– ¿Qué pienso? -repitió Relais, desconcertado.
– Hay colonos que desean independizarse y tenemos una flotilla inglesa a la vista del puerto, dispuesta a ayudarlos. ¡Qué más quiere Inglaterra que anexar Saint-Domingue! Usted debe saber a quiénes me refiero, puede darme los nombres de los sediciosos.
– La lista incluiría unas quince mil personas, mariscal: todos los propietarios y gente con dinero, tanto blancos como affranchis.
– Eso temía. Me faltan tropas suficientes para defender la colonia y hacer cumplir las nuevas leyes de Francia. Seré franco con usted: algunos decretos me parecen absurdos, como el del 15 de mayo, que le da derechos políticos a los mulatos.
– Sólo afecta a los affranchis hijos de padres libres y propietarios de tierra, menos de cuatrocientos hombres.
– ¡Ése no es el punto! -lo interrumpió el vizconde-. El punto es que los blancos jamás aceptarán igualdad con los mulatos y no los culpo por ello. Esto desestabiliza a la colonia. Nada está claro en la política de Francia y nosotros sufrimos las consecuencias del descalabro. Los decretos cambian a diario, teniente coronel. Un barco me trae instrucciones y el barco siguiente me trae la contraorden.
– Y está el problema de los esclavos rebeldes -agregó Relais.
– ¡Ah! Los negros… No puedo ocuparme de eso ahora. La rebelión en Lembé ha sido aplastada y pronto tendremos a los cabecillas.
– Ninguno de los prisioneros ha revelado nombres, señor. No hablarán.
– Lo veremos. La Marechaussée sabe manejar esos asuntos.
– Con todo respeto, mariscal, creo que esto merece su atención -insistió Étienne Relais, colocando la taza sobre una mesita-. La situación en Saint-Domingue es diferente a la de otras colonias. Aquí los esclavos nunca han aceptado su suerte, se han sublevado una y otra vez desde hace casi un siglo, hay decenas de miles de cimarrones en las montañas. En la actualidad tenemos medio millón de esclavos. Saben que la República abolió la esclavitud en Francia y están dispuestos a luchar para obtener lo mismo aquí. La Marechaussée no podrá controlarlos.
– ¿Propone que utilicemos al ejército contra los negros, teniente coronel?
– Habrá que usar al ejército para imponer orden, señor mariscal.
– ¿Cómo pretende que lo hagamos? Me mandan una décima parte de los soldados que pido y apenas tocan tierra se enferman. Y a esto quería llegar, teniente coronel Relais: no puedo aceptar su retiro en este momento.
Étienne Relais se puso de pie, pálido. El gobernador lo imitó y los dos se midieron durante unos segundos.
– Señor mariscal, me incorporé al ejército a los diecisiete años, he servido durante treinta y cinco, he sido herido seis veces y ya tengo cincuenta y un años -dijo Relais.
– Yo tengo cincuenta y cinco y también quisiera retirarme a mi propiedad en Dijon, pero Francia me necesita, tal como lo necesita a usted -replicó secamente el vizconde.
– Mi retiro fue firmado por su antecesor, el gobernador De Peiner. Ya no tengo casa, señor, estoy con mi familia en una pensión, listos para embarcarnos el próximo jueves en la goleta Marie Thérèse.
Los ojos azules de Blanchelande se clavaron en los del teniente coronel, quien por último bajó los suyos y se cuadró.
– A sus órdenes, gobernador -aceptó Relais, vencido.
Blanchelande volvió a suspirar y se frotó los ojos, exhausto, luego le indicó con un gesto al ordenanza que llamara a su secretario y se dirigió a la mesa.
– No se preocupe, la gobernación le facilitará una casa, teniente coronel Relais. Y ahora venga aquí y muéstreme en el mapa los puntos más vulnerables de la isla. Nadie conoce el terreno mejor que usted.
