto.
Esa noche un pelotón de soldados escoltó a las mujeres y los niños al barco. Adèle era una mulata oscura y gruesa sin mucho atractivo a primera vista, pero de una dulzura y buen humor inagotables. Nadie dejaría de notar la diferencia entre ella, vestida como una criada y decidida a permanecer en la sombra para cuidar la reputación del padre de sus hijos, y la bella Violette con su porte de reina. No eran de la misma clase social, las separaban varios grados de color, que en Saint-Domingue determinaban el destino, así como el hecho de que una era costurera y la otra era su clienta; pero se abrazaron con simpatía, ya que enfrentarían juntas los albures del exilio. Loula lloriqueaba con Jean-Martin aferrado de la mano. Le había colgado fetiches católicos y vudú debajo de la blusa, para que Relais, agnóstico decidido, no los viera. La esclava nunca se había subido en un bote, mucho menos en un barco, y le horrorizaba aventurarse en un mar lleno de tiburones dentro de aquel atado de palos mal cosidos con unas velas que parecían enaguas. Mientras el doctor Parmentier hacía discretas señas de adiós desde lejos a su familia, Étienne Relais se despidió frente a sus soldados de Violette, la única mujer que había amado en su vida, con un beso desesperado y el juramento de que se reunirían muy pronto. No volvería a verla.
En el campamento de Zambo Boukman ya nadie pasaba hambre y la gente comenzaba a fortalecerse: los hombres no tenían el costillar a la vista, los pocos niños que había no eran esqueletos con vientres dilatados y ojos de ultratumba, y las mujeres empezaron a quedar preñadas. Antes de la rebelión, cuando los cimarrones vivían escondidos en las grietas de las montañas, el hambre se mitigaba durmiendo y la sed con gotas de lluvia. Las mujeres cultivaban unas matas raquíticas de maíz, que a menudo debían abandonar antes de cosecharlas, y defendían con sus propias vidas a las pocas cabras disponibles, porque había varios niños, nacidos en libertad, pero destinados a vivir muy corto si les faltaba la leche de esos nobles animales. Gambo y otros cinco hombres, los más atrevidos, estaban a cargo de conseguir provisiones. Uno de ellos llevaba un mosquete y era capaz de derribar a una liebre a la carrera desde una distancia imposible, pero las escasas municiones se reservaban sólo para las presas más grandes. Los hombres se introducían de noche en las plantaciones, donde los esclavos compartían con ellos sus provisiones por las buenas o las malas, pero existía el peligro tremendo de ser traicionados o sorprendidos. Si lograban entrar al sector de las cocinas o de los domésticos, podían sustraer un par de sacos de harina o un barril de pescado seco, que no era mucho, aunque peor era mascar lagartijas. Gambo, que tenía mano mágica para tratar con animales, solía arrear a una de las viejas mulas del molino, que después se aprovechaba hasta el último hueso. Esa maniobra requería tanta suerte como audacia, porque si la mula se ponía terca no había forma de moverla y si resultaba dócil debía disimularla hasta llegar con ella a las sombras de la selva, donde le pedía perdón por quitarle la vida, como le había enseñado su padre cuando salían de caza, y enseguida la sacrificaba. Entre todos cargaban la carne montaña arriba, borrando los rastros para eludir a sus perseguidores. Aquellas incursiones desesperadas ahora tenían otro cariz. Ya nadie se les oponía en las plantaciones, casi todas abandonadas, podían sacar lo que se hubiera salvado del incendio. Gracias a eso en el campamento no faltaban cerdos, gallinas, más de cien cabras, sacos de maíz, yuca, batata y frijoles, incluso ron, todo el café que pudieran desear, y azúcar, que muchos esclavos jamás habían probado, aunque habían pasado años produciéndola. Los fugitivos de antes eran los revolucionarios de ahora. Ya no se trataba de bandidos escuálidos, sino de guerreros decididos, porque no había vuelta atrás: se moría peleando o se moría supliciado. Sólo podían apostar a la victoria.
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