Así me lo contaron. Así sucedió en Bois Cayman. Así está escrito en la leyenda del lugar que ahora llaman Haití, la primera república independiente de los negros. No sé lo que eso significa, pero debe ser importante, porque los negros lo dicen aplaudiendo y los blancos lo dicen con rabia. Bois Cayman queda en el norte, cerca de las grandes llanuras, camino a Le Cap, a varias horas de distancia de habitation Saint-Lazare. Es un bosque inmenso, un lugar de encrucijadas y árboles sagrados, donde se aloja Dambala en su forma de serpiente , loa de las fuentes y los ríos, guardián del bosque. En Bois Cayman viven los espíritus de la naturaleza y de los esclavos muertos que no han encontrado el camino a Guinea. Esa noche también llegaron al bosque otros espíritus que estaban bien instalados entre los Muertos y los Misterios, pero acudieron dispuestos a combatir, porque fueron llamados. Había un ejército de cientos de miles de espíritus luchando junto a los negros, por eso al final derrotaron a los blancos. En eso estamos todos de acuerdo, incluso los soldados franceses, que sintieron su furia. El amo Valmorain, quien no creía en lo que no entendía y como entendía muy poco no creía en nada, se convenció también de que los muertos ayudaban a los rebeldes. Eso explicaba que pudieran vencer al mejor ejército de Europa, como decía. El encuentro de los esclavos en Bois Cayman ocurrió a mediados de agosto, en una noche caliente, mojada por el sudor de la tierra y los hombres. ¿Cómo se corrió la voz? Dicen que el mensaje lo llevaron los tambores de calenda en calenda, de hounfort en hounfort, de ajoupa en ajoupa; el sonido de los tambores viaja más lejos y más rápido que el ruido de una tormenta y toda la gente conocía su lenguaje. Los esclavos acudieron de las plantaciones del norte, a pesar de que los amos y la Marechaussée estaban alertas desde el alzamiento en Limbé, que había sido pocos días antes. Habían cogido vivos a varios rebeldes y se suponía que les habían arrancado información, nadie aguanta sin confesar en los calabozos de Le Cap. En pocas horas los cimarrones trasladaron sus campamentos a las cumbres más altas para eludir a los jinetes de la Marechaussée y apresuraron la asamblea en Bois Cayman. No sabían que ninguno de los prisioneros había hablado y que no hablarían.
Miles de cimarrones descendieron de las montañas. Gambo llegó con el grupo de Zamba Boukman, un gigante que inspiraba doble respeto por ser jefe de guerra y hungan. En el año y medio que llevaba libre, Gambo había alcanzado su tamaño de hombre, tenía espaldas anchas, piernas incansables y un machete para matar. Se había ganado la confianza de Boukman. Se introducía en las plantaciones a robar alimentos, herramientas, armas y animales, pero nunca intentó ir a verme. Era arriesgado. Me llegaban noticias de él por Tante Rose. Mi madrina no me aclaraba cómo recibía los mensajes y llegué a temer que los inventaba para tranquilizarme, porque en ese tiempo mi necesidad de estar con Gambo había vuelto y era quemante como carbones. «Dame un remedio contra este amor, Tante Rose.» Pero no hay remedio contra eso. Me acostaba agotada por los quehaceres del día, con un niño a cada lado, pero no podía dormir. Durante horas escuchaba la respiración inquieta de Maurice y el ronroneo de Rosette, los ruidos de la casa, el ladrido de los perros, el croar de los sapos, el canto de los gallos y cuando finalmente me dormía era como hundirme en melaza. Esto lo digo con vergüenza: a veces, cuando yacía con el amo, imaginaba que estaba con Gambo. Me mordía los labios para sujetar su nombre y en el espacio oscuro de los ojos cerrados fingía que el olor a alcohol del blanco era el aliento de pasto verde de Gambo, a quien todavía no se le habían podrido los dientes por comer pescado malo, que el hombre peludo y pesado jadeante encima de mí era Gambo, delgado y ágil, con su piel joven cruzada de cicatrices, sus labios dulces, su lengua curiosa, su voz susurrante. Entonces mi cuerpo se abría y ondulaba recordando el placer. Después el amo me daba una palmada en las nalgas y se reía complacido, entonces mi ti-bon-ange volvía a esa cama y a ese hombre y yo abría los ojos y me daba cuenta de dónde estaba. Corría al patio y me lavaba con furia antes de ir a acostarme con los niños.
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